Los primeros pasajes de la novela los escribí al año de volver de Japón. Unos meses antes, había visitado el taller de Cecilia Pavón, en el living de su casa. Mis compañeros y compañeras compartían sus poemas, los leían desde sus celulares, mientras fumaban cigarrillos que prendían con el cigarrillo del que se les sentaba al lado. Yo aspiraba ese humo. Las pocas veces que llevaba algo para leer, aclaraba, por las dudas, que no era material que pretendía continuar. Eran intentos narrativos inclasificables, escritos que no catalogaban ni siquiera como cuentos. Sobre todo por su extensión. Cecilia preparaba un termo de un té negro -bien negro y bien caliente y amargo-. A veces nos olvidábamos de abrir los ventanales y cuando el humo de todas las marcas de cigarrillos y del té nos molestaba la vista, alguien deslizaba apenas el vidrio para que al living entraran dos dedos de aire fresco.
Para mí, el humo y la poesía iban tan de la mano, que no me hubiera atrevido a abrir el ventanal. Más cerca de las once de la noche, despedíamos a Cecilia en el hall de su edificio y yo volvía caminando a mi departamento. Muchas mañanas me desperté con el olor a tabaco del taller de Cecilia en la cara. Desayunaba café negro en un living con pocos muebles, un living casi pelado, y respiraba el olor de la poesía de mis compañeros que se me había quedado impregnado en el pelo. A finales de ese verano, en el cruce entre la narrativa y la poesía, escribí las primeras páginas de Cuál es el pez que tiñe el mar. Lo que más me quedó del taller de Cecilia fue la economía de los escritos, ese intento que hacían les poetas en ir al hueso. Lo que quizás buscaban era lo que María Negroni definió más tarde en su taller de poesía, en la Maestría de Escritura Creativa de la UNTREF, como “El salto”, ese momento en el que algo ocurre en el poema y la lengua se subleva.
Durante el invierno, radicada durante unas semanas en la provincia nevada de Santa Cruz, en medio del rodaje de la película La muerte no existe y el amor tampoco, de Fernando Salem, escribí algunos pasajes más. Después de las jornadas largas de filmación, me gustaba volver al hotel y aprovechar la sensación de frío que me quedaba amortiguada en la punta de los dedos del pie, que un poco se parecía a los resabios de olor a pucho del taller de Cecilia. La realidad irrumpiendo en la escritura.
Hace poco, una amiga fotógrafa, me mostró un retrato que le tomó Vincent Gallo a Christina Ricci durante el backstage del rodaje de Buffalo 66. Christina Ricci posa frente a la cámara analógica del director, lo que él denomina “The face”, ya que al momento de tomarle la foto, ella estaba enojada porque uno de los actores la había acosado en escena y el director no había intervenido. Ese cruce: la realidad operando como sujeto irremediable al momento de dejar registro es lo que me interesaba en el proceso de escribir la novela. Registrar la fisura entre el lenguaje poético y el lenguaje propio de la narración. Asistir a un taller literario, después a otro. Integrar la sugerencia de un docente sobre cuestiones de edición. Aunque después, al volver a mi casa, quizás elegía trabajar en otra dirección. Que en el medio de todo eso, un proyecto le ganara protagonismo a otro. Que el material quedara archivado, se silenciara pero no muriera. Entonces volver: abrir el archivo sin saber que todo eso, todo eso, ya era parte de la novela. Y que ante todo había que seguir escribiendo.
Meses más tarde, en el taller de Federico Falco, lo que se discutía era otra problemática. La primera persona, la segunda, la tercera omnisciente. En ese momento, con algo así como unas cincuenta páginas escritas, yo ya llamaba al proyecto “novela”. Aunque de a momentos, la primera persona me incomodaba porque, supongo, ya imaginaba el libro objeto y la posibilidad de la fantasía sobre la autoficción. Sospechaba y ya preveía el link: la narradora es actriz de oficio, el personaje protagónico de la novela también lo es. Pum, autoficción ahí. Hasta entonces, en el taller de Federico no había reparado en la posibilidad de hacer el experimento, cuestionar desde dónde me estaba parando como narradora, qué persona usar.
Entonces me sometí al experimento, crucé las cincuenta páginas a una tercera persona. Releí con extrañeza. Yo, que estaba tan triste mientras iba al taller de Cecilia y esa tristeza era tan bienvenida. La mía y las de mis páginas. Entonces volví a la primera persona, intentando, en el camino de regreso, terminar de tensar los hilos que sostienen la voz. Del otro lado del ventanal del living de Federico sí que se veía claro: una huerta crecía, todavía no era primavera pero ya se intuían las flores y las abejas.
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