“Atomizado Berlín”: de las tragedias políticas al country como refugio y como cárcel

Tiene 25 años y la editorial Club Hem acaba de publicar su primera novela, la cual, en palabras de Federico Falco, “imagina, convoca y exorciza por adelantado los fantasmas de su generación”. En esta nota, la narradora explica la génesis del libro y la relación zigzagueante entre su vida y la inquietante historia de los hermanos Goldstein

“Atomizado Berlín” (Club Hem) de Julia Kornberg

Un amigo dice que el 2001, independientemente de dónde estuvieras, marcó un imaginario impostergable para cualquier persona nacida alrededor de los ’90. Las primeras imágenes políticas de esta generación marcadas por el estallido: una serie de corridas por el laberinto de microcentro, el sonido de las balas y de las cacerolas, los alaridos inútiles frente a un banco y la seguidilla de presidentes en una semana. La memoria se funda de momentos que olvidamos; instancias que vivimos en estridencia y que se postergan como imágenes larvarias, haciendo nidos en la parte de atrás de la cabeza.

Del 2001 no recuerdo casi nada. Yo tenía cinco años y las imágenes flotantes que sobreviven de mi cuerpo en miniatura son todas las de un momento feliz. Recuerdo a mi papá señalando la nueva mezquita de la Avenida Bullrich, la forma oblicua que tenía mi madre de pronunciar “Harry Potter”, haciendo alusiones satíricas al presidente correntino de las patillas largas y la lengua deformada. Vivía en Colegiales cuando, imagino, la Ciudad de Buenos Aires se debe haber prendido fuego, desde su núcleo hasta los alvéolos imaginarios del conurbano.

Lo que pasó en diciembre del 2001 lo entendí después. Por documentales en el colegio, por memorias de amigos más grandes, por los recuerdos que mi viejo empezó a develar cuando consideró que mi hermano y yo éramos más adultos. Recuerdo, en cambio, catástrofes posteriores –las zapatillas afuera de Cromañón, los bombardeos sobre Irak, el ahogo funesto de Sadam Hussein filmado por las cámaras de un celular y transmitidas a velocidad inhóspita para el resto del mundo.

Los hermanos Goldstein, los personajes de mi novela Atomizado Berlín, tampoco vivieron de cerca el apocalipsis financiero. Niños de Nordelta, se componen de los curiosos ganadores de la tragedia que inauguró el siglo: me interesaba el momento de fuga desde la ciudad al country, el exilio prematuro impulsado por la corrida financiera y el alza de inseguridad. Un primer movimiento de una familia más o menos adinerada hacia el centro del privilegio chic para negar de forma miope los eventos de la historia. Nordelta me parecía fascinante porque se presentaba como un no-lugar absoluto, creado como una ciudad en el medio del campo que expulsa, a la fuerza, a las comunidades anteriores de esa tierra embrujada. Creo que hay un potencial inexplorado en el mapeo de esa clase alta, un ejercicio balzaciano donde la parodia y la deconstrucción tienen tanto potencial político como la indagación sobre el extremo opuesto.

Si la historia los elude en la primera parte, expulsada por la puerta del Tenochtitlán rudo que es el country, en la segunda entra por la ventana a la fuerza, haciendo estallar los vidrios. En su vida adulta, los Goldstein configuran una fuga forzosa de esa comunidad que los aburre, agotada y excesivamente predeterminada. Van, entonces, tanteando el territorio hasta salir completamente. Jeremías entra al Colegio Nacional Buenos Aires y prueba en su adolescencia el gusto por los recitales, es escrachado en redes sociales y se muda provisoriamente a Punta del Este y después a París. Nina entra en la UBA y fuerza un camino hacia Berlín, desterrada de una ciudad que ya no la sostiene y que, desde entonces, parece también estar implosionando. Mateo se entera de que se va a morir y se une impulsivamente al ejército de Israel. Me intrigaba en ellos el escape como principio constructivo pero, también, la posibilidad de demostrar que el horizonte migratorio que nos instalan es también un romanticismo un poco tonto, ingenuo de a momentos. No hay tierras prometidas.

Julia Kornberg

La novela la escribí en movimiento. El primer capítulo desde Tel Aviv, en un café vagamente nostálgico de Florentin. El segundo desde Londres, donde visitaba la British Library y me acomodaba sobre los sillones del café porque los guardias de seguridad no me dejaban entrar a la sala de lectura con mis credenciales de Puan. Una buena parte del resto salió de manera improvisada en trenes larguísimos, casas ajenas, hostels de medio pelo a donde va a asilarse la juventud precarizada del universo industrial y del tercer mundo. Imprimí algún manuscrito desde un Airbnb sin contárselo a nadie.

Mientras con mi amiga Mariana íbamos avanzando por las ciudades, encontrábamos distintos vestigios de centros imperiales con un alza preocupante de discursos fascistas, atentados casuales y miseria demodé. Las ciudades europeas habían dejado de ser capitales innovadoras para convertirse en parques temáticos basados en su propio pasado, en su propia historia. Nosotras pertenecíamos a una generación marcada por la movilidad social descendente y la erosión de la estabilidad que nos ofrecía el mundo de nuestros padres. En ese sentido, creo que el futuro que imagina la novela no es tanto una especulación sino más buen una lectura hiperbólica del presente. Al mismo tiempo, construyó una predicción personal desafortunada: en la novela, los tres hermanos huyen de Nordelta en la medida en la que se destruye su familia, sus padres se separan y ellos desaparecen en el éter de lo cosmopolita. Cuando volví a Buenos Aires con un primer borrador, mis viejos anunciaron que se divorciaban y, mientras me iba a vivir a Nueva York, mi papá se mudó casi de inmediato a Nordelta.

Como el 2001, las tragedias políticas y eventos deportivos funcionan en Atomizado Berlín como una forma de ritmo, el metrónomo familiar de las experiencias colectivas. Quiero creer que, detrás del pesimismo de la novela, reside una suerte de nostalgia por un mundo anterior en comunidad y una confianza afortunada en la construcción a futuro. Cuando los Goldstein se fugan –al centro de un continente que medio siglo atrás los hubiera expulsado– lo hacen construyendo una suerte de comunidad afectiva en el vínculo que sostienen a través de internet, en el fútbol y en la política; un shtetl imaginario en el que conviven ellos tres y sus amigos y que se configura siempre como el primer círculo de lo filial. Entre ellos se divierten, prueban unas drogas, hacen unos chistes. Me gustaría pensar que, a pesar del presente siniestro, de la atomización emocional y el desvanecimiento progresivo de todo lo material en el aire, seguimos teniendo la posibilidad similar de ese encuentro a futuro.

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