Tamara Tenenbaum: “Siempre pensé que mi deber era sobrevivir”

Novela de aprendizaje, falsa autobiografía, discusión sobre la memoria y sobre el rol de las víctimas: todo eso parece ser “Todas nuestras maldiciones se cumplieron”, el nuevo libro de la exitosa autora argentina, con cuya protagonista comparten el nombre y varios datos biográficos, entre ellos, la muerte del padre en el atentado a la AMIA, cuando ella tenía 5 años

(Nicolás Stulberg)

¿Cómo leer Todas nuestras maldiciones se cumplieron, de Tamara Tenenbaum? ¿Como una novela de aprendizaje, como una falsa autobiografía, una discusión sobre la memoria, un debate sobre el rol de la víctima en el duelo social? Tal vez, la respuesta, sea: como todo eso.

Cada libro de Tenenbaum provoca un temblor en quien lo lee. Pasó con el ensayo El fin del amor (2019), pasó con los cuentos Nadie vive tan cerca de nadie (2020) y vuelve a pasar ahora. Todas nuestras maldiciones se cumplieron es un gran desafío. Por momentos, casi una provocación.

Escrita con capítulos interdependientes, la historia tiene como protagonista a una mujer joven que es muy parecida a la autora. Tanto, que comparten el nombre. Se lee, entonces, como una suerte de espejo en donde Tenenbaum cuenta su vida: el atentado a la Amia en el que murió el padre, la salida del círculo familiar compuesto por judíos ortodoxos, la compra de su casa —con la indemnización que recibió por la muerte del padre—, la relación con su madre, la vida en pareja.

En un punto, el tono de la novela recuerda a algunos libros de Vivian Gornick —a propósito: Tenenbaum entrevistó a Gornick en la última edición del festival Filba—. Muestra la vida de una joven judía de alrededor de treinta años que mira más allá en una ciudad que oficia de marco y se vuelve un personaje casi tan importante como los demás.

(Nicolás Stulberg)

Me interesa mucho la ciudad como paisaje y me interesa en el sentido de construir un mapa y un territorio”, dice Tamara Tenenbaum en diálogo con Infobae Cultura. “Me interesa para contar cosas. Es un terreno. Incluso cuando en la novela hablo de casas, las nombro con las calles en donde están. El paisaje de la ciudad me interesa literariamente. Yo sé que es muy sigloveintista, pero todavía hay mucho que buscar ahí. Yo miro a la ciudad y está viva, y los barrios de los que uno se va siguen viviendo en uno. Uno va pasando por lugares, va marcando la ciudad y la ciudad sobrevive en uno a la vez que uno la va haciendo.

La fisonomía de la ciudad de Buenos Aires fue cambiando y también fue cambiando la de la comunidad judía. En el libro hablás mucho de los ortodoxos. Hoy, están los lubavitch, que son más visibles.

—Ya estaban cuando yo era chica; Jabad es una comunidad muy antigua. Sí, me da la sensación de que, para quienes no forman parte, Jabad es una de las pocas comunidades ortodoxas que buscan fieles. No buscan convertir gente —porque eso no lo busca el judaísmo—, pero sí buscan judíos laicos que quieran formar parte. Entonces, te los encontrás. Yo vivo en Villa Crespo y me los encuentro en la esquina de Corrientes y Scalabrini Ortiz.

Me fascina el tabú del dinero porque yo no lo tengo

A lo que iba es que, antes, ese movimiento estaba más limitado al Once y ahora se expandió.

—Sí, eso sí. Creo que lo noté sobre todo en los barrios más caretas. Hay muchas familias que ascendieron socialmente y se ubicaron en ciertos barrios. Eso lo veo mucho más ahora que cuando era chica. Pero no sabría decirte hasta qué punto se verifica estadísticamente. La verdad es que somos pocos. Los judíos somos pocos y los ortodoxos, ni hablar. Pero sí, se volvieron más visibles en barrios en lo que antes no estaban y a la gente que vive en Palermo, en Recoleta, etc., les debe llamar la atención. Yo creo que si trazás una historia de la comunidad judía de la Argentina, trazás una historia de la Argentina. De hecho, Josefina Ludmer decía algo así: que la excepcionalidad de la Argentina en América latina era el judaísmo.

Un tema que aparece en la novela con mucha presencia es el dinero. En la literatura argentina parece haber un prejuicio sobre la plata, pero en la novela está presente. ¿Cómo tomaste la decisión de tomar el dinero como tema?

—Me fascina el dinero en la ficción y en la vida en general. Me fascina el tabú, porque yo no lo tengo. Vengo de un barrio de comerciantes, y los comerciantes hablan de plata todo el tiempo. No es un estereotipo negativo, es real. Yo no me crie entre judíos askenazíes acomodados de Villa Crespo, que son los que tienen problemas para hablar de dinero. Me crie entre judíos sefaradíes que se preguntan todo el tiempo quién gana cuánto. Es parte de la conversación cotidiana. Nadie esconde lo que gana. Me sorprendió muchísimo que en la clase media un poco más alta que la mía no se hablara de eso. Y me interesa muchísimo la incomodidad que le produce a la gente como efecto literario, la desconfianza que produce en el lector. También me parece interesante hacerlo desde una voz femenina, que es todavía más incómodo. Es muy extraño no hablar de algo que estructura nuestro mundo. Las diferencias de dinero son, básicamente, diferencias de derecho en el mundo real, y, sin embargo, de eso se habla poco. Lo entiendo de la clase media progresista: todos viven de los padres y nadie lo quiere decir. Todos viven de herencias.

(Nicolás Stulberg)

Pero en tu caso...

—¡Claro! Por eso sentía que tenía que explicarlo. ¿Cómo me compré un departamento? Te muestro cómo: con la indemnización de mi papá. Necesitaba pensarlo. Incluso cuando cobré ese dinero sentí una especie de culpa muy graciosa porque a nadie le puede dar mucha envidia el modo en que yo lo obtuve. ¿Por qué me daba culpa? Si yo no creo en la culpa del dinero, que es un invento de los cristianos que nacieron con plata.

La figura del padre es muy fantasmática en la novela. Tanto, que no se lo ve nunca vivo. Es solo un recuerdo. ¿Por qué?

—Yo nunca lo vi vivo.

Cuando fue el atentado vos tenías cinco años.

—Pero no me acuerdo de nada. Lo que sé de mi papá es más lo que me contaron que lo que yo vi. De hecho, ya ni siquiera puedo distinguir. Yo podría haber investigado y preguntado; fue una decisión no hacerlo. Es muy extraño tener un padre que uno prácticamente no conoció. Hay padres que se borran, sí, pero que se mueran cuando sos tan chico no es tan común. Y tiene la cuestión de haber sido una muerte que muchísima gente recuerda. Vos te debés acordar del atentado de la AMIA mucho mejor que yo.

Todo el mundo sabe dónde estaba cuando fue el atentado a la AMIA. Lo primero que pasa cuando menciono la AMIA es que la gente me cuenta dónde estaba

Sí, claro. Estaba en el aeropuerto de Mendoza.

—Todo el mundo sabe dónde estaba. Lo primero que pasa cuando menciono la AMIA es que la gente me cuenta dónde estaba.

¿Y vos dónde estabas?

—En mi casa, me parece. No lo puedo decir con seguridad. Tengo el recuerdo de que se apagó la tele, porque vivíamos a cinco cuadras, pero nunca pude comprobar si ese recuerdo era cierto. Mi mamá no se acuerda. Quería que la novela mostrara eso también. Puedo construir la historia de mi papá, pero me interesaba contar cómo es crecer con una muerte que uno no presenció y todos los demás sí. Es una experiencia extraña. Especialmente cuando sos como yo, una pésima víctima que no se ocupa de nada.

¿Por qué no lo hacés?

—No tengo interés.

(Nicolás Stulberg)

Pero no te llama la atención que después de tantos años la Justicia...

—¡Sí, obvio! Pero no tengo nada que hacer ahí. No soy abogada. No es una causa que me represente en términos emocionales. Es importante políticamente que se esclarezca, pero no me juega nada emocionalmente. Cada uno vive su victimidad como puede.

Hay una relación de proximidad y distancia entre el hijo cuyo padre murió en la AMIA y aquel cuyo padre murió en la ESMA. En relación a eso, en el libro decís, cito de memoria, “a las hijas no nos interesa cómo mueren los padres”. Es una frase complicada de decir.

—Yo la pongo claramente en un sentido provocador. Ni siquiera sé si la pienso; yo no pienso todo lo que dice el personaje de la novela. Tengo esa frialdad, pero me gustó explotarla al máximo, para ver qué le pasaba al lector. Me gusta la incomodidad, me parece positiva. De ninguna manera les diría a los demás cómo tienen que sentir, pero, a la vez, me gusta hacer sentencias universales: todos los hijos lo hacemos, los hijos de HIJOS también. Gustamos de jugar ese juego de la experiencia colectiva, de la experiencia compartida. Esa frase me la criticaron muchas personas. Es algo que yo recontra siento y, más allá de eso, me gusta lo que produce.

¿Puede ser que esa frase me convoque de una manera distinta, porque soy de una generación mayor?

—Es posible. Creo que tiene que ver con ser víctima. Yo no pensé en los ecos de los desaparecidos cuando la escribí. No porque no sea algo en lo que piense, aunque seguro lo pienso menos que la gente que tiene quince años más que yo. Lo que pasa es que esa frase es una protesta contra la obligación de ser un tipo de víctima. ¿Yo tengo que ir al acto de la AMIA? ¿Tengo que militar? Quién lo dice. Por qué. ¿Encima de que te pasa esto, tenés un deber? Siempre pensé que mi deber era sobrevivir. La frase es una protesta contra la idea de la víctima responsable. Yo quiero ser una víctima irresponsable. Yo rompí con la comunidad, no frecuento ni la AMIA ni la DAIA y me importa mucho no hacerlo. No me gustan nada los manejos que hay ahí y quiero quedar al margen.

Protesto contra la obligación de ser un tipo de víctima. ¿Yo tengo que ir al acto de la AMIA? ¿Tengo que militar? Quién lo dice. Por qué.

Otra frase del libro: “Todo lo que uno mira muy de cerca se vuelve una familia y la familia es un espanto”. Me hace acordar a un poema de Fabián Casas que dice “Todo lo que se pudre forma una familia”.

—Iba por ese lado. Cuando la escribí pensaba en esa frase; soy fan de Fabián y me lo sé de memoria. Es una frase que articula la dificultad de la narradora para comprometerse con lo que sea: con la causa, con el judaísmo, con la familia. Es la huida como una actitud permanente. Se supone que debería estar formando una familia para ella misma, ¿no? Y evidentemente no le está saliendo muy bien o, por ahí, le está saliendo bien y se quiere escapar.

En el libro hablás de la familia, del dinero, del sexo. Hablás poco de amor: ¿ése es el tabú? ¿Es el fin del amor?

—Es un tema que se me hace muy difícil. Por eso me molesta tanto que todo el tiempo me lo pregunten. Además estoy harta de hablar de El fin del amor.

Pero van a hacer una serie con Erika Halvorsen.

—La serie está buenísima; estoy muy contenta. En la serie también hay poco amor. Los amores que salen bien son un tema difícil para escribir, no sé cómo se hace.

En los cuentos de Nadie vive tan cerca de nadie hay algunos amores que salen bien.

—Sí, pero son de varones. Como mujer me cuesta un poco más. No lo tengo resuelto. Me cuesta. No le encuentro la vuelta a escribir sobre gente enamorada. No es que no me interese el amor: me encanta y me encanta enamorarme. Me cuesta en términos literarios. Es difícil escribir novelas de amor en el siglo XXI. Quién escribe buenas novelas de amor en el siglo XXI. Yo no las leo. O no las conozco. Son las grandes novelas del siglo XX, pero en el siglo XXI no es tan fácil ponerle épica y que no se sienta viejo. En realidad, el gran tema de ahora es el desamor. Las grandes novelas de amor del siglo XXI son las novelas de separación. Eso me resultaría más fácil de escribir si tuviera que hacerlo, pero no lo haría tampoco.

El fin del amor habla de un nuevo tipo de feminismo. ¿Todas nuestras maldiciones se cumplieron, también?

El fin del amor es un ensayo, tiene ideas organizadas. Este, quiero creer que no y por eso a tanta gente no le gusta. Yo creo que habla de un mundo de mujeres y habla de una relación con lo masculino. Quizá sea un libro feminista, pero pienso que habla de una relación con lo masculino que es una mezcla de desdén y admiración y extrañeza. Me interesaba recoger la forma de “feminismo/machismo” de mi mamá y mi abuela que es la de hacer todo porque los varones no saben hacer nada. Es una forma de “feminismo/machismo” con la que yo crecí.

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