No es fácil matar a medio metro de distancia con un arma pequeña como la Beretta que se usó contra Ioan Culianu en un baño de la Universidad de Chicago, pero un profesional puede encararlo como un desafío interesante. Esa elección, además, confundiría a los investigadores: en los Estados Unidos el gremio de los sicarios prefiere armas de mayor calibre y un ámbito menos poblado que un edificio lleno de estudiantes en pleno horario de clases.
Era la 1:05 de la tarde del 21 de mayo de 1991 cuando el profesor rumano salió de su oficina en Swift Hall, en el tercer piso de la Divinity School, donde antes habían enseñado Paul Ricoeur y otro rumano exiliado como Culianu, Mircea Eliade, quien había sido su mentor pero también lo había decepcionado, cuando descubrió su vínculo con los fascistas. Sobre el escritorio quedaron los apuntes para la clase sobre los fundamentos de la religión comparada que iba a dar luego.
Culianu entró al baño y se encerró en el cuarto cubículo. El asesino avanzó hasta el siguiente, se trepó con cuidado al inodoro e igual de silenciosamente se inclinó sobre la pared plástica divisoria, apoyándose en la mano derecha. Con la izquierda apuntó y disparó. Sonrió: un tiro limpio, hermoso, que ingresó al cerebro por encima de la nuca. Otra cosa que desorientaría al FBI: un profesional local dispara de nuevo, por prudencia.
Gwen Barnes, la asistente de Culianu, transcribía una clase grabada, con auriculares. Le llamó la atención que la secretaria sentada frente a ella girase de pronto la cabeza, con una expresión asustada.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Un ruido, como un petardo.
—Quizá fue el escape de un auto —le dijo, y siguieron trabajando.
Ese único rastro, el sonido del disparo, es aún hoy, 30 años más tarde, lo único que se ha comprobado con certeza. Y que Culianu, autor de 13 libros sobre mística, gnosticismo, magia e historia del cristianismo, está muerto. El asesino salió tan discretamente como había entrado. Un muchacho fue al baño, vio un brazo asomado bajo la puerta del cuarto cubículo y corrió a buscar ayuda; una veintena de personas arruinó la escena del crimen tratando de auxiliar a Culianu.
¿Ocultismo, romance gay, robo o mala suerte?
“La policía no tenía pistas”, escribió Umberto Eco al reseñar Eros, magia y el asesinato del profesor Culianu, el libro de Ted Anton sobre el caso. “Primero consideraron las explicaciones en las que pensaría cualquier investigador: un estudiante contrariado, una implicación homosexual, un intento de robo, cherchez la femme. Pero Culianu no había sido robado; se sabía que estaba felizmente comprometido con Hillary Wiesner, una joven académica brillante y encantadora; era enormemente popular entre sus estudiantes”.
En efecto, el cadáver llevaba su billetera intacta, un reloj de ópalo negro y un anillo, según el informe policial. El profesor de 41 años preparaba su casamiento con Wiesner luego de viajar juntos a Rumania, donde le presentaría a su madre y a su hermana. Uno de sus estudiantes graduados, Alexander Arguelles, regresó del almuerzo y encontró a sus compañeros llorando. “Al enterarme de su muerte, fue como si todo mi sistema emocional, mi corazón y mi cerebro, se congelaran”, contó a Adevarul.
Se descartó también un asesinato ritual o la venganza de alguna secta ofendida por los estudios de Culianu, aunque en el archivo del FBI hay un par de cartas catalogadas como “de chiflados” con pistas incomprobables. “Buscaba describir los caminos que llevan a mundos más allá de la percepción convencional de las cosas, como los trances místicos, el chamanismo y los sueños. Sin embargo, Culianu no era, de ningún modo, un creyente de la magia, o del New Age”, aclaró José Antonio Aguilar Rivera en Nexos.
Invitarlo a una fiesta siempre era una buena idea: solía practicar las artes adivinatorias de la geomancia con resultados escalofriantes. Sus amigos no le creían cuando insistía en que siempre estaba sobrepasado de proyectos porque el tiempo lo apremiaba: iba a morir joven, decía.
La zona de Chicago donde está el campus era por entonces territorio de pandillas: ¿acaso alguien, ávido por ser aceptado en una, cometió un asesinato al azar para probarse, y justo su bala le tocó a Culianu? El forense descreyó de la hipótesis —tendría que ser un tirador de talento extraordinario para lograrlo a esa distancia con un calibre .25— y ningún informante de la policía escuchó nada que señalara en esa dirección.
Quedaba, sola, la hipótesis del crimen político. “Era un exiliado rumano abiertamente opuesto al anterior régimen de [Nicolae] Ceausescu y a sus sucesores”, señaló Eco.
El mismo perro con otro collar
En diciembre de 1989, apenas un mes después de la caída del Muro de Berlín, el bloque socialista se desmoronaba en Europa excepto en Rumania. Nicolae Ceausescu celebraba su reciente reelección como secretario general del partido comunista —por enésima vez desde 1965— cuando comenzó una rebelión popular en Timisoara, que pronto se extendió a Arad, Sibiu y Bucarest. La revolución rumana fue la primera transmitida globalmente en tiempo real, y al mismo tiempo esa televisación hizo que los rumanos salieran a las calles.
Culianu no compartía la emoción de otros exiliados al ver que los espectadores se convertían en comunidad revolucionaria. Sospechó que la Securitate, el equivalente al KGB de Rumania, estaba en el origen o al menos en la amplificación de los acontecimientos. “Algunos creen que las escenas transmitidas por la televisión fueron sólo una farsa montada ex profeso por los conspiradores para simular un verdadero alzamiento popular”, recordó Aguilar Rivera.
Ceausescu se halló de pronto huyendo de sus propios colaboradores; lo capturaron, junto a su esposa, con la misma eficacia represiva que él había nutrido. Un tribunal especial los acusó de genocidio, acción armada contra el pueblo y destrucción del patrimonio nacional, entre otros puntos que se ventilaron durante dos horas, debidamente emitidas por TV, tras las cuales se los condenó. Donde otros países como Alemania Oriental o Checoslovaquia reemplazaron a sus dirigentes y desmontaron el aparato de la policía política, Rumania ejecutó a su líder y conservó la Securitate, aunque le cambió el nombre: Servicio de Información.
Cuando, al cabo de más de 1.100 muertos, Ion Iliescu y el Frente de Salvación Nacional asumieron el poder, Culianu se sintió tan escéptico y asqueado como con Ceausescu. Lo repetía en una columna que escribía para la publicación de la colectividad rumana en Nueva York, Lumea Libera (Mundo Libre): la retórica de los gobernantes oscilaba entre más de lo mismo y las viejas expresiones de los grupos fascistas de 1930. Además, el frente le parecía “de una estupidez de magnitud histórica, cuya profundidad resta por verse”, según declaró a otra revista de disidentes un mes antes de morir.
Sobras de la Guerra Fría
Ese mismo abril de 1991 Miguel I de Rumania, rey en el exilio desde que debió abdicar en 1947 ante el comunismo, había visitado Chicago, y la universidad le había ofrecido una recepción en el hotel Drake, a la que asistió Culianu. En la conversación el profesor se convenció de que el descendiente de los Hohenzollern era quizá el último recurso para la estabilidad en su país y una esperanza de futura democracia. Le ofreció su cooperación.
Pero el ex rey no sólo le caía mal a los resabios del poder comunista: también lo detestaban los nuevos socios en el Frente de Salvación Nacional, la descendencia de aquella Guardia de Hierro a la que Miguel I le había dado la espalda cuando decidió, en 1944, sacar a su país del Eje y sumarlo a los Aliados. Aquellos fascistas, que habían competido en pie de igualdad con la barbarie de los nazis, nunca habían desaparecido, y nuevas generaciones habían heredado su cultura política.
Al día siguiente de la muerte de Culianu se encontró en su apartamento una tira de faxes sin cortar de la máquina. Uno de ellos era de la secretaría personal del monarca, desde Suiza. Le decía que habían recibido la caja que había mandado por correo, pero que había sido abierta y estaba vacía. ¿Qué había tenido a bien enviar el profesor?
El poeta rumano Dorin Teudoran y Wiesner confirmaron que Culianu recibía intimidaciones telefónicas y por correo, y también que solía tirarlas. El FBI no encontró siquiera una. La hermana del académico, Therese Petrescu, le había advertido que lo amenazaban abiertamente en la revista de la extrema derecha Vatra Romaneasca y el FBI incorporó al caso documentos de la “organización radical patriótica del exilio rumano Hijos de Avram Iancu”, que parecía más bien un grupo de infiltrados disimulado con el nombre del héroe nacionalista transilvano.
“Yo, Ioan Petru Culianu”
Para obtener su residencia permanente en los Estados Unidos, el exiliado presentó una declaración jurada al Servicio de Inmigración y Naturalización. Contaba su historia en un texto largo, en el cual se destacan estos párrafos:
Yo, Ioan Petru Culianu, residente de 1700 E 56th St., apartamento 906, Chicago, Illinois, nací en Iasi, Rumania, el 5 de enero de 1950. Deserté de Rumania el 4 de julio de 1972, para nunca regresar. Actualmente soy un ciudadano holandés por naturalización. En los dos años entre 1970 y el momento de mi deserción en 1972 fui miembro del partido comunista rumano. Mis circunstancias en el momento me obligaron a afiliarme, aunque yo nunca he abrazado la ideología comunista.
Provengo de una familia de intelectuales con convicciones democráticas. El padre de mi madre, Petru Bojan (1870-1944) fue uno de los físicos rumanos más famosos y fue rector de la Universidad de Iasi durante 12 años. Fue un defensor de los judíos contra la organización fascista de Guardia de Hierro y no toleró la persecución de los judíos en su universidad.
Hasta los recientes eventos en Rumania, la policía secreta era un organismo muy poderoso y aterrador. Todo el mundo le tenía miedo a la policía secreta. [Un] agente de seguridad me dijo que me encontrara con él en un aula vacía. Se presentó como el capitán Ureche (una palabra en rumano que significa oreja, que supuse sería alguna clase de alias) del Consejo de la Seguridad del Estado. Este primer encuentro fue breve, de unos 20 minutos, pero intimidatorio.
Cuando deserté en 1972 Italia me dio asilo político. Luego supe por dos testigos directos que en 1973 fui formalmente expulsado del partido comunista, in absentia. Desde la fecha de mi huida de Rumania he estado constantemente comprometido en actividades dirigidas a denunciar los crímenes y el fracaso de la dictadura comunista en Rumania y a denunciar la falsedad del comunismo en general.
Resumía también su trabajo académico, gracias al cual dominaba seis idiomas y leía doce. Se había graduado en la Universidad de Bucarest, había continuado sus estudios en la Università Cattolica del Sacro Cuore, en Milán, y en París IV, en la Sorbonne, hasta completar tres doctorados. Su primer libro, de 1978, se ocupó de Mircea Eliade; el más famoso, de 1984, fue Eros y magia en el Renacimiento. Esos serían sus temas: Religión y empoderamiento; Psicanodia: estudio de la evidencia sobre la ascensión del alma y su relevancia; Experiencias del éxtasis desde el helenismo hasta la Edad Media; Gnosticismo y pensamiento moderno: Hans Jonas; De otro mundo: viajes místicos de Gilgamesh a Albert Einstein; Los viajes del alma.
Cuando lo mataron trabajaba en una Enciclopedia de la Magia en tres volúmenes, que publicaría Oxford University Press, escribía con Vladimir Tismaneanu una investigación sobre el uso erróneo de los símbolos místicos en la política y planeaba una relectura en clave de inteligencia artificial del arte de la memoria tal como lo concebía su maestro Eliade.
La caída del ídolo
La vida en el exilio le permitió conocer a uno de los rumanos más celebres de la diáspora, Eliade, a quien Culianu admiraba. (El otro era Emil Cioran.) Tenía 24 años cuando lo visitó en París, invitado por Mircea Marghescu, un amigo común, especialista en literatura comparada. Eliade se mostró interesado, aunque no muy cálido, según la biografía de Culianu que escribió Anton.
—Profesor, ¿podré ir alguna vez a la Universidad de Chicago? —le preguntó.
—Sí, sin dudas. Vamos a ocuparnos —le respondió el maestro. Pero eso solía decir siempre, le advirtió Marghescu al joven ilusionado. “No va a hacer nada”.
Ignoraba que su amigo había ido a comer a solas con Eliade a un restaurante chino: “Charlamos hasta la medianoche en mi oficina”, apuntó el maestro en una entrada de su diario del 16 de septiembre de 1974. Cuando meses más tarde Marghescu le preguntó a Eliade, al pasar, si quería que él gestionase la invitación de Culianu, el filósofo asintió aliviado: no tenía tiempo para hacerlo él, que terminaba entonces un volumen de su Historia de las creencias y las ideas religiosas.
Así Culianu llegó en 1975 a la Divinity School, conoció la oficina de Eliade en la Calle 57 y compartió la mesa del Quadrangle Club, en el campus, con su mentor y la esposa, Christinel.
Los años siguientes mantuvieron una correspondencia en la cual Culianu comenzó a emerger como el protegido de Eliade, quien buscaba un sucesor al cual dirigir en los proyectos para los que ya no tenía energía. Pero esas cartas también contenían materiales para el libro Mircea Eliade de Culianu, en cuya investigación el joven encontró materiales de los años treinta, textos en los que resonaba el registro antisemita y fascista, algo inquietante si se asociaba a la salida de Rumania del filósofo, perseguido precisamente por esas sospechas en los tiempos finales de la monarquía.
“Culianu quería tener datos sobre la relación de Eliade con la Guardia de Hierro, a lo que su maestro respondía que ‘después de Büchenwald y Auschwitz, no era posible ser objetivo’”, citó Tomás Abraham en su reciente La matanza negada. “Como quien dice que, con el diario del lunes, es fácil culpar a quienes actuaron el viernes”.
Eliade mantuvo en secreto su adhesión a aquellos Legionarios de San Miguel Arcángel que hicieron pogromos en Bucarest e Iasi, pero los hechos habían comenzado a filtrarse. En 1984 una secretaria del autor de Lo sagrado y lo profano, Adriana Berger, lo denunció. Culianu insistió; Eliade le prometió una “extensa discusión futura” que nunca sucedió.
Intrigas en la diáspora
En 1986 Culianu regresó a la Universidad de Chicago para dar conferencias y colaborar con Eliade en una guía de religiones del mundo. Alguna vez lo acompañó al consultorio de su médico, Alexander Ronnett, quien en realidad se llamaba Rachmistriuc y era uno de los tantos guardianes que en los cuarenta se habían instalado en Madrid, Milán, Freiburg y Chicago, principalmente. Lo ayudó a recuperar los papeles y libros de su biblioteca personal, que había sufrido un incendio, y un día se quedó atónito cuando Eliade le dijo que lo recomendaría para que ocupara su cátedra.
Era marzo. El 14 de abril Eliade tuvo una apoplejía; murió el 22. “Cuando se leyó el testamento, supo que Eliade le había dejado una última tarea”, escribió Anton. “Quería que Culianu fuera el albacea de sus materiales académicos inéditos”.
Entre ellos había artículos de la década de 1930. El gran secreto de Eliade.
“Mi posición sigue siendo la misma: él nunca fue un antisemita, un miembro de Guardia de Hierro o un pro nazi”, escribió Culianu a un investigador que lo consultó sobre los documentos de 1938 a 1940. Pero comprendo que estaba más cerca de los guardianes que lo que me gustaría pensar”.
Comenzó así a trabajar en un libro con los escritos fascistas de Eliade, a los que acompañaría con una explicación que ubicara el contexto histórico. Christinel se opuso. Haber tenido un antisemita de clóset entre sus eminencias tampoco era buena publicidad para la Universidad de Chicago, que por entonces había contado entre sus profesores y sus estudiantes a Enrico Fermi y Susan Sontag, además de 64 premios Nobel.
A finales de los ochenta Culianu interrumpió el proyecto. Casi al mismo tiempo comenzó a escribir que el nuevo gobierno rumano era un mero golpe de Estado contra Ceausescu.
“¿Es posible que el crimen haya sido un intento de proteger la memoria de Eliade?”, se preguntó Aguilar Rivera. Para el biógrafo Anton, hay algo de eso, pero recargado con los buenos deseos de Culianu para una Rumania democrática, que incluían a Miguel I y también la idea de que Elie Wiesel colaborase en una investigación a fondo sobre las atrocidades cometidas por Guardia de Hierro junto con aquellas de la era comunista. Los guardianes de la diáspora podrían haber acallado, en un mismo movimiento, a un acusador de Eliade y a un crítico del Frente de Salvación Nacional.
Therese, la hermana de Culianu, contó que el periódico oficial de Rumania, Libertatea (Libertad) publicó que la policía de Chicago había emitido un comunicado para asegurar que el asesinato no había implicado servicios de inteligencia de otros países. La policía de Chicago, sin embargo, negó la existencia de ese documento, comprobó Anton.
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