Betina González y un adelanto de su nuevo libro, “La obligación de ser genial”

Infobae Cultura publica un fragmento del capítulo “La lengua ‘equivocada’”, del conjunto de ensayos y crónicas de la autora argentina publicado por Gog & Magog, en el que se pregunta de qué manera nos relacionamos con los libros que escribimos y leemos

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“La obligación de ser genial”
“La obligación de ser genial” (Gog & Magog), de Betina González

1.

Estoy sola en una ciudad en la que los inviernos duran cinco meses y la noche llega a las cuatro de la tarde. Nieva. El hombre con el que comparto mi vida trabaja turnos de doce horas en un hospital, casi no lo veo. Voy a clases en las que se habla más de colonialismo, vanidad y sociopolítica que de literatura. Hago panes y tortas como si fuera a entrar a una competencia de repostería; leo con desesperación. Casi no salgo de la casa, excepto para ir a la biblioteca, de la que siempre vuelvo con más libros de lo que planeaba. Tengo las obras completas de Henry James y de Katherine Mansfield, novelas de José Bianco, de Manuel Puig, de Lezama Lima, de María Luisa Bombal y varios libros de viaje de Sir Richard Burton desparramados como talismanes sobre mi escritorio y el piso de linóleo oscuro de mi habitación. Paso mucho tiempo online. Compro cosas que no necesito solo para tener algo que esperar, aunque sea un paquete. Así, en medio de la mañana, suena el timbre y... ¡sorpresa! Un regalo de mí para mí. La alegría dura lo que tardo en bajar las escaleras y recibirlo de manos del cartero. Un bolso de playa, un libro sobre cómo hacer tu propia huerta, zapatos con los que podría desnucarme, todo va a parar al fondo del clóset, donde se acumula la vida que algún día tendré y que, me aseguro, me encontrará preparada. De hecho, prepararme para ella es lo único que hago.

Un día bajo al sótano a lavar la ropa y mientras la voy arrojando al aparato se me cae una lágrima, después otra. Es mi cuarto invierno en Pittsburgh. La gente me advirtió de este sentimiento. Otros extranjeros me dijeron: hacé amigos, hacé deportes, no basta con leer y escribir. Si para San Valentín estás sola y encerrada es muy difícil llegar al fin del semestre. Algunos se compraron lámparas de vitaminas. Otros formaron parejas inconvenientes para burlar esa profecía.

Los que nacieron y vivieron toda su vida en esta ciudad parecen saber qué hacer: se juntan en un bar de karaoke, uno de los pocos en los que todavía se puede fumar (tiene un nombre que le va bien: Nico’s Recovery Room). Envueltos en nubes de tabaco, comen alas de pollo y toman jarras y jarras de cerveza mientras se turnan para cantar y aplaudirse. Nunca faltan a su trabajo, tal vez ni siquiera se engripan. Sus hijos siguen yendo a la escuela en medio de tormentas y vientos helados (las clases no se suspenden, acá nunca es suficiente la nieve como para convocar una catástrofe). De día, miran fútbol, esculpen calabazas, cocinan pasteles de nuez, arman sus árboles de Navidad. El invierno es el tiempo de las supersticiones, no importa que hayan olvidado su contenido. Repiten los ritos de sus antepasados como rezando en un idioma que no conocen a dioses más viejos y benévolos que el que tienen ahora. Y les funciona. Los veo divertirse con sus perros y sus niños en las plazas y me parecen hermosos, invencibles. Juegan a tirarse bolas de nieve o corren en shorts alrededor del hospital, donde todos los días las veredas son espolvoreadas con sal para que nadie se resbale. Pienso en el resto de los habitantes de esta zona tan cerca del Polo norte. En los osos y en los roedores dormidos en sus cuevas y en sus túneles. En las semillas, que durante el frío se retiran a meditar su forma secreta. Hay sabiduría en retirarse, pienso. Si solo supiera cómo.

De vez en cuando suena el teléfono o recibo un mensaje de alguien invitándome a una fiesta o a tomar un café. Pocas veces acepto. Tampoco sé cómo hacer eso: ir hacia completos extraños y entregarles mi vida durante unas horas. Porque eso es lo que pasa en esas reuniones: hablamos de nuestros países, de nuestras familias, de libros, de la comida o de la ropa como actores en una obra sin público. Hablamos en inglés y esa lengua transforma lo que digo en algo sólido y a la vez quebradizo, como una pista de hielo por la que me deslizo sabiendo que debajo existe la vida verdadera —dormida, quizás incluso monstruosa— que no para de reclamarme. Así, deslizándome apenas por las palabras he hablado de Borges, del Che, de las maldades y bondades del comunismo en Cuba, de mi tiempo en el desierto, de los mejores lugares para hacer yoga, de las recetas para ñoquis, incluso —oh, sacrílega— de mis seres más queridos en este planeta. Al día siguiente, después de esas fiestas, intento sacudirme la sensación de impostora sentándome a escribir antes de ir a trabajar. Mi trabajo consiste en enseñarle español a un grupo de jóvenes interesados en captar el mercado latino, en combatir la criminalidad o en irse de fiesta a Cancún. De vez en cuando, aparecen alumnos diferentes, brillantes, que quieren otras cosas: viajar para entender de verdad qué es ser estadounidense, leer a Lorca en su idioma original, ser parte de organizaciones humanitarias. Pero este semestre no tengo esos alumnos. Afuera sigue nevando y las clases no se suspenden, nadie parece darse cuenta de que el invierno es un ensayo general para la muerte. “¡Pero es mi lengua!”, quisiera gritar (mi trabajo consiste, en realidad, en hundir el corazón en un pozo de cal mientras enseño el subjuntivo). Entonces, cuando todavía no amanece, moviendo cada músculo y cada tendón como si pertenecieran al cuerpo de otra, aparto las sábanas y el edredón de plumas, salgo de la cama, enciendo la computadora y apoyo las manos sobre el teclado, esperando recuperar algo de lo que vengo perdiendo y no sé bien qué es, esperando, a lo mejor, recuperarme. La mayoría de las veces me ocurre en la lectura. Leer o escribir es para mí eso, un sol diminuto que nace en una página y me aleja de la muerte. Pero este es mi cuarto invierno en Pittsburgh y hace rato que eso no me pasa.

Me pasa otra cosa: en medio de una frase cualquiera, la palabra precisa, la que escribo sin darme cuenta es reluctant o self righteous o understated y por unos segundos ni siquiera me doy cuenta de que mitad de la oración está en castellano y mitad en inglés. Otras veces, en conversaciones telefónicas con mis amigos de Buenos Aires, les hablo de la “pinche” secretaria y del “niño” que vi llorando en un “parking lot”. Es obvio que esto viene pasándome desde hace tiempo —llevo siete años en Estados Unidos— pero recién este invierno, en el que estoy encerrada luchando por escribir la historia de un hombre que encuentra a una mujer escondida en uno de sus armarios, me doy cuenta de lo que eso significa. Esta vez, la pelea no es con la trama ni con los personajes ni con la ciudad, que en mi imaginación veo con una nitidez que no tuve para otras novelas. La pelea ocurre antes de todo eso. No es el invierno, la falta de vitaminas o la soledad, la lucha es por las palabras y la estoy perdiendo.

2.

Perder las palabras es algo que le ocurre a cualquier escritora que viva un tiempo en una comunidad de hablantes de otra lengua. No es algo necesariamente a lamentar: en esa pérdida puede haber también hallazgos. Años atrás, en Texas, tuve una de mis primeras experiencias al respecto. Ocurrió en una clase de la Maestría Bilingüe en Creación Literaria de la Universidad de Texas El Paso, a la que acababa de llegar como estudiante. Todavía descolocada por el calor, la comida y la frontera, por la policía, el spanglish y el hecho de vivir en una zona donde todos los días se encontraban cadáveres de mujeres asesinadas; todavía desconcertada por volver a ser alumna a una edad en que mis colegas ya estaban escalando puestos de trabajo, por mi argentinidad, que, por primera vez aparecía con claridad para mí misma —me era, de hecho, señalada a diario en mi modo de saludar, de vestir, de hablar siempre de más—; todavía ansiosa por encontrar un lugar para vivir con una beca que apenas alcanzaba para lo básico; todavía huyendo de un país devastado en el que mis hermanos seguían resistiendo, yo, que pensaba que iba a escribir una novela grandiosa y experimental (como lo son todas las primeras novelas, en especial las que jamás se escriben), me encontré con que primero debía someterme a una clase de poesía. No escribía poemas desde los quince años y ahora tenía que entregar uno por semana. Además, la profesora a cargo de la clase nos pedía a quienes escribíamos en español que presentáramos junto al poema original una traducción al inglés.

Los textos que escribí para ese curso resultaron ejercicios olvidables, pero la clase fue una de las mejores que tomé en mi vida. No solo aprendí cómo el inglés se enfrenta a las formas clásicas de la poesía como la sextina, la balada o el soneto, también a restarle solemnidad a la escritura. Aprendí a percibirla como lo que es, un juego de ensayo y error. Lo que resultó el mayor hallazgo para mí fue el ejercicio de autotraducción.

No es frecuente que los escritores emprendan este trabajo, aún los que manejan bien una segunda lengua, porque traducir, volver de ese modo sobre el texto propio puede ser tedioso, incluso descorazonador. Inevitablemente, tal como ocurre con cualquier traducción, lleva a un proceso de creación de un texto nuevo, no de mera traducción del preexistente. Pero hay otra cosa: una no quiere volver a decir, volver a escribir, volver a pensar el mismo texto, ni siquiera en otra lengua. Como decía Borges, un escritor no quiere volver a transitar por los territorios que ya ha conquistado su imaginación. El caso de la autotraducción tiene, además, la particularidad de que la autora no solo produce un nuevo texto en otra lengua sino que, en ese proceso, no puede evitar volver al original y modificarlo. Antes que una pérdida o una frustración por no hallar palabras en inglés para lo que había escrito en español, traducir mis propios textos me permitió entender mejor mi modo de escribir en mi lengua natal. En lugar de resultar tedioso, ese ejercicio mostró los lugares comunes (lugares de comodidad sonora o significante pero también, lugares estacionarios del sentido) a los que mi escritura tendía “naturalmente”. Con este adverbio quiero decir que se trata de lugares que no son percibidos como tales en el momento automático de la escritura; sí lo son al momento de traducirlos a otra lengua. En esta especie de “efecto boomerang”, el otro idioma se transforma, entonces, en un arma de percepción muy poderosa.

Betina González (Alejandra López)
Betina González (Alejandra López)

Hablar otra lengua es siempre una lección de realidad. Vemos gracias a ella lo incompleto o lo artificial en nuestro pensamiento; lo provisorios que somos. Solo al pensar e imaginar en otro sistema, la condición de materia de la lengua natal aparece en su verdadera dimensión. La vuelta al original a la que obliga el haberlo pasado por el tamiz de la traducción nos permite percibir con otra luz las palabras y las estructuras que usamos en la lengua materna. En ese regreso, el original no solo es depurado, también aparecen palabras nuevas o variantes expresivas que no habíamos pensado antes. Si bien al traducir lo primero que vemos es aquello que sobra en el original, también se revelan aquellos lugares en los que la escritura ha descansado falsamente y que entorpecen el acontecimiento del poema.

Algo de esto comentaba Ezra Pound al pensar en las dificultades de traducir los sonetos de Guido Cavalcanti al inglés: “lo que me ofuscaba no era el italiano sino la corteza de inglés muerto, ese sedimento presente en mi propio vocabulario... No se puede pasar por alto algo como eso. A un escritor le lleva seis u ocho años educarse en su propio arte y otros diez deshacerse de esa educación”. Ese ensayo cuenta cómo su trabajo de traducción de Cavalcanti estaba entorpecido por el automatismo de su inglés y por su lectura de la tradición literaria inglesa. Pound se refiere al error de partir de la traducción previa que Dante Gabriel Rossetti había hecho de los sonetos del autor italiano, pero también a su preconcepto de que la forma soneto en inglés es equivalente a la forma soneto en italiano. Deshacerse de esos preconceptos liberó su tarea de traducción y su propia escritura, al punto que al párrafo citado, sigue esta afirmación: “Nadie puede aprender ‘inglés’, uno siempre aprende apenas una serie de ‘ingleses’”.

Hablar una segunda lengua es contar con un arma secreta, una forma de percepción y de vigilancia de la propia lengua y del estilo, esos dos horizontes “naturales” —uno social, el otro individual— contra los que lucha cualquier escritora en la aventura de producir una escritura viva. Sobre esto, Roland Barthes escribió: “La lengua está más acá de la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor. Sea cual fuere su refinamiento, el estilo siempre tiene algo en bruto: es una forma sin objetivo, el producto de un empuje, de una intención, es como la dimensión vertical y solitaria del pensamiento. Sus referencias se hallan en el nivel de una biología o de un pasado, no de una Historia: es la ‘cosa’ del escritor, su esplendor y su prisión, su soledad”.

Para muchos, después de un tiempo en el extranjero, ni siquiera es necesario el proceso literal de traducir un texto propio, basta con vivir en otra lengua, entonces esa percepción se vuelve un ejercicio automático de la vida cotidiana. “Un escritor que vive rodeado de gente que habla otra lengua descubre, después de un tiempo, que percibe a su propio idioma de una manera distinta puede ver nuevos aspectos y tonalidades porque ahora resaltan sobre el fondo del lenguaje hablado en el nuevo lugar.” escribió Czeslaw Milosz, exiliado primero en Francia y luego en Estados Unidos.

Con el inglés como arma secreta y una percepción menos solemne de la escritura, terminé mi primer año de maestría, el último en el que escribí poesía en español. En esos meses también empecé a escribir mi primera novela, no la experimental y delirante que tenía planeada sino otra, mucho más convencional y realista que ni siquiera imaginaba al llegar. Es que en ese tiempo había perdido demasiadas cosas y todavía no veía con claridad las que había encontrado. No estaba lista para deshacerme de mi “propio arte” (ni siquiera estaba segura de tener uno). Solo atiné a protegerme. Así fue cómo, sin darme cuenta, en apenas nueve meses en la frontera méxico-estadounidense, me transformé en una escritora argentina.

3.

Refugiarse en la lengua natal, en la patria, en la nostalgia es una de las reacciones posibles ante la dislocación cotidiana de vivir en otro lenguaje. Conservar, proteger las palabras es aferrarse también al yo que fuimos, que es el primer descolocado ante su habilidad performática de ser otro, extranjero para sí mismo. Como cualquier reacción defensiva, este repliegue se encuentra pronto con su propio límite. Hablando de los exiliados latinoamericanos en Europa, en 1983 Cortázar advertía contra los peligros de ese repliegue: “si caíamos en la nostalgia, si caíamos en el mate regado con las lágrimas de la tristeza nos íbamos todos al quinto carajo. Porque la verdad es que era muy deprimente encontrarme con exiliados que caían lentamente en un pozo de nostalgia, de negatividad. Los pintores que dejaban de pintar, los escritores que dejaban de escribir, la gente que simplemente se defendía para el puchero, para vivir; sentías que habían hecho del exilio una negatividad”. Para mí, la peor forma de esa negatividad no es el silencio (porque hasta los silencios pueden romperse), sino el momento en que la lengua deja de ser refugio para volverse una especie de caparazón o de costra que ya nada tiene que ver con quien la lleva puesta. Un lenguaje que ya no puede contar la experiencia nueva, porque esta ocurre en otro o en otros lenguajes. Esto me hace pensar en que si bien es cierto que la lengua natal no se elige, sí se elige la escritura. La escritura siempre es elección y si en algo colabora el destierro es en clarificar las elecciones de quien escribe.

Por entonces en El Paso, mi condición de emigrada —no de exiliada— hacía que los peligros de la nostalgia fueran para mí menos evidentes que ahora. ¿Qué era lo que supuestamente tenía que proteger? ¿De qué me quejaba, si había elegido irme, si estaba donde quería estar? Tardaría años en darme cuenta de que la cosa no era tan simple: pertenezco a una generación de argentinos diezmada por las políticas sistemáticas de vaciamiento de un país que se coronó (pero no concluyó) con lo que se llamó la “crisis del 2001”. Cuando decidí irme a Estados Unidos, a mi alrededor muchos ya se habían ido a España, a Suiza, a Gran Bretaña, adonde fuera que pudieran tener una vida que no fuera simplemente “defenderse para el puchero”, algo que Argentina nos había negado durante más de una década (una puede vivir exiliada en su propia tierra y hacer de ese “estar afuera” su poética, como lo hicieron muchos de los que se quedaron). Para mi generación ese vaciamiento coincidió maliciosamente con nuestra primera juventud, aquella en la que se supone que una debe llevarse el mundo por delante. Recién hoy puedo mirar a estos amigos con la certeza de que si todo lo hicimos demasiado tarde —como muchas veces nos reprochamos— no fue por las malas decisiones individuales sino porque sobrevivimos a un enemigo de muchos nombres y muchas caras —la avanzada neoliberal, la flexibilización laboral, etc— cuyo común denominador es el cinismo y la habilidad para convencernos de que ningún esfuerzo colectivo vale la pena. “¿Se puede tener nostalgia por la tierra en donde uno estuvo a punto de morir? ¿Se puede tener nostalgia de la pobreza, de la intolerancia, de la prepotencia, de la injusticia?” preguntaba Roberto Bolaño. Como a él, a mí los nacionalismos siempre me parecieron sospechosos. Sobre todo cuando tratan de imponer fronteras a la literatura. Nunca será suficientemente citado el ensayo de Borges sobre esto, la pregunta por la tradición y la escritura, que es siempre una pregunta sobre cómo puede surgir lo nuevo frente a un canon —y a menudo un cierto “lenguaje literario”—cosificado. Borges escribió que a Joyce le bastó con sentirse irlandés para revolucionar por completo toda la cultura y la lengua inglesas. Esa irreverencia, esa mirada externa era lo que él veía como el potencial más rico de la cultura argentina comparada con la europea. Estar fuera de una tradición es el primer requisito para verla y transformarla. Del mismo modo: quien vive por un tiempo fuera de su país y de su lengua está en mejores condiciones para tener con ellos una relación creativa, productiva (y no meramente reproductiva). Esa mirada que, por supuesto, se puede cultivar sin moverse de la propia casa, es insoslayable cuando una se encuentra a kilómetros de distancia. A esto se refería también Bolaño cuando afirmaba que la verdadera patria de un escritor es su biblioteca y que “el exilio y la literatura son las dos caras de una misma moneda, nuestro destino puesto en manos del azar”. Quien escribe está siempre afuera, entregada a un devenir, a un fluir donde toda ilusión de control se desploma. Sabiendo muy poco de todo esto, movida, en cambio, por el desconcierto ante ese desplome, escribí mi primera novela en el desierto de El Paso, Texas. Trata de un artista del conurbano bonaerense con aspiraciones demasiado grandiosas para su entorno y (tal vez) para su talento. Hasta donde sé, ese es el único elemento autobiográfico en su trama. Ni bien lo terminé, Arte menor resultó un libro extraño para mí misma, como si al escribir su última línea se hubiera roto un hechizo: la ilusión de una lengua materna en la que cobijarme, en la que cristalizar a la que había sido y ya no era. La que sí era tardaría años en dar con otro modo de escribir, con otro modo de pensar, uno que pudiera contener su devenir entero.

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