Bienvenidos al Hotel Vilina Vlas, un spa ubicado en un bosque cerca de Visegrad, al este de Bosnia, de famosas aguas termales. Según TripAdvisor, es un hotel “normal”, categoría que se deriva del promedio de 2,5 puntos que le han otorgado algunos visitantes más complacidos por su ubicación (cuatro puntos) que por su servicio (tres) o su limpieza (dos). Sin embargo, el Vilina Vlas es cualquier cosa menos normal.
Fue uno de los centros de detención y violación de la población bosnia musulmana a manos de los serbios, donde a los pocos hombres que fueron se los torturó y asesinó, y a las muchas mujeres y niñas allí encerradas se las violó sistemáticamente durante la guerra de la ex Yugoslavia. Algunas fueron retenidas hasta que dieron a luz los bebés de la “limpieza étnica” que sus captores procuraron; otras murieron por los mismos ataques sexuales o cuando tuvieron la ocasión de arrojarse desde los pisos superiores, desde las habitaciones que hoy ofrecen “paz y tranquilidad para una escapada de calidad del ruido de la ciudad”, según Google.
El hotel está en manos de la república Srpska, región serbia autónoma de Bosnia, más enfocada al turismo que a la historia. Ya no se pasea por los pasillos Milan Lukic, criminal de guerra juzgado y condenado en La Haya, actualmente encarcelado en Estonia, quien tomó el Vilina Vlas como cuartel central cuando era el líder de los paramilitares llamados Águilas Blancas, Los Vengadores o Los Lobos. De las 200 detenidas en ese campo de violación, sobrevivieron menos de 15, según la Asociación de Mujeres Víctimas de Guerra.
La violación como arma de guerra está en la Biblia, está en la Ilíada y solo con la guerra de los Balcanes se la consideró delito contra la humanidad. En aquel conflicto descarriló las vidas de unas 60.000 mujeres. Sus historias son la materia de Speak, Silence (Habla, silencio), la nueva novela de la canadiense Kim Echlin, autora de La huella de tu ausencia, quien hizo una investigación de 10 años, parte de ella en Sarajevo, en la actualidad, donde todavía las víctimas no han recibido justicia.
La ficción se entrelaza así con los procesos del Tribunal Internacional para la Ex Yugoslavia en el que se conocieron todo tipo de atrocidades, entre ellas el uso de los ataques sexuales con que las milicias serbias y serbo-bosnias utilizaron contra las bosniacas, como se llama la gente musulmana de la región. El juicio, que se realizó en 2000, reunió a muchas víctimas durante nueve meses.
Tengo miedo de que me maten si doy testimonio.
Necesito mi empleo. No puedo dejarlo.
Estoy a cargo de mis hijos y mi madre anciana.
No quiero recordar.
¿Estará él en el tribunal?
Echlin reconstruyó los temores y las dudas de muchas de las mujeres que, olvidadas en sus ciudades (un puñado apenas recibe ayuda económica gubernamental, asistencia médica o apoyo psicológico para sobrellevar el trauma y el estigma) o dispersas en el exilio, fueron consideradas para dar testimonio. Entre las elegidas, la novela recreó sus palabras ante el tribunal:
Les rogué a los soldados que me mataran, pero se rieron. Me dijeron “No nos sirves muerta. Tendrás nuestros bebés”.
Me llevaron a la escuela secundaria de Foca, donde había sido una estudiante el año anterior. Un grupo de soldados vino al aula y eligió a ocho de nosotras. Uno me llevó a una pequeña habitación y me dijo que me desvistiera. Éramos 300. Pasé cuatro meses en ese salón. Es una pesadilla que no se puede comprender.
No tenía control de nada. Era como una máquina en sus manos.
¿Huir adónde? No había dónde ir. El pueblo estaba ocupado. Estábamos famélicas. ¿Dónde íbamos a ir sin que nos mataran? (...) Una noche trajeron a siete muchachas jóvenes con sus madres, desde otro pueblo. Eran demasiado chicas, y todas luchamos contra los soldados. Pero nos golpearon con sus armas y sus botas pesadas. Nos dejaron inconscientes. Cuando reviví, las niñas ya no estaban, mi nieta tampoco. Había sangre por todas partes.
La novela cuenta la historia de Gota, una periodista de Toronto que llegó a Sarajevo en 1999, hacia el fin de la guerra, para cubrir las consecuencias. En las afueras de la ciudad se combatía; en el centro, con un proyector alimentado a baterías de automóviles, se proyectaban películas. “Alguien preguntó: ‘¿Por qué hacen un festival de cine en medio de la guerra?’. El director respondió: ‘¿Por qué hacen una guerra en el medio de un festival de cine?”, escribió Echlin.
Gota había estado en Sarajevo en 1988, cuando existía Yugoslavia, que desde 1943 había unificado Serbia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Macedonia y Eslovenia bajo “la hermandad y la unidad” que debía superar las rivalidades nacionales y étnicas. La ciudad mostraba las riquezas de haber sido la segunda del imperio otomano, industrializada luego durante el austro-húngaro, ampliada bajo el socialismo del mariscal Tito y embellecida para los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984. Pero 11 años más tarde el espacio estaba irreconocible.
La misma extrañeza le causó Kosmos, un hombre del que se había enamorado alguna vez, al que buscó y encontró, pero completamente cambiado por la guerra que comenzó en 1992 y el sitio de Sarajevo que la república Srpska y el Ejército Popular Yugoslavo mantuvieron durante cuatro años. El serbio Slobodan Milosevic acusó a las minorías étnicas de la desintegración de Yugoslavia e impulsó una “unidad serbia”, bajo la cual debían borrarse todas las demás identidades.
Por medio de Kosmos, Gota conoció a Edina, una abogada que investiga y denuncia la violencia sexual que ella misma sufrió como miles de mujeres. De pronto la historia que iba a escribir se desvía en una noticia enorme. Con Edina, Gota asistió en La Haya a un juicio centrado en los hechos sucedidos en Foca, una de las localidades que, como Visegrad, la vecina del Hotel Vilina Vlas, había sido un centro de secuestro y violación sistemática de bosniacas.
“Hubo tres tácticas en la limpieza étnica: matar a una parte de la gente, apalear a una parte de la gente y violar a las mujeres”, resumió la narradora el patrón que encontró al comparar el juicio de Foca con el de Srebrenica, donde fueron masacrados 8.300 bosniacos. “La vida se vuelve tan insoportable que cualquiera que la conserve trata de escapar. El resultado que se busca es que toda la gente se vaya”.
Así sucedió en Foca: “En apenas un año, toda la población musulmana del lugar había sido asesinada o detenida, o se había ido”.
Gota también registra lo que sucedió después: “El recuerdo de esposos muertos agitó la angustia de las mujeres, tanto como el de los vivos. Algunos hombres apoyaron a sus esposas y otros se negaron a vivir con ellas luego de la guerra. Algunas mujeres no querían que sus hijos supieran. Nadie volvería a conocer la paz”.
El tribunal escuchó a tres generaciones de mujeres, testigos de identidad protegida, y Gota fue armando el relato de las masacres y las violaciones masivas con el objetivo de genocidio: destruir el pasado tanto como el futuro de una comunidad. Y fue siguiendo en detalle la construcción de una idea, que se articuló entonces, año 2000, por primera vez en la historia:
Nueve meses de explorar la manera en que se produjeron las violaciones y los efectos que dejaron han demostrado que la violación es un ataque a la dignidad humana. La integridad sexual y la dignidad humana están demasiado estrechamente entrelazadas como para poder separarlas. Vulnerar una vulnera la otra. La violación es un ataque a nuestra condición humana común. Un crimen contra la humanidad.
La novela ficcionaliza los hechos y crea una trama que sólo se debe a la imaginación; sin embargo, hay minas y granadas, odios escondidos y miseria perpetuada, y sobre todo impunidad para miles de violadores y asesinos por debajo de los altos mandos, como en la vida real. Porque Echlin pasó años estudiando documentos pero también recorrió los territorios, donde recibió escupitajos e invitaciones a retirarse. El guía que la acompañó y fungió de guardaespaldas, Salam, se filtra en la novela como el conductor Mak.
Parte de su investigación se realizó en las oficinas de la Asociación de Mujeres Víctimas de Guerra, cuya fundadora y presidenta, Bakira Hasecic, fue secuestrada y violada en Visegrad. “Ella fue muy fuerte y muy generosa al compartir su experiencia conmigo”, dijo la autora al Calgary Herald. “Porque existe este elemento de que se revive lo que se cuenta cada vez. Ella dijo —y esto es lo que me afectó profundamente— ‘Necesito que la gente no se olvide. Necesito que el mundo no se olvide’”.
La organización de Hasecic —escribió Echlin en Literary Hub— se ocupa de recaudar y distribuir fondos entre las víctimas, muchas de las cuales no tienen un hogar -rechazadas por sus familias-, o un empleo para mantenerse. Pero además Hasecic maneja por los caminos montañosos para recorrer “las ciudades y los pueblos donde viven libres los perpetradores, y los fotografía, como a sus familias y sus lugares de trabajo”, contó la autora. “Ella mantiene vivo el fuego de los crímenes de guerra. Si sus mujeres caerán en el olvido, no permitirá que los criminales se escondan en las sombras”.
Si bien la novela oscila entre el relato de la vida de Gota Dobson, que es una afortunada ciudadana canadiense que se sumerge en una realidad ajena, y esa precisa realidad, incluido el formato de novela de juicio en el capítulo sobre el proceso en La Haya, esa sucesión de registros va acumulando ideas alrededor de la violación durante la guerra, al punto que al final queda revelado el papel central del ataque sexual, y no el periférico que se atribuye a unos pocos delincuentes que serían la excepción.
La narración muestra cómo los hechos en Foca, en el Hotel Vilina Vlas, en Grbavica o en Vogosca constituyeron un sistema de campos de concentración de mujeres, donde se violó y se torturó desde niñas de seis años hasta ancianas de 70.
Speak, Silence agrega sentido a unas cifras que, en sí mismas, tienen un significado espeluznante, como sintetizó Larissa Peltola en Rape as a Tool of War (La violación como instrumento de guerra):
En Ruanda, entre 100.000 y 250.000 mujeres fueron violadas durante los tres meses de genocidio, en 1994; más de 60.000 mujeres fueron violadas durante la guerra civil en Sierra Leona (1991-2002); más de 40.000 en Liberia (1989-2003); unas 60.000 en la ex Yugoslavia (1992-1995) y al menos 200.000 en la República Democrática del Congo desde 1998.
La novela también recuerda que, a pesar de la valentía de esas mujeres que dieron su testimonio, las injusticias han permanecido, no sólo por las secuelas físicas y psicológicas, no solo por el estigma social ni por el olvido de la comunidad, sino porque en las dos décadas desde el fin de la guerra solo han sido condenados 40 criminales, según precisó Esma Kucukalic Ibrahimovic: “Son las grandes olvidadas de la guerra de Bosnia, no solo ellas sino los hijos venidos al mundo fruto de esas violaciones”, agregó la autora de Víctimas dobles. “La responsabilidad de esta impunidad del crimen recae sobre las autoridades nacionales de Bosnia pero también de la comunidad internacional. El sistema institucional no ha sido capaz de abordar la problemática de estas víctimas”.
Además de Speak, Silence, las violaciones masivas de esta guerra son el tema de la película For Those Who Can Tell No Tales (Para quienes no pueden contar cuentos), que se centra en el Hotel Vilina Vlas, de Jasmila Zbanić. La directora volvió al conflicto —y estuvo nominada al Oscar a la Mejor Película Extranjera que ganó Otra ronda— con Quo Vadis, Aida?, que cuenta la historia de una intérprete de las Naciones Unidas en pleno genocidio en Srebrenica.
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