Una historia brillante. Así es Los abismos, de Pilar Quintana. A pesar de la oscuridad que envuelve a la protagonista y a la trama, no le cabe otro adjetivo que brillante. Quintana está haciendo un carrerón con la literatura: en 2007 fue destacada en la selección de Bogotá 39, La perra obtuvo el premio Biblioteca de Narrativa Colombiana y estuvo nominada para el National Book Award for Translated Literature, y con Los abimos ganó el Premio Alfaguara 2021.
El jurado de este último, presidido por Héctor Abad Faciolince, señaló que la escritora pone como telón “un mundo femenino de mujeres atadas a la rueda de una noria de la que no pueden o no saben escapar” y a partir de eso crea una trama “poderosa, narrada desde una aparente ingenuidad que contrasta con la atmósfera desdichada que rodea a la protagonista”.
La historia mira desde el presente la vida de Claudia, una nena de ocho años, en la Cali de principios de los 80, mientras vivía la ruptura de sus padres y, de alguna manera, tenía que ocuparse de cuidar a quienes naturalmente deberían cuidarla a ella. Una novela que habla de identidades en pugna, maternidades en crisis y de cómo la memoria crea, recrea, traiciona. Quienes hayan leído La perra encontrarán en Los abismos una suerte de aire familiar, por la recurrencia de intereses y obsesiones de Quintana.
Desde Colombia y a través de videoconferenica, Pilar Quintana habló con Infobae Cultura.
—¿Por qué tendemos a considerar el fin de la infancia como una caída?
—No sé si necesariamente es así, pero creo que sí hay una idea de la pérdida de la inocencia y que eso sería equivalente a la pérdida de la infancia. Dejamos de ser niños —tengamos siete, ocho o nueve años— cuando empezamos a ver el mundo de los adultos por lo que es. Cuando empezamos a ver los abismos. Claudia podría ser una niña que veía el lienzo y, de repente, empezó a acercarse hasta verle las grietas. Y esas grietas se fueron volviendo más grandes y más grandes, hasta convertirse en unos abismos tremendos.
—Con esa metáfora, no es casual, entonces, que Claudia vaya a una clase de dibujo y quiera pintar a la madre.
—Exactamente. Tiene admiración por la madre; de eso no he hablado mucho. Claudia es una niña a la que le dicen que no fue deseada y que nació fea. Y ve a una madre que es esplendorosa. Siempre está anteponiendo su propia fealdad a la belleza de la madre.
Tendemos a exigirles a las mujeres mucho más que a los hombres. Y muchísimo más a las madres
—Pero, salvo Claudia, las mujeres de la novela no quedan bien paradas. Ninguna. ¿Por qué?
—Yo no diría que no quedan bien paradas, sino que son individuos complejos con oscuridades. Tendemos a exigirles a las mujeres mucho más que a los hombres. Y muchísimo más a las madres. Las mujeres que son madres tienen que ser magníficas y perfectas y sacrificarse por sus hijos y no tener vida propia y sonreír y ser felices con la idea de que tienen que sacrificarse por los otros. En las tarjetas del día de la madre se destaca que es bondadosa, tierna, dulce, sacrificada, maravillosa, luchadora, fiel, entregada. Leía eso y yo no era eso. Y todavía me siento ajena a ser ese tipo de mujer. Y mi mamá no eran eso y las mamás de mis amigas no eran eso. A mí me falta conocer a la abuelita dulce de los cuentos que se la pasa tejiendo y que prepara bebidas calientes para sus nietos. Esas abuelas seguramente existen, pero en mi entorno no las conocí. Mi abuela se murió cuando yo era veinteañera: jamás la vi como la abuela tierna. Era una mujer profundamente divertida, con intereses, parrandera, que le encantaba la vida con los amigos. Tendemos a poner a las mujeres y, en especial a las madres, bajo esta idea que tienen que ser magníficas y perfectas y no lo somos.
—No sé cómo será en Colombia, pero en la Argentina se dice que las maestras son “la segunda mamá”. En Brasil son “tías”. Paulo Freire en Cartas a quien pretende enseñar decía que tratar a las maestras como familia hacía que no pudieran reclamar por sus derechos laborales. Pienso en cómo esa idea tan progresista de Freire actúa, sin embargo, en detrimento de la figura de la madre.
—¡Claro! Ella sí tiene que ser perfecta y entregarlo todo. Si no, es una mala madre. Recuerdo que en una reseña de La perra y en otra de Canción dulce usaban el mismo adjetivo: decían que eran libros sobre la maternidad fallida. ¡No es fallida, es maternidad! Eso es la maternidad. La maternidad no es el comercial de Johnson & Johnson y estar con el bebé sonriendo. Hay una parte de eso, pero hay otra de sangre, sudor, lágrimas, ira, estar desesperado, decir: “A este muchachito lo quiero asesinar”. Eso también es la maternidad. Y eso no nos hace una mala madre.
—¿Qué fue lo más difícil al construir la mirada de Claudia? La novela está vista desde una nena de ocho años, pero no está escrita como si fuera una nena de ocho años.
—Esa es la complejidad de la narradora, que se pone en el lugar de una niña y nos cuenta la historia desde el punto de vista de la niña, pero no es la niña. La niña no tiene las palabras de la adulta para contar la historia, pero sí tiene la hondura y la agudeza. A veces nos olvidamos que los niños son agudos y complejos y que pueden ver contemplar su universo. Los niños no son tarados. Son súper inteligentes, pero no tienen suficientemente desarrollado el lenguaje para decir eso que sienten. Lo que tenemos es una Claudia adulta que no existe como personaje, solo tenemos sus palabras. El personaje es la niña y la narradora adulta se pone en el lugar de la niña que fue. Es algo que se puede hacer no sin dificultad, porque a medida que crecemos nos olvidamos de ser niños. Un poco fue de ejercicio que hice en terapia, cuando la terapeuta me pidió que fuera a un instante de la infancia y lo narrara, no como la adulta que juzga, sino como la niña que lo vivió.
No recuerdo dónde leí que un niño siempre es como un intruso en una pareja
—Sin embargo, Claudia se juzga a sí misma. Hay un momento en que ella se da cuenta que se calló algo que podría haber dicho —un aviso que podría haberle dado a la madre— y en ese momento hay un quiebre en la novela.
—Es una niña que está entre sus padres y no sabe qué es lo correcto. ¿A quién ayudo? ¿Le cuento a mi papá la verdad o ayudo a mi mamá para que mi papá no se dé cuenta? En definitiva, se queda paralizada y no hace nada. Es una tremenda responsabilidad para una niña de su edad. Vos ves cómo los niños se sienten responsables porque sus papás se separaron y, después de muchos años de hacer terapia, se dan cuenta de que ellos no pudieron tener la culpa. Aquí estamos en ese instante. No recuerdo dónde leí que un niño siempre es como un intruso en una pareja. Es un poco lo que le pasa a Claudia. Pero ni siquiera es intrusa, sino que la ponen en el centro y ella no sabe qué es lo correcto y a cuál padre debe acompañar.
—Otra característica de la narración es que es muy fragmentaria. ¿Así es la memoria? ¿Así recordamos?
—Trabajé muchísimo con la memoria y también lo hice en mi segunda novela, que es Coleccionistas de polvos raros. La memoria es una colección de postales que vos tenés en la pared que ordenás, no como pasaron los hechos, sino como te sirve para recordarlos. Los abismos está organizada así y en las primeras versiones tenía eso aún más fuerte. Luego tuve que darle una temporalidad más rígida, pero al principio eran pequeñas postales en la pared.
—Si bien la naturaleza aparece —al igual que La Perra—, la ciudad es un personaje más. Y, como es una ciudad de los 80, podría decirse que es todavía más personaje. ¿Cómo volviste a aquella ciudad?
—Me gustaría que esa fuera la Cali de mi niñez pero no lo es, es la Cali de mi memoria de esos años. No podemos confiar en la memoria porque la memoria es súper mentirosa y selectiva y recuerda lo que quiere y lo que no quiere no lo recuerda y no sabemos por qué. Entonces, naturalmente usé mi memoria pero con mucho cuidado y con pinzas, y luego también tuve que investigar no sólo para crear la ciudad sino para crear las referencias de esa niña. Si habla de un juego de Atari tenía que saber qué juego estaba de moda en ese momento. Lo mismo con las marcas de los carros, la ropa. Nosotros decimos “Me acuerdo de los 80 perfecto”, pero en qué año daban Magnum, cuándo vi Plaza Sésamo. Me tocó hacer mucha investigación y en cierto momento tuve hacer una línea temporal para ajustar la temporalidad de la novela a ciertas realidades históricas de entre 1982 y 1983.
Quiero invitar al lector a vivir en una novela como habitamos un espacio, un lugar
—Todo eso que al final no hace a la historia pero que hace a la verosimilitud de la historia. Es decir que, al final, sí hace a la historia.
—Me gusta invitar al lector a que se meta en mi novela como en la vida. La vida tiene temporalidades y cambios. Los guayacanes rosados de Cali florecen en dos temporadas al año. Si voy a hacer una novela sobre Cali y tengo dos guayacanes que son importantes en la trama porque me están narrando algo, no puedo ponerlos a florecer cuando a mí se me den la gana. Quiero invitar al lector a vivir en una novela como habitamos un espacio, un lugar.
—¿Qué efectos provoca un premio? ¿Qué cambia al plantear un libro cuando sabés que la lectura va a ser distinto?
—Tengo que repetirme todo el tiempo que lo importante para mí es contar una buena historia. Eso es lo que yo quiero hacer como autora. Hace años, cuando me eligieron en Bogotá 39, me pusieron al lado de grandes escritores que tenían mucho más nombre que yo. Me afectó mucho porque sentía que tenía que probar que me habían elegido bien y que estaba al nivel de esta promesa que dijeron que yo era. Ahí tuve una crisis creativa muy fuerte y publiqué una novela que me pregunto si la hubiera publicado de no haber tenido el afán y la prisa por demostrar cosas. Creo que me apresuré. Luego pasó que mi editorial cerró y el agente que tenía cerró también y me quedé sin libros, sin editorial, sin agente. Como si no hubiera hecho nunca nada. Creo que en esas crisis entendí que no podía estar pendiente del afuera, sino que lo único importante era escribir buenas historias. La perra tuvo un éxito importante, fue traducida a 15 idiomas y hubo otra vez una presión para escribir y aprendí que lo que tengo que hacer es escribir bien. Una amiga me decía: “Estás temerosa que no sea tan buena como La perra y te estás exigiendo más de lo que debés”. ¡No! Me estoy exigiendo como yo me exijo, que es mucho, porque no tengo el talento de muchos de mis colegas que en un año sacan una novela y les queda bien. Yo me demoro muchos años armándola. Eso es lo que me digo todos los días. No me puedo apresurar porque, además, ahora no es como antes, que tenías que esperar para que te dijeran si te iban a publicar o no. A mí me van a publicar porque seguramente tendrán unas ciertas ventas garantizadas. Entonces tengo que cuidar de no entregar algo que no esté a la altura de que yo considere bueno.
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