[En 2019] el presidente de Estados Unidos me calumniaba casi a diario desde el jardín sur de la Casa Blanca. Invocaba mi nombre en los mítines para arengar a sus bases. “¿Dónde está Hunter?” sustituyó a “¡Enciérrala!” como su lema publicitario predilecto. Si querías, incluso podías comprar una camiseta de ¿Dónde está Hunter? directamente en su página de campaña.
Me convertí en la encarnación del temor de Donald Trump a no ser reelegido. Este difundió teorías conspiratorias ya desmentidas sobre mi trabajo en Ucrania y China, a pesar de que sus hijos se habían embolsado varios millones en China y Rusia y de que su director de campaña estaba en la cárcel por blanquear millones de dólares desde Ucrania. Hizo todo esto mientras su política exterior en la sombra, encabezada por su abogado personal, Rudy Giuliani, se desarrollaba a la vista de todos.
¿Dónde está Hunter?
Aquí estoy. Me he enfrentado a cosas peores y he sobrevivido. He conocido los extremos del éxito y la ruina. Teniendo en cuenta que mi madre y mi hermana pequeña murieron en un accidente de tráfico cuando yo tenía dos años, que mi padre sufrió un aneurisma cerebral y una embolia que pusieron su vida en peligro cuando no había cumplido aún los cincuenta y que mi hermano falleció demasiado joven de un horrible cáncer cerebral, provengo de una familia forjada por la tragedia y unida por un amor extraordinario e inquebrantable.
Soy un padre de cincuenta y un años que ayudó a criar a tres hermosas niñas, dos de las cuales están en la universidad y una se licenció el año pasado en Derecho, y ahora tengo un niño de un año. Estoy graduado por la facultad de Derecho de Yale y por Georgetown, donde también he trabajado como docente en el máster de la Escuela de Relaciones Internacionales.
También soy alcohólico y drogadicto. He comprado crack en las calles de Washington D.C. y lo he cocinado yo mismo en el bungalow de un hotel de Los Ángeles. He estado tan desesperado por beber que no podía recorrer la manzana que había entre la licorería y mi apartamento sin abrir la botella para echar un trago. En solo cinco años se rompió mi matrimonio, que había durado dos décadas, me apuntaron a la cara con armas de fuego y, en un momento dado, desaparecí del mapa para vivir en moteles Super 8 junto a la I-95, con lo que asusté a mi familia incluso más que a mí mismo.
Esta gran caída llegó poco después de que abrazara a mi hermano, Beau, el mejor amigo que he tenido nunca y la persona a la que más quería en el mundo, cuando dio su último aliento. Beau y yo hablamos prácticamente todos los días de nuestra vida. Aunque de adultos discutíamos casi tanto como reíamos, nunca acabábamos una conversación sin que uno de los dos dijera “te quiero” y el otro respondiera “yo a ti también”.
Nunca me he sentido más solo que tras la muerte de Beau. Perdí la esperanza.
El accidente que mató a su madre y su hermana
Conservo un solo recuerdo del momento más temprano y relevante de mi vida. No estoy seguro de hasta qué punto se trata de una mezcolanza de historias familiares y noticias que he oído y leído en estos años y hasta qué punto es un recuerdo reprimido que finalmente sale a la luz.
Pero es gráfico.
Es del 18 de diciembre de 1972. Mi padre acababa de ser elegido senador por Delaware. Cumplió treinta años tres semanas después de las elecciones y apenas superaba la edad mínima que exigía el Senado cuando prestó juramento en enero. Aquel día estaba en Washington D.C. entrevistando al futuro personal de su nueva oficina. Mi madre, Neilia —hermosa, brillante y de su misma edad—, nos había llevado a mí, a mi hermano mayor, Beau, y a nuestra hermana pequeña, Naomi, a comprar un árbol de Navidad cerca de nuestra desvencijada casa de Wilmington.
De repente vi que mi madre volvía la cabeza hacia la derecha. No recuerdo nada, excepto su perfil: su mirada, la expresión de su boca. Simplemente giró la cabeza. En ese instante, mi hermano se lanzó, o fue lanzado, hacia mí.
Y ya está. Fue rápido, convulso y caótico. Cuando el coche entró en un cruce nos arrolló un tráiler cargado de mazorcas de maíz.
Mi madre y mi hermana pequeña murieron casi en el acto. A Beau lo sacaron de entre el amasijo de hierros con una pierna rota y otras muchas lesiones. Yo sufrí una fractura craneal grave.
Lo siguiente que recuerdo es que desperté en un hospital y vi a Beau en la cama contigua, vendado y con una férula de tracción. Parecía que acabaran de propinarle una paliza en el parque, y no dejaba de repetirme dos palabras:
—Te quiero. Te quiero. Te quiero.
Ahogado en alcohol
Encendía la tele, me sentaba en el sofá, bebía, perdía el conocimiento. Nunca, ni siquiera, o menos aún, estando borracho, dormía en la cama. Me quedaba viendo la tele en un estado casi comatoso, con los ojos clavados en la pantalla pero sin ser realmente consciente de lo que veía. Otras veces me tiraba horas llorando sin darme ni cuenta. Apenas comía.
Al trabajo solo llamaba por teléfono, y eran los cinco empleados de mi despacho quienes lo mantenían a flote. Asistía a algunas reuniones telefónicas, cancelaba las presenciales, no iba a la oficina. Eliminaba de mi agenda todos los viajes. Las únicas llamadas que cogía eran las de mis hijas y las de mi padre, que me llamaba constantemente. Me preguntaba cómo me encontraba, y yo le decía que fenomenal, colgaba, me quedaba inconsciente, me despertaba, bebía más.
Y así bebía entre doce y dieciséis horas diarias.
Nunca había bebido de esa manera. Antes bebía en exceso, hasta el punto en que sabía que era mejor no seguir bebiendo: así fue cuando decidí dejarlo en 2003 y de nuevo en 2010, pero jamás me había sentido tan mal que no pudiera salir, que no pudiera seguir adelante. Perdí nueve kilos. No comía mucho más que lo que tenían en la licorería: Doritos, cortezas de cerdo, fideos ramen. Al final, el estómago no podía ni siquiera con los fideos. Me estaba ahogando en alcohol.
El romance con su cuñada
Hallie [la viuda de Beau] y yo empezamos a convivir de verdad a finales de aquel verano, cuando nos trasladamos a Annapolis. Queríamos alejarnos de la pecera de Wilmington, pero seguir a una distancia que me permitiera ir en tren a Washington a ver a mis hijas. Iba a ser como empezar de cero. Alquilamos una casa y matriculamos a Natalie y a Hunter en una escuela de allí.
Fue un fracaso desde el principio. Por mi parte, hice que a Hallie le resultara imposible recuperarse del duelo y de otras situaciones que estaba atravesando, y ella hizo que a mí me fuera casi imposible conseguir lo mismo. Los dos cometimos un error de bulto, y nuestra falta de criterio se debió a que estábamos pasando una época extraordinariamente difícil.
La verdad es que si no se podía confiar en nosotros para preparar una taza de café en condiciones, mucho menos para que tomáramos decisiones de pareja mientras los paparazzi se agolpaban en la ventana para espiarnos. Los dos estábamos demasiado enredados en nuestros propios problemas para ser capaces de ayudar al otro. Por más que pensáramos a la desesperada que podíamos ser la respuesta al dolor del otro, lo único que conseguimos fue causarnos más dolor.
Para Hallie, yo era un recordatorio constante de lo que había tenido y había perdido para siempre. La vida que yo llevaba era la antítesis de la vida que le había dado mi hermano. Yo estaba inmerso en mis adicciones. Casi nunca paraba en casa. Cuando consumía me negaba a ir porque no quería exponerla a ella ni a los niños, así que me mantenía alejado durante largas temporadas. No dejaba de prometer que iba a estar limpio, y lo estaba, hasta que dejaba de estarlo.
Lo viví como un fracaso de proporciones épicas. Nuestra relación había empezado como un intento mutuo y desesperado de aferrarnos al amor que los dos habíamos perdido, y lo único que consiguió su disolución fue hundirnos aún más en esa tragedia. Convirtió lo obvio en aún más evidente: lo perdido se había perdido para siempre.
Adicto al crack
Bicycles consume desde hace décadas, pero no trafica. Si vendía, lo hacía solo para conseguir un poco de dinero con el que comprar. Aun así, insistí. No hizo falta mucho para convencerla. Le urgía mi dinero tanto como a mí su acceso a las drogas. Cogería los cien dólares para comprar diez bolsas, me daría ocho y se quedaría con dos. La relación era simbiótica: intercambiábamos dinero y drogas a pesar de que ambos deseábamos sinceramente que el otro no consumiera. Éramos dos adictos al crack incapaces de hacer ni siquiera las cosas más sencillas.
Una comedia del crack en un acto.
Una noche llovía a cántaros y paró debajo de mi ventana para ver si quería algo. Estaba empapada e insistí en que entrara. Subió la bicicleta al segundo piso, vio un colchón en la otra habitación, que estaba vacía, y se quedó dormida en él.
A la mañana siguiente fui a trabajar y le dejé una llave. Cuando volví a casa, aún estaba allí y no faltaba nada. Tres días después no se había movido. Al cabo de cinco días le hice una copia de las llaves. Nunca se instaló oficialmente. Nunca le dije oficialmente: “Puedes ocupar la habitación libre”, pero no se fue hasta que me marché.
Yo casi siempre estaba fuera, viajando por asuntos familiares o profesionales, o simplemente intentando desaparecer, pero cuando estaba en casa, ambos nos comportábamos como una versión demente y drogada de Extraña pareja, y sus manías higiénicas, como las de Felix Unger, chocaban con mi tendencia a la dejadez al más puro estilo Oscar Madison.
Fumar con Rhea [nombre de Bycicles] era una clase magistral de crackología. Tenía un millón de normas: ten siempre presente dónde tienes tus cosas; si le has pillado el crack a un desconocido, vuelve a cocinarlo siempre para quemar la porquería con que lo mezclan algunos camellos; nunca te guardes la pipa en el bolsillo de los pantalones, porque puede romperse cuando te sientes o caerse cuando estés haciendo un pedido de comida rápida.
“La honestidad con la que él dio un paso al frente y habló del problema me dio esperanza. Fue como tener a mi muchacho de regreso”, dijo el presidente Joe Biden sobre “Cosas Bonitas”.
Rhea me salvó incluso cuando me arrastraba con ella. No me dejaba pillarle a nadie que no fuera ella y me protegía de tener que buscar droga yo solo en las calles más peligrosas de Washington. Me enseñó a consumir de la manera más segura posible.
Rhea me rompe el corazón más que ninguno de los amigos que he tenido. Posee una inteligencia pícara y el sentido del humor de un monologuista, es ingeniosa y está herida. Lleva tanto tiempo pedaleando envuelta en una neblina de supervivencia y drogadicción que la aterra dejar la pipa de crack. No mantiene relación con su familia, no tiene a nadie en su día a día que le profese un amor verdadero e incondicional. No recuerda nada bello esperándola al otro lado.
La recuperación
No es tarea fácil lo de tratar de vigilar y controlar a un adicto. Lleva un trabajo enorme. Es gravoso y aterrador. Nadie quiere ser el carcelero de otra persona, y Melissa [la actual esposa] estaba también encarcelada en la medida en que sentía que tenía que encarcelarme a mí por un tiempo. Tuvo que aguantar mis quejas, mis lloros y mis estratagemas. Intenté negociar un acuerdo y que el proceso para desengancharme del crack fuese lento y progresivo. Me dijo que no —”Que no, joder”—, aunque sí me dio cuartelillo con la bebida y me permitió primero tres tragos al día, después uno y después nada, al tiempo que organizaba las visitas de un médico al apartamento para que me pinchara con un tratamiento para paliar cualquier deficiencia nutricional y ayudarme con el síndrome de abstinencia.
Nunca hui, nunca me sentó mal que Melissa me controlara de aquel modo. Sabía que me estaba salvando la vida. Tenía clarísimo que, si podía coger las llaves, la cartera y el móvil durante dos horas mientras ella iba a la compra, recaería. La gratitud que sentía tan solo hacía más profunda una conexión que ya era más honda que cualquier otra cosa que acertara a imaginar.
Cuando por fin acepté que no quedaba nada de las sustancias que había metido a escondidas en su apartamento al llegar (ya fuera a propósito o sin querer), que no había nada entre los libros de la estantería junto a la puerta, nada escondido debajo del monopatín apoyado en una pared, por fin dormí, de forma irregular, durante tres días seguidos.
Abrí los ojos el cuarto día y le pedí a Melissa que se casara conmigo. Bueno, tampoco fue así de directo. Formulé el deseo en una conversación sobre nuestro futuro, lo solté como un globo sonda, ligero y despreocupado: “¡Deberíamos casarnos!”.
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