La protagonista de Papeles de Ana toma el tren hacia Buenos Aires. Es mujer, es provinciana. Y se dirige a las mayúsculas que le propone la gran ciudad. Como George Willard, el periodista testigo de Winesburg Ohio, Ana deja atrás su Itaca para poder narrarla. La calle Diamante, parte central de esta novela, quedó en maceración. Me pregunté si seguir. Y cómo. Por ese entonces estaba releyendo la obra de Natalia Ginzburg y La ciudad y la casa me volvió a deslumbrar. Aparecieron las cartas. Probé una, dos. Primero las que Ana manda a su familia desde Moscú y después ya decidida a quedarse en Buenos Aires. Encontré en la escritura de esas cartas una inmediatez mayor que la primera persona. Está el transcurso del tiempo, la ausencia de un interlocutor, la posibilidad de distintas versiones sobre un mismo hecho. También me permitieron desplegar, más allá de la evolución personaje principal, la historia colectiva de los sesenta: la caída de Illia, Onganía, la Unión de Mujeres Argentinas, Boedo y Florida, la ropa de Harrod´s, el Di Tella, la muerte del Che. Algunas, fechadas, funcionan como hilo temporal.
Una vez instalada en el departamento de Caballito, Ana busca un taller literario. Tomé como referencia el de José Murillo, al que concurrieron nombres importantes de nuestra literatura. Ana le cuenta a su tía la experiencia de ser la única mujer en un departamento de la calle Boulogne Sur Mer cargado de humo, toses y voces roncas. Recuerdo un ensayo de Cynthia Ozick donde la autora narra su relación con Henry James. Ozick confiesa una admiración incondicional por años a su maestro, pero después no lo soportó, quería estrangularlo. Eso es lo que cuento en Papeles de Ana. Qué pasa cuando somos mujeres. Qué pasa cuando somos provincianas. Qué pasa cuando no somos geniales. Por supuesto, se puede tomar la decisión de Silvia Plath. Ella huyó de Massachusetts para ser la mejor escritora y la mejor ama de casa. Después vino Ted Hughes, Oxford, la separación, los partos, el alquiler del departamento de Yeats. Como bien lo señala María Negroni en Una especie de fe, la literatura es una cuerda altísima, donde hacemos monerías para llamar la atención. Abajo todos están mirando.
Hace unos años, en la colección Narradoras Argentinas, descubrí a Fina Warschaver. Hija de judíos que llegaron a la Argentina huyendo de los pogroms rusos, fue una escritora exquisita, militante feminista en la UMA y del Partido Comunista. Su originalidad es tan fuerte como su existencia secreta en el mundo literario. Más allá de su obra, encontré la carta que le mandó Elías Castelnuovo con motivo de la publicación de La casa Modesa: “El líneas generales, buena. Si se tiene en cuenta que fue escrita por una mujer, muy buena. Sabe usted pensar y también construir. Su fuerte, es, no obstante, su punto vulnerable. Para frecuentar los así llamado territorios nocturnos del alma se requiere una franqueza difícil en un hombre, casi insalvable en una mujer”. Fina, nuestra Virginia Woolf, narra de manera única el tironeo entre el trabajo doméstico, la militancia y el tiempo dedicado a la escritura.
¿Cómo ser inmigrante en mi propio idioma? Deleuze y Guattari dicen que la literatura menor es la que practica una minoría dentro de una lengua mayor. Su espacio reducido hace que cada problema se vuelva colectivo. De chica escuché a mi bobe hablar en idish, el idioma milenario de los judíos. Al ser empujados hacia Europa Oriental incorporaron sonidos palatales como lialke, bisele, meidale, el famoso ¿nu? En esta novela retomo la tradición de Músicos y relojeros de Alicia Steimberg o Blues de la calle Leiva, de Manuela Fingueret. Las palabras en idish no corresponden a una transliteración correcta, sino a un lenguaje familiar, a un sabor oído. Las posdatas de las cartas son shpilkes (alfilerazos).
Es conocida la cita de la Duras: “La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura”. Pero, ¿cómo hablar de la casa de la escritura fuera de nuestras condiciones materiales? ¿Cómo hablar de la casa de la escritura en la pandemia? El año pasado mi casa se transformó en un home office. Enfrente, había un edificio en construcción. Salí a caminar. El viaje solitario impulsa el pensamiento, las digresiones. Papeles de Ana es, en parte, producto de esas caminatas. Gloria Peirano, además de la hermosa contratapa, me acercó a Thoreau. Este autor dice: el camello es el único animal que rumia mientras camina. Atención al verbo: rumiar. Después volver a casa y prender la computadora.
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