Luis Biasotto, el artista que le puso alas al teatro contemporáneo

La repentina partida del bailarín, actor y director cordobés, a los 49 años, conmocionó a todo el ambiente artístico

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Imagen de "Adónde van los muertos"
Imagen de "Adónde van los muertos"

En 2011 vi Adónde van los muertos, y todavía, y siempre, recuerdo el impacto. Hoy me enteré de la muerte de Luis Biasotto, y lloré. No era mi amigo, ni siquiera lo conocía. Pero me sentí tocada por esta muerte, como en ese momento me sentí tocada por su grito, con las alas, en el escenario. Lo recuerdo todo muy bien. Fue tan impactante, tan conmovedora, y tan pero tan real esa función.

En esos años, me acuerdo, a partir de las obras y películas que empezaba a descubrir, iba confirmando la idea de que la experimentación narrativa, en el contexto de la ficción argentina contemporánea, venía teniendo lugar, y a veces de un modo más elocuente y eficaz que en la literatura, en algunas obras provenientes de los universos del cine y del teatro. Y escribí esto, para presentar en un congreso en Río, en 2014. Yo no sé nada de teatro, ni de cine, mucho menos de danza. Pero recuerdo bien la necesidad que tuve de escribirlo y de presentarlo. Ahora tengo ganas de compartir ese fragmento, como un pequeño homenaje, para este bailarín que tanto me alcanzó con su arte.

Luis Biasotto
Luis Biasotto

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En otras coordenadas de intereses, Adónde van los muertos, donde el Grupo Krapp expone los pliegues de su trabajo -las formas de representación con sus trabas, sus intentos, sus silencios- tiene por objeto una pregunta: ¿Es posible representar la muerte? ¿Cómo hacerlo? Para darle curso a la experimentación, el grupo solicita propuestas a diez artistas, entre directores de teatro, de cine, y coreógrafos. Filma cada una de las respuestas, sobre un mismo fondo negro, y proyecta ese video sobre una pantalla, a la derecha del escenario; a la izquierda, sobre otra pantalla, proyecta el nombre del artista autor de la propuesta y, una vez que ésta termina de formularse, introduce la etiqueta con que el grupo la sintetiza. A partir de cada una de ellas, el grupo se pone a trabajar y a lo largo de los diez episodios el nudo de la puesta pasa por la confrontación de los cuerpos con la idea: de un lado, la idea puesta en palabras y proyectada fuera de los límites específicos del escenario, como expandiéndolo; del otro, unos cuerpos poniendo a prueba la capacidad, la aptitud, el potencial de la idea para ser representada. Pero si la de Adónde van los muertos es una auténtica exploración de los límites de la representación –una verdadera encarnación de ese problema- lo es tal vez centralmente por el rigor con que construyen, en el pasaje de uno a otro episodio, una secuencia narrativa en absoluto indiferente al orden que se da.

Me remitiré, brevemente, a cinco de esos episodios; al relato que puede componerse con cinco de esas ideas-teatro-representación. De entrada, aunque diferido, en el segundo episodio, la obra exhibe su punto cero: con su habitual inteligencia y precisión críticas Spregelburd hace explícito que a menos que se trate de entablar con ella una relación estética, no encuentra para la muerte escena o imagen que pueda representarla. La fuerza de choque de los cuerpos del grupo (gritos inarticulados, carreras furiosas, respiraciones y exhalaciones grabadas) representa ese vacío que el dramaturgo postula como lo an-icónico, lo intransferible, lo irrepresentable por excelencia.

Luis Biasotto
Luis Biasotto

En el otro extremo de la obra, en el penúltimo episodio, la idea del cineasta Mariano Llinás propone, contrariamente, una pura representación estética: filmar El fusilamiento de Maximiliano, el cuadro de Manet, para captar ese momento único y terrible en que un gran hombre está a punto de ser acribillado por un pelotón de anónimos. Y por si la idea resultara insuficiente, propone además, hacer un videoclip. El despliegue de recursos audiovisuales pero también el despliegue de entusiasmo juvenil puestos en escena (los actores del grupo se visten de soldados, toman la cámara y salen a la calle misma del teatro a representar la ejecución, se filman, vuelven a entrar y proyectan en el escenario la filmación del video en vivo) contrarrestan el punto máximo de tensión al que asistimos en el episodio inmediatamente anterior, cuando la dramaturga Lola Arias hace enfrentar al grupo Krapp con la muerte, reciente, real, del iluminador del grupo.

Después de la proyección silenciosa contra la pantalla de un arrollador manifiesto colectivo del grupo contra la exigencia de hablar de la muerte del compañero que es también carta de despedida al muerto de verdad, el entusiasmo de Llinás por el heroísimo del gran hombre en la gran escena, pero sobre todo su mirada juvenil sobre la muerte (casi como la de un niño para quien la muerte es algo ajeno o muy lejano), es la vía para que la obra se precipite, enfáticamente, en un exceso de representación: representación de representación, la representación se duplica y pasa del cuadro al cine y del cine a la televisión, en un tránsito en el que los cuerpos, las voces y la música al máximo, nos distancian, estéticamente, de la muerte.

Biasotto integró el Grupo Krapp, junto a Luciana Acuña, Gabriel Almendros, Edgardo Castro y Fernando Tur
Biasotto integró el Grupo Krapp, junto a Luciana Acuña, Gabriel Almendros, Edgardo Castro y Fernando Tur

Los Krapp que, con sabiduría narrativa, pusieron a un paso del comienzo y a un paso del final, a Rafael Spregelburd y a Mariano Llinás –de un lado, la muerte como lo irrepresentable; del otro, la muerte como pura representación estética- saben que el climax representativo del penúltimo episodio no podría cerrar la obra, y, entonces, lo que viene después, para poner fin, es la brevísima intervención del coreógrafo Fabián Gandini, con la idea simple, casi mínima, de representar la muerte a través del parpadeo de unos ojos. Pero, además, cada uno de estos dos extremos, lo irrepresentable y la representación estética, tiene, en el centro mismo de la obra, su contrapunto. Por una parte, idea que propone en su episodio el dramaturgo Stephan Kaegi –representar la muerte a través del testimonio de quienes están en contacto directo con sus aspectos prácticos: enfermeros, médicos de emergencia, dueños o encargados de funeraria- aparece como la versión realista, esto es, no estética, de la muerte: es la versión anti Llinás.

De los diez, este es el único episodio en que el grupo recurre a la palabra hablada para materializar la idea de Kaegi (delega la voz en la dueña de una funeraria que entra al escenario para contar algunas de sus experiencias en el negocio y para compartir algunas de sus conclusiones). Resulta en este sentido interesante que sea allí donde la palabra se enlaza fácilmente con la idea que en la obra se impone, por única vez, un costumbrismo realista entre caricaturesco y sentimental. Curiosa, o irónicamente (porque bien podríamos preguntarnos por la verdad que puede experimentarse en la banal superficie del realismo), el grupo la subtitula: “Lo real”.

En la obra "Hielo Negro", de 2019
En la obra "Hielo Negro", de 2019

Por otra parte, en su episodio, la propuesta del dramaturgo Mariano Pensotti -hacer presentes los cuerpos ausentes- se formula de un modo tan preciso, con indicación de todos los recursos y sus modos de utilización, que, paradójicamente, pareciera que la versión más guionada de la obra –la intervención de Pensotti es un verdadero manual de instrucción- es la única que los Krapp, que representaron lo irrepresentable de Spregelburd, no pueden materializar; la única que, como mostrando, irónicamente por cierto, que el despliegue de recursos técnicos contemporáneos puede ser también a veces tan inviable como inconducente, el grupo abandona, por irrealizable, apenas intenta concretarla.

De este modo, entonces, entre la afirmación de lo irrepresentable y la euforia de la proyección estética, y, hacia adentro, hacia sus contrastes irónicos, entre el malentendido del realismo y la inviabilidad de mediación tecnológica, la exploración abierta de Adónde van los muertos hace uso de todos los recursos que expanden los límites de lo teatral, pero aún en esa expansión y en ese desborde, su eficacia, creo yo, se funda en buena medida en la composición de una calibrada disposición formal que se expone como experiencia estética y al mismo tiempo se neutraliza en su mensaje. Construcciones improbables de palabra como la de La estupidez de Rafael Spregelbud, o discretas secuencias narrativas como la línea textual implícita con la que se confrontan los cuerpos en Adónde van los muertos, problematizan de un modo por demás de interesante la relación entre teatralidad y eficacia en la era de la posautonomía, y, tácitamente tal vez, sin declararlo abiertamente en sus programas, convierten a la eficacia estética en poderosa herramienta de intervención.

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