Pasiones, existencialismo y belleza: Sabato, un universo literario más allá del tiempo

A 10 años de su partida es válido recordar por qué su trilogía “El túnel”, “Sobre héroes y tumbas” y “Abaddón, el Exterminador” continúan siendo obras fundamentales de la literatura latinoamericana

Ernesto Sábato por Aldo Sessa

Era difícil encontrar, entre quienes fuimos adolescentes lectores en los años ’70, alguien que hubiese escapado a la fascinación de El túnel (1948). De ahí solíamos pasar a Sobre héroes y tumbas (1951) que compartía con Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal y con Rayuela (1963), de Julio Cortázar, la condición cósmica de “novela total”, un concepto que Ernesto Sábato desarrolló en ensayos como El escritor y sus fantasmas (1970). Su obra nos seguiría acompañando como parte de la biblioteca fundamental y formativa que se adquiere en ese período clave de la vida. Y, en particular, su presencia.

Como Borges, Sábato era obvio. No porque ninguno de los dos fuese precisamente “simple”, sino porque ambos, por distintas razones y desde sus disímiles personalidades, formaron parte imprescindible y naturalizada de la escena pública argentina. Hubo un tiempo en que los escritores (entre ellos, algunas escritoras, como Beatriz Guido, Marta Lynch, Silvina Bullrich e incluso Victoria Ocampo) fueron conocidos y familiares para un vasto público que podía, o no, haber leído sus obras, pero que sabía quiénes eran y a qué se dedicaban. No era necesario, para ser convocados en programas de interés general o para aparecer asiduamente en los medios, que ejercieran como comentaristas de la cotidianeidad política, o que fueran activistas de determinadas causas. Se suponía que quienes se dedicaban a la literatura tenían, desde esa actividad creativa e intelectual, pensamientos y experiencias lo suficientemente gravitantes como para interesar a toda la sociedad. Se suponía, también, que los libros (incluso los literarios), hablaban del mundo y poseían el poder de modificarlo. O de modificar las conciencias humanas.

Quizá Sábato, que sobrevivió a tantos coetáneos, fue el último en representar entre nosotros ese papel, o ese valor, que se les asignaba a los autores de ficción. Aunque en sus últimos años vivió retirado, su muerte, hace una década, causó un fuerte y prolongado impacto, en la Argentina y en el extranjero. Su cara inconfundible, sus anteojos oscuros, cubrieron literalmente, durante muchos días, el edificio La Plata sobre la 9 de Julio, a metros del Obelisco. La gigantografía, realizada sobre una foto del artista Daniel Mordzinski fue parte del homenaje rendido por la Ciudad de Buenos Aires a este bonaerense oriundo de la localidad de Rojas que pasó buena parte de su vida en el conurbano y que dejó un inolvidable mapa literario de la Capital en Sobre héroes y tumbas, consagrada como un clásico de las letras en castellano.

Hijo de Francesco Sabato y de Giovanna Ferrari, inmigrantes italianos (su madre era también de origen albanés), Ernesto Roque se crió en una familia patriarcal y numerosa, junto a otros diez vástagos varones. Al nacer, recibió el nombre del hermano que lo antecedía y que acababa de morir. Esta circunstancia, relatada siempre a sus biógrafos, fue traumáticamente vivida; lo convirtió en lo que llama el psicoanálisis “niño para el duelo” o “niño de reemplazo”, menos valioso por sí mismo que como paliativo del dolor de la madre ante la pérdida del otro. Y determinó la sobreprotección materna durante su infancia y la de su hermano Arturo (el siguiente y último hijo). Hechos como este ingresaron, transfigurados, en la narrativa de Sábato, que proyecta experiencias del autor empírico sobre “alter egos” o es abiertamente autoficcional, como en la última de sus novelas, Abaddón, el Exterminador (1974). Allí un personaje protagónico, también escritor, llamado como él (con la diferencia de una tilde: Sabato, en vez de Sábato), coexiste en el mismo plano con personajes de sus propias novelas, como si todos pertenecieran a un mismo nivel de realidad.

Al comenzar la secundaria abandonaría el entorno familiar y rural donde sus padres explotaban un molino harinero, para ingresar en el Colegio Joaquín V. González, dependiente de la Universidad Nacional de La Plata. Descubriría al mismo tiempo las matemáticas y la literatura, junto a profesores como el pensador y poeta Ezequiel Martínez Estrada y el humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña. Este último iba a recomendarlo años más tarde a la revista Sur.

Su primera opción sin embargo, no serían las Letras. Ingresó a la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la Universidad de La Plata y terminó doctorándose allí, después de haber interrumpido por un tiempo sus estudios. La militancia en el Partido Comunista lo llevó a Bruselas como delegado al Congreso Internacional contra el Fascismo y la Guerra. Lo que pudo percibir sobre el régimen estalinista lo decepcionó al punto de no seguir hasta la URSS, como estaba programado. Abandonó sus planes y la militancia, recaló primero en París y regresó luego a La Plata para reanudar su carrera. Allí se casaría con Matilde Kusminsky Richter, madre de sus hijos Jorge Federico y Mario, que sería una compañera decisiva no solo en la vida, sino para el desarrollo de su obra de creación.

Ernesto Sabato junto a su mujer, Matilde Richter

Sábato volvió a Francia después, de forma ordenada y profesional, como becario sobresaliente del Instituto Curie. Pero la estancia lo llevó más bien a sumergirse en otras formas de conocimiento. En este período se vinculó con pintores y poetas surrealistas (el español Oscar Domínguez, el francés André Breton, el rumano Tristán Tzara); también él escribía (su novela inconclusa La fuente muda, antecedente de Sobre héroes y tumbas) y pintaba, aunque sin dar a conocer sus obras. Las turbulencias de su juventud y en particular las experiencias de París, han sido ficcionalizadas fragmentariamente, desde los personajes de Fernando y Bruno, en Sobre héroes y tumbas y también narradas en forma más directa por el personaje Sabato, en Abaddón, el Exterminador.

Ya en la Argentina, después de una estadía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, se desempeñó como profesor en la Universidad y comenzó a publicar ensayos en medios culturales, desde la revista Teseo, de La Plata, hasta Sur o La Nación. En un momento dado, sintió que estaba frente a una bifurcación de caminos, una elección imprescindible. Decidió dejar la carrera científica y consagrarse enteramente al arte, en particular a la literatura, como camino de conocimiento integral de la realidad humana, más allá del universo incorruptible descrito “por los transparentes pero rígidos teoremas”.

Su tránsito de las ciencias a las letras, de la física a la metafísica, no transcurrió sin escándalo. Profesores y colegas intentaron disuadirlo de todas las maneras posibles. La reacción que despertó en el estricto ámbito de las ciencias llamadas duras fue equivalente -dijo alguna vez- a la que hubiese provocado en su familia una honesta y previsible ama de casa que decidiera, de pronto, entregarse “a las drogas y la prostitución”.

Ernesto Sabato y Jorge Luis Borges

El debut literario de Sábato no se produjo con una novela sino con una singular creación ensayística: Uno y el universo (1945), “diccionario” heterodoxo de perplejidades e iluminaciones, donde figuran definiciones como estas: “Genealogías: hay gentes que se enorgullecen de sus antepasados. Sin embargo, es preferible enorgullecerse de ser el antepasado de otros”. O: “Gengis Kant: bárbaro conquistador y filósofo alemán”. Esta síntesis paradójica, alianza de los extremos, coincidencia de los opuestos, define su propia aspiración estética tal cual se expondría, mucho más tarde, en Abaddón, el Exterminador: “En realidad, sería necesario inventar un arte que mezclara las ideas puras con el baile; los alaridos con la geometría. Algo que se realizase en un recinto hermético y sagrado; un ritual en el que los gestos estuvieran unidos al más puro pensamiento y el discurso filosófico a danzas de guerreros zulúes. Una combinación de Kant con Jerónimo Bosch, de Picasso con Einstein, de Rilke con Gengis Khan”.

He aquí la ambición de la “novela total”, que Sábato asume como uno de los grandes legados del pensamiento romántico y que llega a su paroxismo en el gran experimento de Abaddón, con el que culmina su trilogía narrativa.

Aunque las tres novelas forman un conjunto de sentido que puede verse como tal en perspectiva, El túnel (1948), considerada en sí misma, es una novela breve, muy distinta en cuanto a su composición narrativa, de las otras dos. Se publica por primera vez con el sello Sur, gracias al mecenazgo de Alfredo Weiss.

En las tres obras, el peso de lo filosófico es enorme. Puede decirse que ellas van desplegando una teoría del conocimiento a contracorriente del racionalismo. Si Sábato decide abandonar la ciencia no es porque niegue el conocimiento científico en sí mismo, sino porque advierte sus limitaciones para abarcar la totalidad de lo real, la condición de la criatura humana como existente complejo, el misterio de la vida, imposible de reducir a lo medible y cuantificable.

No es la ciencia sino el cientificismo, como parámetro legitimador absoluto de las búsquedas cognoscitivas, lo que se coloca en tela de juicio. Y puesto que de arte se trata, ese cuestionamiento no se plantea de manera abstracta, sino encarnado en relatos, en personajes, en densos símbolos (que pasan sobre todo por un eje: la luz y la oscuridad, la vista y la ceguera). El conocimiento que el arte proporciona está más allá de la lógica binaria, de la nitidez inequívoca. Es turbio, ambivalente, polivalente, no se apega al paradigma occidental del Logos, del intelecto, representado por la transparencia impoluta de la visión y la luz meridiana. Es un saber que incluye necesariamente sumergirse en el cuerpo y las pasiones, bucear en la oscuridad.

El Túnel

El túnel llamó de inmediato la atención, en la Argentina y en el extranjero; fue rápidamente traducida al inglés y el francés. Albert Camus recomendó su publicación en Gallimard. El relato se propone como un policial en el que, sin embargo, ya se conoce de entrada quién es el asesino: el narrador mismo. Su crimen es su tarjeta de presentación: “bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.”

Irónicamente, las explicaciones sobre la persona de Castel y el acto que lo llevó a prisión constituyen el libro: la confesión que escribe el asesino con la remota esperanza de ser comprendido, aunque lo crea casi imposible: “Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.” De aquí en más leeremos una historia extraña y extrema, protagonizada por un varón solitario, misántropo, incomunicado, que se siente vivir dentro de un túnel. En cuanto a María Iribarne, sabremos de ella lo que él nos pueda y nos quiera decir. Nos la describirá por primera vez en una galería, detenida frente a una pintura de Castel. Allí hay una escena que ninguna otra persona advierte: una ventanita sobre el ángulo izquierdo, en la que puede verse una mujer sola mirando el mar. Con ese cuadro empieza el quiebre, el estallido de la “cosa intelectual”, la arquitectura racionalista que los críticos encuentran en la obra del pintor. La escena casi secreta es una clave y una llave: del ser de Castel, del sentido de la realidad. A María le atribuye el pintor la capacidad reveladora de activarla.

Se ha debatido mucho sobre El túnel desde el ángulo psicoanalítico, desde la filosofía existencialista. Siempre podremos leer la novela como una búsqueda trágicamente equivocada de amor y de conocimiento, llevada a cabo por un antihéroe masculino que pretende someter los complejos sentimientos humanos a una racionalización delirante. Que nunca ve a la mujer que dice amar en y por sí misma, sino como instrumento para comprender y curar su soledad y su desdicha. La acusa de supuestas infidelidades, exige su entrega y su dependencia totales. Quiere conocer el más íntimo de sus pensamientos, controlar todos sus actos. Al asesinarla consuma un intento fallido de posesión absoluta: “empecé a sentir una rara voluptuosidad, que ahora atribuyo a la certeza de que realizaría por fin algo concreto con ella. Con ella, que había sido como alguien detrás de un impenetrable muro de vidrio, a quien yo podía ver, pero no oír ni tocar; y así, separados por el muro de vidrio, habíamos vivido ansiosamente, melancólicamente.”

Castel destruye a María y destruye su propia pintura, que los ha unido. En su afán por verlo y entenderlo todo, se comporta como un ciego. Mientras que el ciego real, personaje de la novela: Allende, el marido de María Iribarne, es quien le reprocha su insensatez y su locura. Así aparecen ya en esta primera novela, el eje semántico vista-ceguera y la lucha fallida del buscador por transformar el encuentro erótico en la posesión de un inalcanzable conocimiento absoluto.

Sobre Héroes y Tumbas

Semejante a Castel en muchos aspectos es Fernando Vidal Olmos, gran figura antiheroica de Sobre héroes y tumbas, contracara del joven Martín del Castillo. El nexo entre ambos es Alejandra, hija de Fernando, amada por Martín, que transita con él por diversos lugares de la Buenos Aires visible y que le abrirá otras puertas, las del tiempo, las de la Historia nacional, a través de sus relatos y los del bisabuelo Pancho, sobre la Argentina de la Colonia, la Independencia y las Guerras Civiles. Fernando, por su lado, iniciará, bajo la superficie de la ciudad, en las cloacas de Buenos Aires, uno de los viajes más alucinantes y memorables de la literatura argentina.

Llevado a ese ámbito por su obsesión de indagar en el origen del Mal que supuestamente gobierna el mundo a través de la Secta de los Ciegos, Fernando ingresa en una zona fantasmagórica y onírica, donde la realidad habitual se suspende y su propia identidad se desfigura y se deshace. Plurisémico, abordable desde múltiples registros, este viaje lo lleva más allá de los orígenes de la especie humana, fuera de las contradicciones y los opuestos, de “las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad…” En las experiencias de enceguecimiento, inmersión, devoramiento y cópula que sufre este “buscador capturado”, estallan los límites de la razón, triunfa un “conocimiento por el tacto” que supone la fusión del sujeto y el objeto, se desplaza el eje del Logos occidental masculino (asociado a la luz y claridad), hacia lo negado por la razón dominante: la oscuridad, el cuerpo, la materia, asociadas con lo femenino. Se tambalea y explota, en suma, el orden simbólico (¿la diferencia binaria y jerárquica de los géneros, entre otras disparidades?) sobre el cual se organiza el mundo humano.

Se vuelve, así, a un “Original perdido”, o a la Unidad primordial, para barajar y dar de nuevo. En esa experiencia necesaria y atroz, se destruye la pareja incestuosa que forman Fernando y Alejandra y se purga la criminalidad de la Historia patria. Por eso Martín puede liberarse y salir hacia el espacio utópico del Sur (concebido como espacio vacío y prístino) después de que todo se ha consumado: la muerte de Alejandra y de Fernando; el incendio de la decadente mansión de los Olmos.

Las experiencias finales de Fernando en la Cloaca parecen extraídas del más fabuloso de los mitos, de un relato de Lovecraft, de un cuadro del Bosco, de una obra de arte surrealista. Pero coexisten, en la novela, con el mapa real de una ciudad babilónica, figura del cosmos (Buenos Aires) donde de algún modo todos son extranjeros y exiliados. Y con una Historia nacional de desgarramientos internos, de dicotomías que siguen aflorando en las batallas políticas del presente (estamos en 1955), paralelas a las luchas del pasado.

Lavalle, patriota de la Independencia pero también culpable de desencadenar la Guerra Civil con la ejecución de Dorrego, es evocado permanentemente a lo largo de la novela. No es un prócer, sino un fantasma derrotado que reconoce su culpa, mientras sus hombres, en huida hacia el Norte, intentan salvar su cabeza de la deshonrosa exposición pública. Sin embargo, aún hay ideales en los jóvenes vencidos del pasado que forman la legión (el alférez Celedonio Olmos), y vuelve a haberlos en Martín, que ha atravesado y superado la tentación del suicidio y transita la geografía de la patria hacia el futuro del Sur.

La figura de Bruno Bassán, por otro lado, equilibra y compensa la de su coetáneo Fernando. Por él pasa el eje de la reflexión madura, la aceptación de los claroscuros y la ambigüedad de la vida, la voluntad de tolerancia e integración. A través de él, sobre todo, se vehiculiza la discusión sobre “lo argentino” y “lo nacional”, la relectura del peronismo, el “compromiso” del escritor y el papel de los intelectuales.

También los migrantes que llegan del interior, las provincias de antiguas raíces históricas, amerindias, y la inmigración externa que se concentra en la ciudad del puerto, presentan constantemente ante los lectores la cuestión identitaria, fundamental para esta novela, en un logrado ensamble de escenarios, de personajes y de voces, donde la oralidad popular imprime su marca.

Abaddón, el Exterminador

Resumen y exacerbación de la obra narrativa anterior, Abaddón, el Exterminador (1974) es, quizá sobre todo, una novela metaliteraria, es decir, una novela sobre el arte de novelar, donde el autor se transfigura en personaje y se mueve en los espacios cotidianos y en los territorios indecisos de lo visionario y de lo onírico, junto a las criaturas de su propia invención. Martín, Alejandra, Bruno, Tito d´Arcángelo, Juan Pablo Castel, el loco Barragán y Quique retornan desde El túnel y desde Sobre héroes y tumbas para encontrarse con un creador que, lejos de ser todopoderoso y omnisciente, vive (o se sobrevive) tan perplejo como ellos, en un mismo plano ontológico.

No por esto –como a veces pasa en muchos textos experimentales-- la gravitación de lo reflexivo y lo teórico ahoga el dramatismo de las situaciones y la vitalidad de los personajes. Al contrario, la violenta melancolía, la inmersión en lo ominoso y lo siniestro, la crueldad que signa los enfrentamientos en el seno del cuerpo social se exasperan en esta novela cuya acción central se sitúa en los años setenta, cuando el terrorismo de Estado (que representaba entonces la organización Triple A) comienza a cobrar víctimas. El Dragón llameante visto por Natalicio Barragán, la muerte por torturas de Marcelo -que se ha negado a delatar a Palito, su amigo guerrillero- anuncian un tiempo de exterminio.

Por otro lado, Sabato personaje, heredero de Fernando Vidal Olmos, asume una incursión similar por el territorio de los Ciegos (el lado prohibido del conocimiento, el deseado y temido reencuentro con el origen) y enfrenta la creación como un acto de riesgosa metamorfosis, que concluye y complementa las transformaciones y avatares de Fernando en la Cloaca. Más que nunca, la escritura es concebida y ejecutada como el arte de ver en la oscuridad para descubrir, con un ojo nictálope, un ojo capaz de ver en la noche, la dimensión negada que se oculta al peso y la medida de la razón diurna.

El premio Nobel portugés José Saramago abraza a Sabato (AP)

La anomalía de esa mirada se refracta sobre el orden de la novela que leemos: construcción en astillas, deliberadamente fragmentaria, collage multiforme o aparentemente informe que, como el Guernica de Picasso, dibuja el panorama de un mundo en escombros. Con pluralidad de voces y de miradas, saltos en el espacio y en el tiempo, memorias de la comunidad y memorias propias, cartas, ensayos, poemas, noticias periodísticas, diarios personales, reportajes, debates, diálogos, pesadillas, Abaddón... apela a todas las modalidades de la palabra y a todos los registros del significado. Instaura así una realidad coral, traspasada por visiones inexplicables que atraviesan, como un fogonazo, la trama rutinaria y perceptible de la causalidad.

Fuera de rígidas clasificaciones genéricas y, al tiempo, summa de los géneros literarios, Abaddón... es, a su manera, una novela total que paradójicamente ilustra, desde sus rupturas, el fracaso de los grandes relatos, la quiebra de cualquier idea armoniosa de totalidad. Un texto que parece responder, como ningún otro escrito por Sábato, a la sensibilidad que hoy llamamos posmoderna.

Después de Abaddón, Sábato publicó libros de ensayo y memorias. Los últimos son Antes del fin (1998), La resistencia (2000) y España en los diarios de mi vejez (2004). Siguió dando respuesta, en ellos, a nuevas generaciones que, como siempre lo habían hecho los más jóvenes, buscaban en sus libros claves existenciales.

Hoy vivimos la era de Black Mirror. En ese contexto, sus cuestionamientos a un mundo deshumanizado e instrumentalizado por la tecnocracia, adquieren una nueva resonancia. Y hay llamamientos que no podemos sino suscribir y que quizá sea bueno escuchar, ahora que la pandemia está cambiando el mapa de nuestras vidas. Dice en La resistencia: “Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros camina lentamente? Pero el vértigo no está solo afuera, lo hemos asimilado a la mente que no para de emitir imágenes, como si ella también hiciese zapping; y, quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca. Este común destino es la gran oportunidad, pero ¿quién se atreve a saltar afuera?”

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