Durante el siglo XIX, la pintura alemana vivía un recambio, una transición de lo neoclásico a la romántico, aunque los límites para determinar qué artistas pertenecían a una u otra siguen siendo, en la actualidad, problemáticos. Según la región (por ejemplo, el romanticismo del sur era católico, mientras que el del norte, protestante) había características o incluso según los referentes o las escuela, por lo que se generó una serie de artistas de difícil clasificación.
Sin embargo, hay pintores que por su obra generan una individualización más sencilla, como Caspar David Friedrich o Joseph Anton Koch, pero en sí la cuestión giraba entre el neoclacisimo y el romanticismo. En el medio había otra serie de pintores, como Berthold Woltze, que es un academicista neto, un virtuoso sin dudas, pero que no ingresaba en los estilos del momento y, por ende, su espacio en la historia es menor.
Woltze (1829-1896) fua básicamente un pintor de género, un artista que se caracterizaba por retratar situaciones de la cotideaneidad con muchísima precisión y detalle, aunque a sus obras -en general- le faltan ese “algo más” que tienen los grandes que pueden transformar lo ordinario en sublime.
Las pinturas de género de Woltze son obras con mucha potencia narrativa y se inscriben en los que se conoce como “imágenes problemáticas”, ya que sus propuestas son abiertas a la interpretación del espectador. Y es lo que sucede con El caballero molesto, de 1874.
El caballero molesto ingresa en ese campo de la especulación por parte del público porque permite dos lecturas bien diferentes.
Con el paso del tiempo y en el contexto de la actualidad su obra El caballero molesto, que se encuentra en una colección privada, tomó un nuevo lugar en la historia a partir de una de sus posibles lecturas.
Lo fáctico: Woltze retrató una viaje en tren, uno más quizás, pero no para la joven que protagoniza la obra. Ella está sentada, toda vestida de negro, por lo que podría ser una joven viuda. Detrás, un hombre mayor le habla con insistencia. No sabemos qué dice, que le sugiere, que le comenta al oído, pero del rostro de la mujer puede notarse que no está cómoda en la escena. Una lágrima se desprende, mientras mira al espectador, con ojos vidriosos.
Podría ser una escena de acoso, de acoso verbal, donde un hombre abusa de una situación de poder para incomodar a la joven, que en su angustia parece pedir auxilio, pero se aferra, como única defensa, a un pequeño objeto que parece ser un neceser.
La expresión de él, por su parte, es desagradable. Invade su espacio con total impunidad, la impunidad de la época, mientras fuma un habano y, aunque no se vea -quizá para no enturbiar la rostros- parece tirar el humo en dirección a ella.
Por otro lado, la mujer podría estar llorando por su pérdida, todavía acongojada emprende un viaje de regreso tras una experiencia dolorosa. Y el hombre, si bien un molesto, podría estar tratándole de dar palabras de aliento, aconsejarla.
Woltze juega con los prejuicios, con la idea que podemos tomar de los rostros, pero a cierta ciencia, lo que sucede en la obra es una incógnita. ¿Qué quiso expresar el artista?, ¿reprodujo algo que era común, como el acoso, o tuvo una mirada más noble sobre el accionar del hombre? Lo que sí sabemos es que este hombre, haga lo que haga, era un molesto y eso lo dejó en claro.
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