¿Cómo darle luz a algo que estuvo oculto?, ¿cómo sacar de la oscuridad siglos de historia en el arte?, ¿cómo se escriben los relatos?, ¿cuál es el efecto de una muestra rupturista en el público?
Esas son algunas de las preguntas que responde el documental producido por HBO Max Black Art: In the Absence of Light (Arte negro: en ausencia de la luz), de Sam Pollard, que se centra en la historia de cómo los artistas afrodescendientes de EE.UU. fueron invisibilizados y en cómo una retrospectiva de 200 años en una exposición en 1976 influyó y generó a una nueva camada de creadores, activos en la actualidad.
El filme no es en sí un relato cronológico, tampoco posee una mirada romantizada; o sea, no se desarrolla una épica sobre la lucha por tener el espacio correspondiente en la construcción del relato histórico, aunque sí se pone énfasis en los momentos, instituciones y artistas que jugaron un rol importante en todo el proceso que permitió que, en la actualidad, su posicionamiento sea superior al de hace solo una década, pero aún muy inferior a las personas blancas o incluso de otras etnias.
El documental tomó como punto basal para este cambio la exposición Dos siglos de arte americano negro (Two Centuries of Black American Art), de 1976, en el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles (LACMA), la primera retrospectiva sobre la comunidad afrodescendiente, con obras que llegaban hasta los tiempos de la esclavitud. Curada por el artista David Driskell, quien entonces era director del departamento de arte en la Universidad de Fisk, incluyó unas 200 piezas desde mediados del siglo XVIII a mediados del siglo XX.
La exhibición dividió a la crítica especializada y los grandes medios, como el New York Times, la reseñaron de manera negativa y hasta la llamaron un estudio de sociología. Algo que Driskell, comentaba en un programa de televisión de entonces, le resultaba lógico, ya que eran un grupo de personas formadas para aceptar y entender un tipo de arte determinado.
Y aquí se ingresa en algo común en todos los países: la formación educativa bajo ciertos dogmas, que llevan no solo al ocultamiento primero, sino a la desaparición de algunos artistas después. Algo que no es nombrado, con el tiempo deja de existir. Así, los artistas negros y de otras minorías -al igual que en Latinoamérica aquellos que no pertenecieron a ciertos centros o fueron discriminadas por género- pasaron a ser sombras entre sombras. Sin embargo, a pesar de ser desconocidos, a pesar de las malas reseñas, el público acudió masivamente. Fue la muestra de arte, montada dentro del propio país, más exitosa de toda la historia y tras dejar el LACMA pasó por los principales museos de Dallas, Atlanta y Brooklyn.
“El aislamiento no es, y nunca fue, el objetivo del artista negro. Ha tratado de ser parte integral de la corriente principal, solo para ser excluido. Si no se hubiera organizado esta exposición, muchos de los artistas que la componen nunca se habrían visto”, decía Driskell en el ‘76.
El filme también se va bordando con entrevistas al propio Driskell, como a Maurice Berger, historiador y curador del arte -ambos fallecidos por Covid-19- y Mary Schmidt Campbell, presidenta de Spelman College en Atlanta, Georgia, y ex directora del Studio Museum en Harlem, y otros especialistas relacionados a museos y universidades.
A su vez, aparecen una serie de artistas que unen los 70 con la actualidad y que de diferentes maneras fueron impactados por la muestra del ’76. También se reseña, de manera más veloz, las polémicas en torno a la muestra Harlem on My Mind: Capital cultural de la América negra, 1900-1968 del Met de 1969, que era sobre todo basada en fotografías de la ciudad -algo muy criticado por la comunidad, ya que se excluía al arte en general-, como a las protestas de los artistas a partir de Artistas negros contemporáneos en Estados Unidos, realizada en el Whitney Museum en el ’71, que quedó enteramente en manos de un curador blanco, con el sesgo que eso significaba.
Ya entonces se hablaba de tokenismo o “lavado de arte” (artwashing), una acción de los museos a partir de la cual incluían de manera simbólica trabajo afroamericano para mostrar diversidad, término que aún sigue estando vigente, más allá de que los espacios que, a partir del movimiento Black Lives Matter, comenzaron a adquirir más y más piezas. De acuerdo al documental, el 85 por ciento de las obras de los museos en EE.UU. pertenecen a artistas blancos, mientras que solo el 1,2% a negros, dividiéndose el resto entre asiáticos y latinos, en términos generales.
Arte negro: en ausencia de la luz está atravesado por diferentes protagonistas de la escena, como Faith Ringgold, una activista y feminista de 90 años con una mirada política sobre el arte, que produjo que, por ejemplo, no fuera incluida en la exposición del LACMA y que incluso el grupo Spiral, que reunía a los principales creadores del momento, la negaran la pertenencia.
Ringgold lo dice claro, su condición de mujer y sus obras confrontativas la dejaron afuera, pero eso no la desanimó y realizó una serie de protestas donde se reclamaba una mayor inclusión. De los 63 artistas de Dos siglos..., 54 eran hombres. El tiempo le dio la razón y hoy su obra American People Series # 20: Die se destaca en la colección permanente del Museo de Arte Moderno.
Uno de los grandes logros de la pieza es que los artistas que aparecen, con su testimonio, escapan a los lugares comunes y ofrecen una riqueza conceptual sobre su trabajo, al que se debe destacar también, que deja en evidencia cómo la formación no pasa solo por la práctica y la técnica, sino también se revela intelectual, a través de las universidades, grupos de trabajo e instituciones.
Cuando Kerry James Marshall explica por qué una parte importante de su paleta se mueve entre los ochos tipos de negro existentes, no solo habla sobre la experimentación de la mezcla o el tono, sino sobre la diversidad y cómo desde el otro lado se observa la alteridad como algo homogéneo.
Amy Sherald, quien realizó el retrato de Michelle Obama, hace énfasis en la construcción de la mirada de sus personajes. En ellos los ojos son directos, desafiantes en un punto, incómodos y hasta perturbadores. Lo hace, en parte, como respuesta a la construcción de la negritud por parte de los artistas blancos, que solían ser decorativos, como una mascota que gira en torno a su dueño. Sherald es la única que habla de una “fiebre del oro” para los artistas negros, pero desde su perspectiva sucede porque realizan “el trabajo más relevante”.
Kehinde Wiley, quien realizó el retrato de Barak Obama, trabaja con una estética de corte renacentista del cuerpo, la subjetividad de lo bello, traspasado a la cultura actual, con una propuesta colorida en obras que ponen en conflicto al historicismo en aquello de que lo europeo es de por sí lo hermoso. Denuncia, de manera sosegada, el racismo detrás de creer que lo de afuera, que es lo convalidado por ciertos ejes, es lo válido, lo importante, el arte.
Pero sin dudas quien más ingresa en el terreno de la esclavitud es Kara Walker. Su propuesta es dura, sin anestesia, sin lugar para las dobles lecturas. Por eso, ha sido criticada también por una parte de su propia comunidad, lo que genera un nuevo plano de lectura sobre cómo miramos y cómo creemos que debe ser el arte o cuáles son sus límites. Para algunos, sus críticos, lo debe tener, para otros, no.
Su serie de stickers, de sombras, son reflexiones crudas en la que somos a la vez todos y nadie, aunque una de las obras más impresionantes que se muestran es su enorme esfinge de una negra realizada con azúcar, que reflexiona sobre la explotación de esta industria. Allí se puntualiza cómo esta obra opera de manera diferente en los visitantes: mientras para los blancos parece entretenida, pintoresca, para los afroamericanos produce una sensación de desasosiego.
Entre otras polémicas en torno a su trabajo, que sufrió censura y boicots, Betye Saar, que formó parte del Black Arts Movement en los ‘70, corriente que involucró mitos y estereotipos acerca de la raza y la feminidad, tildó a la obra de Walker como “repugnante y negativa y una forma de traición a los esclavos... [y] básicamente para la diversión y la inversión del establecimiento de arte blanco” en otro documental, I’ll Make Me a World.
También aparecen Fred Wilson, quien realiza exposiciones a partir de piezas que los museos no muestran, que se encuentran olvidadas o almacenadas, para sacarlas a la luz de una manera que puedan ingresar en diálogo con la actualidad, o Radcliffe Bailey, un artista que utiliza diferentes materiales en su trabajo, que incluye la pintura, la escultura y el site specific. Se muestra cómo a partir de las teclas de un piano abandonado en la calle construye un océano que refleja la soledad y el olvido.
El filme también ingresa, aunque de una manera más liviana, a los cambios que se produjeron desde el coleccionismo de estos artistas por parte de famosos como Beyoncé o Jay-Z, pero sobre todo se centra en Elliot Perry, ex NBA, quien lo hace desde hace décadas y que pasó de ser tomado como una curiosidad a una figura central a partir de mostrar las obras que adquirió en redes sociales y quien en la actualidad asesora a museos.
Si bien la pieza tiene un enfoque netamente estadounidense, no solo es valiosa por ofrecer un panorama abarcativo -pero no completo, lógicamente- de cómo los artistas pudieron expresar su obra y, también, sobre cómo fue representada la negritud como objeto decorativo y, a la vez, las situaciones que posibilitaron ese traspaso de rol secundario a primario, a partir de una búsqueda de la confirmación de identidad y de generadores de una cultura que no por propia fue de ghetto.
Es valioso también porque permite una traslación hacia el espacio que poseen otras minorías en relación a los centros de poder. Por ejemplo, si se toma el caso de Argentina, se podrían cambiar algunas definiciones, nombres de museos y algo más, pero se podría aplicar a la centralidad como factor determinante de esa construcción, la manera en que la historia del arte se escribió -en su mayoría- en torno a los artistas de los grandes centros urbanos o los que se formaron y/o expusieron en Europa, por sobre aquellos de las provincias con un mercado del arte menor.
También la construcción con una mirada patriarcal, tanto de museos como de muchos historiadores, que fueron limpiando a las mujeres del centro de la escena, tal como lo explicó la curadora Georgina Gluzman a Infobae Cultura, en el marco de la muestra feminista El canon accidental, en el Museo de Bellas Artes.
Sobre el final de Arte negro: en ausencia de la luz aparece Theaster Gates, un reputado artista y profesor formado como ceramista, que a lo largo de su carrera se desarrolló hacia la escultura, el planeamiento urbano e incluso al arte efímero. Gates cuenta cómo había estudiado con los mejores artesanos, pero que no había ninguno negro, ni entonces ni en la historia de EE.UU. hasta que en la muestra del ‘76 aparece David Drake, un afroamericano esclavizado que firmaba sus trabajos como Dave e incluso les tallaba poesía, cuando los esclavos eran analfabetos.
“El arte negro significa que a veces hago cuando nadie está mirando. En su mayor parte, esa ha sido la verdad de nuestras vidas. Hasta que seamos dueños de la luz, no seré feliz. Hasta que estemos en nuestras propias casas de exposiciones, de descubrimiento, de investigación, hasta que hayamos descubierto una manera de ser dueños del mundo, prefiero trabajar en la oscuridad. No quiero trabajar solo cuando se enciende la luz. Mi temor es que nos entrenan y nos condicionan para hacer solo si hay luz, y eso nos hace codependientes de algo que no controlamos. ¿Están dispuestos a hacer en ausencia de luz?”, reflexiona.
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