Se siente tranquilo llegar a tu casa. Ahora estás en la cocina, preparando los platos para nuestro almuerzo; yo te he pedido permiso para pasar al baño. Y estoy sonriendo porque, apenas entro, descubro que la cortina de la bañera tiene el estampado de un mapa. Y el paño está desplegado, de modo que el mapa lo ocupa todo. Pienso que, aunque había anotado tu dirección cuando me la pasaste, no supe entender que vivías tan cerca del Obelisco. Buenos Aires me abruma y entonces cualquier dirección suena diversa, poco espontánea. Di vueltas ridículas antes de llegar; es algo que sucede cada vez que busco alguna cosa en Buenos Aires. No me pierdo porque Buenos Aires sea mejor o peor que cualquier otro sitio; me pierdo, simplemente. Cuando salgo del baño estás esperándome, sentado detrás de uno de los lados del escritorio. Almorzamos allí, en el más pequeño (hay un escritorio amplio muy cerca, en la habitación continua). La comida es casera; conversamos, la disfrutamos. Hablamos acerca del tiempo presente y sobre nuestro trabajo, la enseñanza en la universidad. Hay sol en la habitación; aunque sé que afuera se agazapa una ciudad viva, a nosotros no nos alcanza el bullicio. Después me paso al sillón y te veo husmear en la biblioteca. Al final de la tarde me llevo un manuscrito de la novela que estás escribiendo —Florentina— y otros dos regalos. Un ejemplar de Encontraos en mi nombre, de Maya Angelou; me llevo también un libro que has publicado hace poco, Elvira. Me contás que te lo sacó la Universidad Nacional de General Sarmiento —la universidad, precisamente—; Elvira es un cuento. Las tapas son negras. Ponen “Elvira” en letras grandes y verdes, “Eduardo Muslip” en blanco. Lo han ilustrado con un ovni hueco, como dibujado a mano. Todo parece muy verde sobre ese fondo oscuro.
¿Qué cosa hacés, querido Eduardo? Necesito preguntártelo, pero eso ahora resulta imposible. Porque cuando por fin he abierto las páginas de Elvira ya estoy de regreso en Tucumán. Podríamos hablar a través de un teléfono, y sin embargo no lo hacemos. Hay algo en la distancia física que nos impide comunicarnos. Está bien así. La literatura parece imponernos una distancia intelectual, aunque vos y yo seamos dos buenos amigos. Y la lectura entonces abre la posibilidad democrática de experimentar esa sensación, la de ser un lector lejano y al mismo tiempo conocido. Contra esa realidad contundente de la distancia física no han podido hacer nada: ni todos los celulares ni las conexiones ficticias de los nuevos tiempos. La Elvira de Elvira es una mujer grande. Hubo en tiempo en que fue pareja de Rosa; hace ya muchos años ambas dejaron su Tucumán natal para instalarse en Buenos Aires, en un departamento de Lugano. Después Elvira decidió regresar a la provincia. Rosa, en cambio, se quedó en la capital. En el cuento esta información me llega a través de la voz del narrador, el sobrino de Rosa. Él no había estado en Tucumán desde su adolescencia y ahora, en el inicio de esta historia, su avión acaba de aterrizar en la provincia. Llega a la ciudad después de más de treinta años. Va a pasar unos días allí; asuntos de trabajo. Tu narrador viaja en taxi hacia la casa de Elvira. ¿Qué cosa hacés, querido Eduardo? ¿Vas a contarme una historia real? Te imagino detrás de tu escritorio, entregándote desarmado al dictamen de los jueces del arte de este mundo. Tecleando las letras de tu lenguaje; estableciendo los márgenes de esta Elvira. Hablándonos en carne y hueso, trazando tus mapas geográficos. Haciendo realismo. Un realismo suave —un realismo que no es extraño ni misterioso—; te imagino como un despistado dispuesto a cruzar la avenida del arte sin permiso. Pienso en tus formas. Impresiones de realidad justo en una época en que el realismo parece un concepto prohibido. Imagino lo que diría Picasso, el portero que vigilaba el acceso al arte moderno —sonrío siempre, cada vez que vuelvo a leer esta intensa idea de Julian Barnes para describir a Picasso—. Según la misma cita, en la biografía escrita por Françoise Gilot se ha documentado que Picasso no solo montaba en cólera frente a la obra de Braque; solía alzarse también contra Bonnard:
“No me hablen de Bonnard. Lo que él hace no es pintar. Nunca va más allá de su propia sensibilidad. No sabe elegir. Cuando Bonnard pinta un cielo, quizás al principio lo pinta azul, más o menos como es. Después lo observa un poco mejor y ve que tiene un poco de malva, así que añade al cuadro unos toques de malva, solo para cumplir. Entonces decide que también hay algunos rosas, así que no hay razón alguna para no agregar algo de rosa. El resultado es un popurrí de indecisiones. Si sigue mirando un rato más, acaba añadiendo un poco de amarillo, en lugar de decidirse sobre qué color debería tener realmente el cielo. No se puede pintar así. La pintura no es una cuestión de sensibilidad; es una cuestión de hacerse con el poder, relevar la naturaleza y no esperar a que ella te proporcione información ni consejo. Por eso me gusta Matisse. Matisse es siempre capaz de hacer una conexión intelectual de los colores. Bonnard […] no es un pintor moderno; en realidad: él obedece a la naturaleza, no la trasciende […] Bonnard es el final de una idea vieja, no el principio de una nueva. El hecho de que haya tenido un poquito más de sensibilidad que algún otro pintor no es más que un defecto añadido, según mi opinión. Esa dosis extra de sensibilidad hace que le gusten cosas que no deberían gustarnos”.
Bonnard nunca va más allá de su propia sensibilidad, ha dicho entonces Picasso. Que la pintura no es una cuestión de sensibilidad sino de hacerse con el poder. Picasso ha supuesto que el hecho de que en los cuadros de Bonnard aparezcan colores indecisos, o cierta calma, es un defecto. Que no se puede pintar así, ha dicho. Pienso en alguna hipotética declaración del pintor, si es que él hubiera tenido la posibilidad de leer alguno de tus libros. Querido Eduardo, podrías ser el blanco perfecto de Picasso y de todos los árbitros del arte que, como él, han emprendido hace ya más de un siglo una campaña en defensa de lo extraño. En esa prédica han defenestrado otras formas como el impresionismo de Bonnard; sus juicios suelen poner el foco justo allí donde solía despertar la ira de Picasso, en el exceso de sensibilidad. También, desde esta lógica combativa, los Picassos se han pasado varias décadas atacando al realismo. Se refieren al arte decimonónico; lo describen a veces como una forma simple y sentimental. Suelen argumentar, los batalladores del realismo, que los artistas que escribían de esa forma intentaban mostrar a través del lenguaje alguna especie de vida real. Parecen estar seguros acerca de los propósitos de los artistas. Y es como si pudieran afirmar sin temor a equivocarse que, a través de sus cuadros, alguien como Courbet quería decirnos que lo que él pintaba era la realidad. Por ejemplo, Florencia Aizenberg y Sergio Iturbe, en un escrito para la Universidad Nacional de Córdoba, dicen:
“Es necesario repensar la noción decimonónica de realismo que continúa vigente. No solo las pretensiones de verdad en la representación han sido abolidas, sino la idea misma de que existe lo real representable. En otras palabras, cuando la imagen interviene en la concreción de la realidad, esta adquiere autonomía gradualmente hasta que la noción decimonónica termina siendo obsoleta. Estamos frente a la metarrealidad”.
Algunos Picassos también argumentan a favor de la necesidad de eliminar al realismo para terminar con sus nocivas consecuencias artísticas o literarias. Pienso, querido Eduardo, en alguna idea de María Bermúdez Martínez:
“En esos años [se refiere a los sesenta y setenta] comienzan a gestarse proyectos como los de Ricardo Piglia, Juan José Saer o César Aira (…); son propuestas que quedan durante bastante tiempo silenciadas por el dominio de la estética realista tradicional, hasta que, definitivamente, en los años ochenta se convierten en punto de referencia central para las nuevas prácticas estéticas que se niegan a la hegemonía de un discurso único, a una interpretación homogénea y simplista de lo real”.
El arte realista es el de las interpretaciones homogéneas y simplistas; es un discurso que se pretende único, que ha dominado ya durante mucho tiempo. Hay que silenciarlo, dejarlo afuera del campo de la literatura. Los Picassos trazan el límite: hay un modo aceptable de hacer arte, y otro modo que parece prohibido. El realismo, para ser arte, debe estar teñido del extrañamiento del vanguardismo, ser un acto de experimentalidad. Te leo, querido Eduardo, y percibo tu profunda mirada realista. Libros que me traen trazos pictóricos. Podrían llamarte la atención, querido Eduardo, los árbitros que están al acecho de lo que escribimos. Tu escritura nos deja mudos, como puede sucederle al espectador frente a un cuadro de Bonnard. Obras de Bonnard que quisiera que pudieran hacerse imagen aquí, en este momento: The former home como paisaje quieto; Interior at the balcony, donde aparecen una ventana y sus cortinas, la figura de una mujer; The bathroom —Bonnard ha pintado a su esposa, Marthe, también junto a una cortina, una mesa, un perro—; Before dinner —una habitación, dos mujeres—; The coffee —mantel a cuadros sobre una mesa, otras mujeres, otro perro—. Cierto color y quietud del paisaje, las mujeres, los perros. Quizás está allí, en las presencias habituales de sus pinturas, lo que a Bonnard se le ha prohibido. Figuras que para Picasso no son arte, sino pura sensibilidad. O quizás lo que le inquietaba a Picasso haya sido la idea de la enormidad de esas obras, la posibilidad de los espectadores en silencio ante la contemplación íntima e intransferible de un Bonnard. El narrador de Elvira llega al barrio de Elvira en Tucumán. Apenas baja del taxi, un perro se le acerca; por detrás de él aparecen dos mujeres. Son Elvira y su madre. Elvira se acerca; la madre ni se inmuta. ¿Qué cosa decís, querido Eduardo? Estás escribiendo una historia —y contar una historia hoy, para los árbitros del mundo, es un recurso antiguo—. Y en Elvira no solo hay perros y mujeres. El narrador dice —lo estoy leyendo ahora, en este párrafo tan bello—:
“Tengo una especie de revelación: en general estoy entre mujeres, y eso tiene que seguir así, aunque también es cierto que, por más natural que me resulte estar entre mujeres, yo no dejo de ser un hombre”.
Entonces, ¿qué cosa hacés, querido Eduardo? Has venido a la literatura para hablarnos de realidad. Te pienso dando clases en un aula llena; o escribiendo; te imagino mientras dejás sin responder un mensaje en los teléfonos de estos tiempos; atendiendo un llamado inesperado, hablando como si no quisieras importunar. Podrían atacarte, querido Eduardo, los Picassos de nuestro tiempo. Pero no lo hacen; el peso de tu obra es tan específico. Y me reconforta saber que no te atacan. Tus libros se describen como variantes del realismo; los árbitros te quieren. No observan en tus novelas un registro inútil de aquello que los seres humanos se supone que vemos, sino una forma de experimentación con lo real, una alternativa, un gesto hacia el vanguardismo. Te describen como un autor de ese realismo que hoy es legal. Que no hay sentimientos en lo que hacés —esos sentimientos que Picasso nos ha prohibido—, dicen que tus narradores apenas trazan un registro de una realidad lejana. Y todas esas apreciaciones me tranquilizan, aunque me importan muy poco. Porque mientras leo Elvira me quedo en silencio, vuelvo a las anotaciones al margen. Escucho la voz de un narrador que me habla sobre Tucumán y Buenos Aires, entonces aquella discusión sobre si lo que hacés es o no realismo, o si hay en tu literatura una variable aceptada o un vestigio de vanguardismo, me resulta una disquisición irrelevante. Porque estoy leyéndote, querido Eduardo. Y entonces empiezan a esfumarse hasta volverse tal lejanas; toman distancia de mí todas esas valoraciones acerca de aquel realismo celebrable o de sus expresiones no autorizadas; cada vez que te leo, querido Eduardo, necesito saber qué es lo que me decís.
Entonces, ¿qué es lo que me decís, querido Eduardo? Tus libros vienen a dilapidar los espacios geográficos. Has venido para dibujar nuevos mapas, querido. Tu cabeza parece no soportar las equivalencias que están implicadas cada vez que pronunciamos la palabra lugar. Tu narrador dice:
“A pesar de que solo vivieron juntas por un tiempo, Elvira se mantuvo presente en mi familia: todos estábamos al día con los acontecimientos principales de su vida, como si fuera una pariente más; Rosa, cuando va a Tucumán, no se queda en la casa de algún hermano sino en la de Elvira; los relatos de viajes de vacaciones de Rosa incluyen también a su amiga”.
De modo que Tucumán es una provincia, pero Elvira —sí, sobre todo—; Elvira es el lugar. Elvira es ese espacio al que llega Rosa cuando atraviesa la distancia, cuando se aleja de su propio sitio. No tiene ninguna importancia, pienso mientras te leo: no debería darle relevancia a este espacio geográfico que aparece bajo el nombre reconocible de Tucumán. Tu cabeza no soporta los mandatos, querido Eduardo; escribís:
“Me doy cuenta de que mis recuerdos no incluyen nada relacionado con el clima, mientras recibo como algo nuevo la suavidad del aire de la noche que entra por la ventana del taxi, que tiene algo de la suavidad de Elvira, y que contrasta con el aire de invierno de Lugano I y II, el lugar donde la conocí. Mi tía y Elvira eran jóvenes, algo menos que el barrio: un complejo de torres de veinte pisos construidos en los años sesenta, en medio de una zona apenas edificada en el extremo sur de Buenos Aires, pantanosa, siempre oscura. Por las ventanas amplias veía un cielo nocturno e invernal tan turbio y pantanoso como el suelo. Las torres estaban conectadas por puentes a la altura del primer piso: era posible recorrer todo sin pisar el nivel de la calle, como si, a pesar de la plataforma de asfalto y cemento sobre el que se edificó el barrio, el suelo conservara algo de la cualidad inhóspita original, y los arquitectos hubieran querido evitarles a los vecinos el disgusto de poner los pies sobre la tierra”.
Buenos Aires tampoco es Buenos Aires; en todo caso puede ser un pantano, o incluso un bloque de edificios. Y si acaso sí lo fuera —si Buenos Aires remitiera a una equivalencia de lugar—, siempre podríamos evitar poner los pies sobre su superficie. Los arquitectos nos han trazado los puentes para ahorrarnos ese penoso caminar por sobre el pantano; querido Eduardo, tu Elvira también nos diseña un modo de repensar los espacios —dónde y cómo, por qué estamos en Tucumán o en Buenos Aires—; volvemos sobre nuestros modos de habitar. Pienso en los pies y en los suelos, y en esa posibilidad siempre arbitraria de caminar por sobre uno u otro lugar.
Poco importa si se trata de Buenos Aires; si la vuelta es hacia o desde Tucumán. Porque además el espacio está en movimiento, querido Eduardo, ¿es eso lo que me decís?:
“En cuanto me bajo del taxi, todo en la casa se mueve con tranquilidad hacia mí: el perro se me acerca, sin urgencias ni ladridos, me mira con atención y me olfatea; un gato o una gata, tan viejo que parece de otra especie, también se me acerca y maúlla brevemente”.
Escribís:
“Después de que todo converge sobre mí, todo se me aleja también a la vez: el perro Oso se retira hacia su cucha en la galería (tiene prohibido entrar a la casa), la gata Osa a un sofá, la anciana a un sillón, y Elvira hacia la cocina”.
No somos nosotros sino ellos —los espacios— quienes toman esa decisión de alejarse o de converger; y en efecto es lo que ellos hacen, aunque los seres humanos pertenezcamos a una raza que tiende a apropiarse de ellos. Creemos tener propiedad sobre los espacios. Los nombramos, los estereotipamos. Determinamos un centro y un norte y un sur; un adentro y un afuera; parecemos seguros de que tenemos la posibilidad de elegir las formas y los lugares en los que habitamos. Tal vez solo vivimos en un lugar imaginario; quizás solo tengamos la posibilidad de perdernos.
Y tus personajes, querido Eduardo, ¿dónde están? Pienso en Rosa o en Elvira, que están la una en la otra; nunca en Buenos Aires o en Tucumán. Pero tu cabeza puede dar incluso más vueltas. Escribís:
“A partir de allí la conversación se me hace fácil. Aunque no es una conversación, es más un estar; pesa más la realidad material de mi cuerpo allí que la sustancia liviana de la conversación. Le doy demasiada importancia al contenido de las conversaciones. Me arrepiento de haber llegado a las nueve y pico, podría haber compartido la cena, que es un buen tiempo para estar. ¿Me arrepiento también de no haber viajado a Tucumán durante treinta años? ¿Me siento culpable por no haber tenido nunca ganas de venir? A la casa de Elvira llegué tarde a propósito porque tenía miedo de que se extendiera mucho mi presencia allí, y de que hubiera vacíos en la charla, pero lo importante es estar, estar como está Elvira en la familia”.
Estar en una conversación, no en una provincia como Buenos Aires, como Tucumán. Te leo, querido Eduardo; el estar de Elvira no es nuestro estar, ¿cómo podría yo detenerme en un asunto tan pasajero como la dilucidación sobre si escribís desde una variante del realismo que pudiera gustarle a Picasso? Cómo podría, si lo que me estás diciendo es que me equivoco si pienso que no existen modos de estar distintos. Vuelvo entonces sobre otro de esos cuentos tuyos que tanto admiro. Air France; un niño llega de visita a la casa de unos parientes. Mientras su madre y su tía conversan, le permiten a él entrar en la habitación de su primo; es allí donde el niño, amante de los mapas, se encuentra con uno que está colgado en la pared. Es un mapa de tamaño superlativo. Escribís:
“El mundo estaba allí, enorme, radiante, y la garganta se me cerró otra vez”.
Cómo podría yo decir que tu forma de hacer realismo está pensada desde la distancia o la ausencia de sentimientos; cómo podría hacerlo si pocas veces he leído una descripción más conmovedora que esta, la del encuentro entre el mapa y ese niño:
“Veía los verdes intensos del centro del África, los verdes suaves y ondulantes de Europa, las rocas oscuras y mezcladas con el hielo blanco de las altas montañas del Himalaya o de los Andes. El azul profundo, dios mío, el azul de los océanos”.
El niño intenta despegarlo de la pared, el mapa se rompe apenas, luego cae al suelo y se enrolla automáticamente. Tu narrador nos dice:
“El mapa se había querido cerrar solo, como si no hubiera aceptado desplegarse. Odié a mi madre, a esa casa, a mi tía y a mi primo, a la pared, a la escuela; todos eran los culpables de lo que había sucedido. Intenté abrirlo en el piso y puse cuatro libros en las puntas, para tenerlo extendido”.
Luego el niño lo extiende otra vez, sin importarle que el papel haya quedado un poco roto. Se recuesta sobre el mapa. Cómo podría yo decir que la realidad te resulta lejana, si el narrador de Air France me habla de un modo otro de entender la importancia de los mapas y de un niño que necesita estar en el mundo:
“Me di cuenta de que, acostado y apenas encogido, yo entraba en el mapa. La cartulina era suave, y el contacto con la cara era hermoso. Puse la cabeza de modo que el vapor de mi respiración no humedeciera el papel. Yo iba a tratarlo bien, a cuidarlo mucho, y el mapa iba a volver a ser el de siempre. El mapa y yo teníamos que estar tranquilos”.
Los mapas están en tus libros; un mapa, incluso, es la tapa de una de tus novelas. Estar no es estar; tampoco estamos en los lugares. Podríamos recostarnos y estar de algún modo, en algún mapa que nos inventáramos. Y eso también sería estar, querido Eduardo.
Y los paisajes, querido. Has venido a la literatura, con tu presencia pacífica, a desplazar nuestras fotografías. Me tranquiliza que los Picassos no te hayan atacado nunca, del mismo modo en que me produce alivio el hecho de que este Tucumán que se cuenta en Elvira no sea un intento estereotipado acerca de mi ciudad. Me tranquiliza que tus personajes no hablen como se supone que hablan las personas en las provincias. Es conmovedor escucharte; ser lectores de tus libros, habitados por narradores que se permitan escuchar. Elvira pinta paisajes que el sobrino de Rosa observa y yo, que he nacido aquí, no me reconozco en ningún tono del lenguaje y, al mismo tiempo, puedo situarme en una composición —otra— de este mismo lugar. Los cuadros de Elvira están en el living, pero no son una fotografía ni de Lugano ni de Tucumán. Escribís:
“Pienso en hablar de Rosa pero no sé qué decir, Elvira no la nombra, es una presencia tan natural en esta casa y en relación con nosotros como lo son los extraterrestres, que ahora veo en las pinturas del living. Los cuadros ya no representan los cielos turbios de Lugano, sino montañas verdes y cielos celestes, con unas pocas nubes blancas, y vagas presencias en el verde o entre las nubes, el tipo de paisajes que eligen hoy los extraterrestres”.
Los paisajes no son; las personas tampoco; las personas podrían ser extraterrestres. Las personas no están. Elvira ha sido siempre una amante de la vida extraterrestre; en el living de Lugano, aquel que solían habitar Rosa y Elvira, había ejemplares de la revista Cuarta Dimensión. Me tranquiliza, querido Eduardo, que no haya correspondencias entre lo que se supone que es Elvira, su geografía y su modo de actuar. Escribís:
“Ya debo irme, digo, y me suena una línea de los diálogos de la revista Cuarta Dimensión. Vaya, hijo, dice Elvira, en un tono similar. Llama por teléfono a un taxi, que viene en instantes. Soy un extraterrestre que baja y contacta a una humana, luego sobreviene la despedida, sin énfasis, una sensación de bondad e inevitabilidad: soy de otras tierras, o de planetas o constelaciones lejanas, se produce un contacto fugaz, y después de la despedida”.
Sé que es una exageración, querido Eduardo. Pero al leer Elvira pienso en las ciudades; en los pantanos de Buenos Aires o en los de Tucumán. Es una exageración porque me expando. Pienso en Argentina y en la América Latina toda, en la sociedad occidental. Te leo, querido Eduardo, y quisiera entrar a cuerpo completo en alguno de tus mapas de artificio. Desearía que la literatura nos arrojara menos Picassos y en cambio se dejaran oír más las voces de los escritores que están discutiendo las formas en las que pensamos los espacios geográficos y nuestras formas de ser y de estar. Porque no se trata de lo que hacés sino de lo que decís, querido Eduardo. Se trata de lo que tus ojos ven; de lo que tus manos se atreven a dibujar. Sé que es una exageración, querido. Tal vez, si pudiéramos leer más libros como los que vos escribís —pienso en Phoenix o Avión o Elvira—, las personas se pensarían a sí mismas de otro modo; serían capaces ellas —cientos y miles y millones de personas— de construirse una existencia no desde los mandatos de quienes trazan el significado de los rincones del planeta, sino desde el deseo de querer ser. Nos desplazaríamos desde territorios propios. Buenos Aires no sería Buenos Aires y Tucumán no sería Tucumán. Y las personas no tendrían que comportarse en obediencia a esos contratos ficticios. Sé que es una exageración, querido Eduardo; pienso que habitaríamos un mundo sin correspondencias, distinto.
*La versión original de este texto se publicó en Revista Polvo.
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