Otras cosas por las que llorar no era una novela cuando empecé a escribirla. Ni siquiera se llamaba así. Como Carolina, la mujer que monologa a través de esta historia que me inventé, fui escribiendo retazos, ideas, fragmentos, en papelitos. En el teléfono. Me mandé infinidad de mensajes de audio, de texto. Whatsapp solitarios. Escribí apurada de noche, mientras les leía a mis hijos, al borde de la cama, anotando a veces en los márgenes de libros. Me desperté sobresaltada con alguna idea, una revelación modesta, y como no tenía ni lápiz ni papel a mano, no la escribí. Al otro día no pude acordarme de qué se trataba. Me enojé conmigo.
Yo decía: nunca voy a escribir una novela. Como hoy pienso: nunca voy a escalar una montaña. Una novela era mi Everest. A veces una se afirma en las negaciones, como quien se agarra de un paraguas o del marco de una ventana en un piso muy alto.
La novela que no era novela no fue novela hasta que empezó a serlo. A partir de algún momento, me tomó por completo. Pensaba todo el tiempo en lo que estaba escribiendo. Tenía un subsuelo entero de la cabeza -ese nivel subterráneo de atención que se activa y con el que se sobrevive cuando se tiene hijos y muchas cosas y voces alrededor todo el día- ocupado por Carolina y su patio y su memoria golpeada.
Yo tuve una Carolina en mi vida. Una Carolina de ojos grises, alta y elegante; hacendosa y callada. Buena hasta los huesos. Madre de mi padre, abuela preferida de todos sus nietos, Carolina hacía crecer todas las plantas que tocaba. Yo era su sombra: una sombra flacucha y desharrapada que la perseguía mientras ella hacía sus quehaceres con esmero y resignación. Yo le pedía galletitas y cuentos y la veía hacer, una y otra vez, las mismas cosas. Le preguntaba por su madre, por su hermano, por su padre, dueño de un almacén enorme que ya no existía. Le pedía que me contara cien veces la historia de las monjas que la hacían arrodillarse en el suelo cuando se portaba mal. ¿Vos te portabas mal? Carolina se reía. A veces, sí. Casi nunca salía de su casa: mi Carolina era una mujer de puertas adentro, arisca con los desconocidos. Yo la amaba con locura. Pasé más tiempo con ella, creo, que con casi todos los demás.
La Carolina de mi novela empezó por aquella, pero después se fue haciendo de muchas otras mujeres. Como si construyera una casa en el medio de la nada, con pocos elementos, fui poniendo una capa encima de otra. De a partes. Muy despacio. Entendí que no tenía sentido apurarme; que esto que estaba escribiendo tenía su propia velocidad, su propio tiempo. No iba a poder escalar mi Everest corriendo. Había que hacerlo despacio, con mucha calma.
Fueron tres años de trabajo. En los últimos meses, con la sensación de que el final estaba cerca, sentí el vértigo en la punta de la lengua. Me puse a trabajar como poseída: cuando todos se iban a la cama, yo me quedaba sola, en silencio, borrando, cambiando, releyendo. Entendiendo que lo que quería hacer en esa novela -que ya era una novela- era un trabajo de honestidad. Quería ser honesta conmigo, principalmente conmigo. Disfruté con saña borrando capítulos enteros, cambiando el final. Me contradije, me edité, me impuse cosas. Me tranquilicé: vas a ver que es para mejor.
El 31 de diciembre de 2019, a las seis de la tarde, guardé la corrección final y cerré la computadora. Me esperaba la familia para celebrar el último fin de año de la normalidad. Todos bañados, arreglados, hermosos. Yo, desaforada, con el pelo anudado en la nuca, había puesto el punto que terminaba la novela, mi Everest personal. Que todavía no se llamaba Otras cosas por las que llorar, pero ya era mi montaña más alta.
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