De Homero no sabemos nada. La documentación se desintegra en el lenguaje del tiempo y sólo llegan a nosotros fragmentos erosionados de una identidad rara. Se cree que fue un hombre que nació en el año 1102 a. C. y que creó —en el sentido amplio del término, porque en ese entonces las obras no se “escribían”— los dos pilares de la épica grecolatina y, por consiguiente, de la literatura occidental: La Ilíada y la Odisea. Luego, la historia hizo lo suyo: fueron transmitidas oralmente de generación en generación hasta teñir el mundo con lo que Harold Bloom en El canon occidental sostiene como la gran esencia homérica: la “poética del conflicto”. Existen teorías más que atendibles que afirman que Homero no fue una sola persona sino varias, y que ambos textos tardaron 200 años en terminarse. No hay forma de desenterrar los misterios de su natalidad —siete ciudades se disputaron ser su patria: Ítaca, Esmirna, Quíos, Colofón, Pilos, Argos y Atenas— pero sí de construir un relato posible para abordar su enigmática figura, un relato que le de forma a la identidad del creador de los cimientos de la literatura.
Se cree que su madre era Cretéis, una muchacha que quedó embarazada muy joven y que, tras el nacimiento de Homero, se casó con Femio, un famoso poeta que dirigía una escuela poética, y que aparece en la Odisea. Así, de chico, Homero habría aprendido el oficio de poeta y, tras la muerte de su padrastro, quedó al frente de la escuela. Pero como en ese entonces el mundo era un lugar mucho más misterioso que hoy, partió en un viaje largo y maravilloso. Cuando regresó a Grecia contrajo una enfermedad en los ojos, que al poco tiempo lo dejó ciego. Por tal motivo se dedicó a componer poemas. Se cree que se casó, que tuvo tres hijas y que —según Heráclito—, a diferencia de la gloriosa épica de sus personajes, murió de rabia —en ese posible destino también hay épica: la obstinación de una derrota— al no poder descifrar un enigma. Fue durante uno de sus viajes, cuando unos pescadores le propusieron el acertijo: “Los que atrapamos los tiramos, los que no pudimos atrapar nos los llevamos”. ¿Cómo no iba a poder resolverlo alguien como Homero? La respuesta, que era los piojos, nunca la encontró. Y murió de rabia. Eso dice la leyenda.
La palabra que hoy usamos para nombrar un viaje largo o un trámite tortuoso proviene del título de este texto que, a su vez, proviene del nombre de su protagonista: Odiseo en griego; Ulises en latín. Se tradujo al latín por primera vez en el siglo III a. C. por Livio Andrónico y desde entonces Ulises es como tradicionalmente se nombra al héroe en Occidente. Son 24 cantos en lengua homérica —una mezcla de dialecto jónico con eolio con una métrica muy precisa— y que para el siglo III a. C. ya había quedado arcaica. La cuestión de la lengua es importante porque cada traducción no es el paso transparente de un idioma a otro, sino una transformación al adaptarse a las características temporales y especiales de quien lo traduce. En ese sentido, desde aquel siglo inhóspito, casi imposible, ¿cuántas resignificaciones de la Odisea se produjeron? Como dijo Eliseo Verón, la semiosis social es infinita, tanto hacia atrás como hacia adelante, sin embargo la Odisea sigue funcionando como un discurso en permanente condición de producción. De su fábula sale y a su fábula regresa toda la literatura.
Quizás la gran novela del siglo XX sea Ulises, del irlandés James Joyce, que está escrita con un sentido claro: es un homenaje al héroe homérico, sobre todo en lo que Harry Levin llama simbolismo épico. Pero no es el único, sobran los ejemplos: en Adán Buenosayres, Leopoldo Marechal lleva a Ulises a la Argentina; en Ulises Criollo, José Vasconcelos Calderón a México; y, en El viajero perdido, César Mallorquí a España. En el cine también tuvo una gran presencia explícita desde el cortometraje de George Méliès de 1905 hasta la película O Brother, Where Art Thou? de los hermanos Cohen.
Este libro que es, según una encuesta de la BBC de 2018 a especialistas de todo el mundo, “el libro más influyente de la historia”, tiene una nueva edición en castellano. La publicó el sello español Blackie Books este año. Contiene dibujos de Calpurnio, un mapa que muestra el viaje de Ulises, notas interesantes, un relato de Margaret Atowood titulado La versión de Penélope, y textos breves que versionan la Odisea de Dorothy Parker, Nick Cave, Augusto Monterroso y Javier Krahe.
La traducción es esta nueva edición es de Samuel Butler —“la más fiel de las versiones homéricas”, según Borges— y data del año 1900. Butler tenía la teoría de que fue escrita por una muchacha siciliana y lo pormenorizó en su libro de 1897 titulado La autora de la Odisea. La historia, ya conocida por todos, es el relato del regreso de Ulises a su casa luego de la guerra de Troya. En Ítaca lo esperan su esposa Penélope y su hijo Telémaco. Ese regreso se ve impedido por infinidad de acontecimientos, sobre todo por obstáculos del orden de lo sobrenatural, con dioses, sirenas y cíclopes incluidos. Mientras tanto, Penélope lo espera. En ese amor paciente e inoxidable pone el ojo, no sólo Butler, sino también Joan Manuel Serrat con su canción emblemática: “Penélope / con su bolso de piel marrón / y sus zapatos de tacón / y su vestido de domingo. / Penélope / se sienta en un banco en el andén / y espera que llegue el primer tren / meneando el abanico. / Dicen en el pueblo / que un caminante paró / su reloj / una tarde de primavera. / Adiós, amor mío, / no me llores, volveré / antes que / de los sauces caigan las hojas”.
En una época de reivindicación feminista, Penélope cobra otra magnitud. Margaret Atowood escribe en su relato: “Resulta difícil saber qué creer. A veces la gente se inventaba cosas solo para asustarme, y para ver cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. Tiene cierta gracia atormentar a los vulnerables. No obstante, cualquier rumor era mejor que no saber nada de Ulises, así que yo los escuchaba todos con avidez. Pero pasados unos cuantos años más dejaron de llegar rumores: era como si Ulises hubiera desaparecido de la faz de la tierra”. Del otro lado del mundo, la historia de Ulises, intentando volver a su casa, abrazar a su hijo —que lo sale a buscar—, a su esposa, a su ciudad, a su antigua vida. Diez años después, luego de una travesía digna de... bueno, justamente, de la Odisea... entre las que se encuentra la famosa escena en la que se ata al mástil del barco para escuchar el canto de las sirenas, regresa a Ítaca. No puede decir que es Ulises, porque hay una cola de pretendientes que esperan que Penélope los elija. Lo matarían. Entonces se disfraza de mendigo y compite con ellos.
Tras diez años, Penélope decide elegir un pretendiente. No elije al más rico ni al más lindo ni ni al más sabio ni al más agradable. Se casará con aquel que logre hacer algo que sólo Ulises podía —su último y definitivo gesto de esperanza—: pasar una flecha por los ojos de doce hachas alineadas. Nadie lo logra. Nuestro héroe, por supuesto, lo consigue. Así traduce Butler la escena del encuentro: “Ulises se conmovió y lloró mientras abrazaba a su amada y fiel esposa contra su pecho. Igual que los hombres que nadan hacia la orilla agradecen ver tierra cuando Poseidón hunde su nave con la furia de sus vientos y sus olas, y solo llegan a tierra unos pocos que, cubiertos de sal, agradecen estar en tierra firme y fuera de peligro, así recibió ella a su marido al mirarlo, y no pudo separar los bellos brazos de su cuerpo. De hecho, habrían seguido llorando hasta el alba”. Al fin y al cabo, como la historia de la humanidad, con sus desgracias e injusticias, la Odisea de Homero es una historia de amor. La más apasionante de todas, tal vez.
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