Adelanto de “El Petiso Orejudo”, de María Moreno

Infobae Cultura publica un capítulo de la reedición revisada del libro de la autora argentina, donde recrea desde su infancia en un conventillo de Buenos Aires hasta el confinamiento en el penal de Ushuaia donde terminó sus días en 1944

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"El petiso orejudo" (Busquets), de María Moreno
"El petiso orejudo" (Busquets), de María Moreno

Depósito de Contraventores 24 de Noviembre.

Estructura de cristal a modo de panóptico criollo. Vitrinas con cráneos. En el suelo, productos vivos de la cacería nocturna: un consumidor empedernido de caña con pucherito, acostumbrado a pasar cada noche a la familia completa por la hebilla del cinto, un esquenún pescado durante una biaba, una india vieja que no tiene cómo pagarse una pieza, una mujer barbuda del Raffetto que ha envenenado a su marido y el Petiso Orejudo —aspecto de faquircito, camiseta a rayas como una profecía de la que usará en la cárcel de Ushuaia—. Entra el coiffeur policial y los rapa a todos. A la barbuda la afeita y la depila hasta convertirla en una belleza parecida a Theda Bara. Ella avanza al centro del depósito, jadeando con dificultad, como si tuviera una monstruosidad accesoria, cita del Hombre Elefante.

Solo de la Barbuda Depilada.

¿Saben cómo me siento?

Soy la mujer barbuda depilada,

el hombre gusano al que le crecen

horribles miembros de Hércules una mañana,

el hermafrodita castrado.

La carne que se tragó a Skeletor,

arruinándole el negocio de la caravana.

El enano estirado.

¿Saben cómo me siento?

Mi patrón me dejó

por el niño carnero de Tasmania;

mi médico, por el presidente del Senado

que se cree la mujer de Dios;

mi marido, porque dice

que lo único que le gustaba de mí

era que toda yo le pareciera un pubis.

Ahora sale con la mujer bola

porque dice que es más fácil

de violar caminando.

¿Saben cómo me siento?

Los niños querrán llevar flores y presentes

pero no saben a qué clase de tumba,

si estoy, si no estoy,

yo que reiné en sus corazones

rapaces mucho más que la estúpida princesa.

¿Saben cómo me siento?

Fuera del carromato no me adapto

ni al vagón comedor ni al coche plaza

ni al té entre lam iñas

mientras sé que están barriendo la pista

para el próximo salto mortal.

Exilada del monstruo

no soy ni usted ni yo.

Ahora planeo mi eclipse.

Por eso, señor juez,

fui y lo maté.

(Firmado “un poeta macabro de la más exquisita y tropical imaginación”.)

El Petiso Orejudo
El Petiso Orejudo

Se llama Cayetano Santos Godino, pero tiene un alias con variaciones: el Oreja o el Petiso Orejudo. Aunque privilegiado por el morbo popular y prueba cantante y sonante de la ciencia positivista, no es más que un infeliz cuyos crímenes solo podrían ser tildados de hazañas por quien el Museo del Crimen de la Policía Federal denomina “un novelista macabro de la más exquisita y tropical imaginación”. Es que él no se tomaría el menor trabajo en deleitarse con un trámite ni aun para procurarse un placer —como han dicho los doctores que le procura su delito— tan “sublime”: la zarza que asoma en un lodazal arrabalero, el zanjón asediado por los mosquitos, un pedazo de cinta aisladora son sus recursos de palurdo. En la París de América, el trabajo le resulta un espectáculo tan sorprendente como los números del Palacio de las Novedades al que nunca ha asistido, pero de los que ha oído hablar, o como esas escenas de garconnière presididas por un hombre que se hace llamar Princesa de Borbón y que describe González Castillo en su pieza Los invertidos. Hace tiempo que renunció a hacer doce viajes la hora por una planchada del puerto, cargando bolsas de azúcar o tablones que le doblaban el peso y la espalda donde nunca faltaban las marcas de las ventosas. Desde entonces se declaró cesante a sí mismo y a perpetuidad. Es un monstruo sin asociación con otros monstruos, un falso niño que, por su altura de jockey, hasta hoy ha persuadido a los chafes de que era inocente. A su modo es hermoso con sus ojo negros, enormes, su expresión de dignidad acorralada y el cabello peinado en bandaux sobre la frente, a lo Florencio Sánchez.

En el prontuario no harán justicia esa fotogenia. Para el criminalista Lombroso, en cambio, sería de buen tono en su galería de piezas de caza humanas. Pero el padre no quiere verlo ni pintado.

En 1906, Fiore Godino se presentó ante el comisario Laguarda para propiciar un diálogo de este tenor.

—¿Se poede? ¿No te disturbo?

—Adelante. ¿Qué se lo ofrece? Hable.

—Bene, io soy tenido oto chico, tres varun y cinco nena…

—¡No se vaya por las ramas, che! ¡Estoy ocupado con un caso de homicidio! ¿Nombre?

—… Godino… Fiore.

—Italiano.

—Sí, siñor. Vieni por m’hico Caetano…

—¿Domicilio?

—Urquiza dos mile tré.

—¿Edad?

—Cuaranta due.

—Casado.

—La mia moglie si quiama Luchía…

—¡Apellido!

—Eh… Ruffia.

—¿Oficio?

—Farolieri… Ma ¡vino la luche létrica!

—¿Y?

—¿Ma come?

—¡Hablá!

—E un malvado, un mascalzone, como dicheva m’hico. Io no potzo con lui. Prende fuogo la instalacione do labora. ¡Adesso no labora! Tira cascote a lo chico. Ia ha pasato la cera in la cumisería. ¿Sapesi? Un giorno io istaba sentado al leto poniéndome lu botine y sentó una cosa su… Meto la mano y saco una caca. ¿Sapese qui tenía? ¡Pacarito! Ti garanto qui le so’ichado tanti maldisiun. Mi mujer yuraba como una sunsa…

El comisario Laguarda y papá le habían calentado un nuevo nido: el Depósito de Contraventores 24 de Noviembre. De haberlo hecho algunos años antes, hubiera vegetado como el resto de los detenidos en esa delgada línea clasificatoria que separa a los pobres de los miserables. Pero en 1898 el doctor Francisco de Veyga, ni bien consiguió el cargo de titular de la cátedra de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, fue a ponerse de hinojos ante el jefe de Policía doctor Beazley para que le entregara el bien llamado “depósito” en calidad de caldo de cultivo para sus observaciones in situ. De este modo sus pálpitos positivistas mimetizados con las teorías de Lombroso serían confirmados de manera contundente por una práctica.

Ahora, cuando el muchacho que estaba matando a su padre a disgustos cruza las rejas del depósito 24 de Noviembre, el establecimiento forma parte de los deseos de rehabilitación del Estado argentino.

“Al compadrito podrá vérsele díscolo, reacio y pendenciero hasta en el interior de las rejas. Al ladrón se le podrá tratar sin embalajes y conocer su poca estudiada biología. Los alcoholistas se les tendrá en abundancia y bajo todas las formas. Los locos que allí pululan darán lugar a hacer aplicación práctica de psicopatología forense. Los atorrantes allí recogidos que son objeto de especiales estudios tendientes a poner en evidencia la variada naturaleza del estado que los conduce a la miseria física y moral serán presentados a la observación bajo la misma forma que los otros tipos”, escribía en la revista Archivos de Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines el doctor Pedro Barbieri, saludando e ingreso de Veyga a esa antigua institución policial a la manera de una salva de cañonazos. Es cierto, el Oreja tuvo temprano una nodriza hermafrodita, mezcla de vigilante e higienista. Como en tantos otros casos fue inútil.

Nadie pareció advertir las sutiles potencialidades delictivas que albergaba su cuerpo de pequeño formato. Lo mandaron a Marcos Paz, de donde salió experto en el lazo corredizo, con mejor cross y contactos en el contrabando menudo. La flor del mal se había abierto entre las otras para una primavera infanticida.

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