“Como he sido leído por tan pocos, y por casi nadie del círculo familiar en el que vivo, siento como si la literatura hubiera sido mi vida secreta, de la que nadie sabe nada”, le confió César Aira a Alan Pauls. La ocasión fue una entrevista rara, por muchas razones. La más conocida: el reciente premio Formentor, autor de culto y a la vez bastante más célebre de lo que reconoce, casi nunca da notas. La más interesante: las preguntas las formuló otro escritor argentino, diez años menor, que se formó bajo la sombra terrible de Borges pero también expuesto al influjo delirante de Aira, al escalpelo de Fogwill, a la emoción de Manuel Puig, al brillo de Ricardo Piglia.
A los 72 años Aira siente como si la literatura hubiera sido su vida secreta, le dijo a Pauls, “como si todo lo que escribí estuviera en clave, y ni yo mismo supiera cómo descifrarla, o me hubiera olvidado”.
A estas alturas —ha publicado un centenar de obras— poco importa que él lo ignore: las lecturas de sus libros que ha hecho la generación de Pauls, y también las de quienes tienen cincuenta y pico, y cuarenta y pico, y treinta y pico, han hackeado el código, cada una con su lenguaje de programación propio. Como lo presenta la revista Lengua, de la editorial Penguin RHM, donde salió la entrevista, “Aira es la gran influencia en la literatura argentina de las últimas décadas”.
La obra de Aira, abundante de originalidad e imaginación, mereció también los premios Roger Caillois (2014) y el Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas (2016), y si a finales del siglo XX el público de Ema la cautiva, Los fantasmas, Cómo me hice monja, La guerra de las gimnasios, Las curas milagrosas del Doctor Aira o El congreso de literatura estaba principalmente en su país, las obras del XXI encontraron lectores en Chile, México, España y los Estados Unidos. Entre ellas se cuentan Haikus, El mago, Las noches de Flores, Yo era una chica moderna, Parménides, El error, El santo, Cecyl Taylor, Una aventura, Fulgentius.
Pauls, Premio Herralde por El pasado, es también crítico y periodista. Su obra literaria incluye las novelas El pudor del pornógrafo, El coloquio, Wasabi y la trilogía Historia del llanto, Historia del pelo e Historia del dinero, los ensayos sobre Manuel Puig, La traición de Rita Hayworth, El factor Borges, Temas lentos y La vida descalzo. Muchos de sus títulos están traducidos en una decena de idiomas.
El diálogo entre ambos no menciona la palabra pandemia, pero el COVID-19 lo ronda: “Ahora ya no escribo más en los cafés”, actualizó Aira a Pauls, y Pauls contó las condiciones en que se realizó el diálogo: el autor de Lugones y Cumpleaños, “encerrado en su feudo de Flores, Buenos Aires”; el autor de La mitad fantasma y Trance, “en un apartamento subalquilado de Kreuzberg, Berlín”.
En lugar de Zoom o Skype eligieron el correo electrónico, “la sucursal del mundo virtual que más ha quedado pegada a los usos y costumbres de la vida arcaica”, según definió Pauls, en un intercambio de cuatro idas y vueltas, que incluyeron adjuntos de archivos .odt de Aira (quien usa OpenDocument, una alternativa al Word, abierta y gratuita) que confundieron un poco a su interlocutor, quien los bautizó Oddity.
Aquella euforia salvaje
En la acostumbrada publicación serial de Aira, Lugones parece algo raro: un texto de 1990 que se publicó treinta años después. “Sucede que de cada tres novelas que empiezo termino una, y los restos de las otras me da lástima tirarlos y los dejo ahí juntando polvo”, explicó el autor. “El año pasado hice un poco de orden en la montaña de carpetas con escritos inéditos que se habían acumulado”.
Entre ellas, estaba esta obra que le pareció que valía la pena publicar. “Creo que tiene esa euforia salvaje de escritura que yo tenía antes, y que ha quedado enterrada bajo capas sucesivas de desencantos y desánimos”, dijo Aira, en una suerte de elogio de la juventud que se repitió a lo largo de la conversación. Por ejemplo, cuando Pauls le preguntó por el impacto de la experiencia:
—En nuestro oficio, aprender es aprender a hacer trampas, a disimular deficiencias de la idea y crear falsas elegancias del lenguaje, a llenar el vacío. Si hay algo de veras bueno en lo que hacemos, está al principio, cuando todavía no se ha vivido y la literatura está plena y sin mezcla.
Pero en el momento en que Aira escribió Lugones esplendía la ficción sobre personajes históricos (”o sus parientes, el primo de Hitler, la tía de Verlaine”, ironizó), y no quiso participar. Una cosa es ser de culto y otra, muy distinta, de moda. Sin embargo, ahora, le dijo a Pauls se ha cuestionado por qué tuvo “ese prurito de no hacer lo que hacen los demás”. Y se respondió:
—Creo que cuando uno se hace una idea personal de la literatura es inevitable que termine saboteando su carrera.
—¿Cuál sería tu idea?
—Una idea de alta cultura. Elitista. Lo lamento, pero es así, objetivamente.
La literatura como destino
Acaso esa idea comenzó a forjarse en Coronel Pringles, la localidad bonaerense de donde son Aira y el poeta Arturo Carrera, cuya amistad gestó la revista literaria El Cielo a finales de los sesenta, ambos ya mudados a la ciudad de Buenos Aires. Allí Aira era el único estudiante con anteojos entre los mil niños de la Escuela 2, y pasión era leer. Era bueno en redacción, previsiblemente, y un día topó con la transmutación mágica que hacen las palabras.
Uno de sus compañeros de quinto grado, Lito, había leído un texto sobre la cacería de un oso. Aira esperó que la historia terminara en la realidad: que el desenlace revelara que todo había sido un sueño. Sabía que su compañero nunca había cazado osos. Pero Lito se mantuvo en su ficción. Aira quedó boquiabierto:
—Noté que se abría un abismo frente a mí, y la fascinación y el horror que sentí debían de provenir de la sospecha de que estaba condenado a vivir ahí.
Esa sensación parece continuar en su hacer. Cuando Pauls le preguntó por “los padecimientos míticos del escritor (la página en blanco, sentarse a escribir, terminar)”, Aira le contó que, si bien no sufre ninguno grave, da muchas vueltas antes de comenzar a escribir, “como si empezar fuera meterse en un lugar del que después va a ser difícil salir”. Le pasaba a Puig, recordó.
Como dicen ahora
Varias veces a lo largo de la entrevista Aira se expresó como un hombre del pasado, acaso porque —el que avisa no es traidor— el clima cultural del presente puede clasificarlo como tal: un señor mayor, cisgénero, prestigioso. Para peor, en diálogo con otro señor mayor, cisgénero, prestigioso. Así se lo lee aludir a cosas como “lo que ahora se llama ‘desaprender’” o la falta de plan de su publicación aluvional como algo “orgánico, como se dice ahora del yogur y las aceitunas”.
Y qué decir de cuando Pauls le preguntó por el mito del escritor en la época “del giro autobiográfico y la literatura del yo y el énfasis en el autor y la presencia de los escritores en los medios”:
—Menos mal que el giro autobiográfico se dio cuando ya se habían escrito muchas obras maestras. Se habría perdido mucho si Dante, Shakespeare, Proust o Kafka hubieran dado el giro. Hoy tendríamos mucha información sobre unos señores intensamente neuróticos, y poca literatura.
No obstante, Aira se manifestó ser miembro del club de aquellos que le dan más importancia al escritor que a sus libros, un fiel lector de biografías, diarios y correspondencias. También se ha apuntado en la asociación de relectura, ya que de cada 10 libros que lee, solo uno es nuevo; a veces cree que hace años que solo relee, exageró.
Así se sintió invitado a escribir en el pasado: parte del prestigio de los escritores de su juventud era el aura misteriosa que les daba no estar en los medios hablando sobre todo y nada. “Me he preguntado más de una vez si yo volvería a sentir el llamado de la vocación hoy, con los escritores en la televisión mostrando su vulgaridad y su ignorancia y lo poco misteriosos que son”, le dijo a Pauls.
El método Aira
La entrevista, muy extensa, recorre el universo entero de Aira: desde la primera idea de ficción que tuvo hasta su celebración —hoy casi incomprendida— del surrealismo; desde el sentido de sus finales “decepcionantes” hasta su práctica de avanzar en la trama como una fuga hacia delante, desde su reticencia a hablar de sus contemporáneos hasta sus secretos como traductor de best sellers, sobre la razón por la cual sus libros están llenos de personajes que teorizan y sobre la costumbre de escribir en los cafés:
—Era principalmente un recurso para evitar la concentración, que encuentro muy peligrosa. El escritor concentrado no va a tener más remedio que escribir sobre lo que tiene dentro, en su miserable cajita de recuerdos e impresiones. Ahora ya no escribo más en los cafés, así que cualquier día de estos termino abriendo la cajita miserable.
En ese diálogo surge el perfil de un hombre que nunca ha pasado más que unos pocos días sin escribir, que corrige poco porque inventa a medida que escribe, lo cual lo hace avanzar lentamente y con cuidado, y a quien las interpretaciones críticas de su obra lo dejan frío. Y que, tras una serie de publicaciones tan caudalosa, ha encontrado el modo de reformular el sentido de hacerla:
—Lo que escribo ahora no es tan bueno como lo que escribía antes. Pero eso según las escalas de calidad con las que me manejaba antes. Ahora estoy usando otros criterios, más laxos y a la vez, paradójicamente, más ambiciosos, como que ahora puedo hacer uso pleno de la libertad.
La entrevista completa se encuentra en el sitio de la revista Lengua, de Penguin RHM.
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