Aventuras, incendios y pasiones en “El infinito en un junco”, el sorprendente bestseller que recupera la historia de la invención del libro

Infobae conversó con Irene Vallejo, autora del extraordinario ensayo que revive momentos clave de los 30 siglos en los cuales el libro dejó de ser privilegio de aristócratas para convertirse en objeto cotidiano. “Mi libro es el relato colectivo de un gran logro, el de vencer a la destrucción y al olvido”, dijo la filóloga y escritora

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El año pasado, su voluminoso y encantador ensayo El infinito en un junco, cuya bajada anuncia que trata sobre “La invención de los libros en el mundo antiguo” (Siruela), consiguió atraer los favores de los lectores y también los de la crítica. Irene Vallejo es filóloga, escritora y periodista. La filología es su carrera de origen y obtuvo el doctorado europeo por las universidades de Zaragoza (la ciudad en la que nació y aún vive) y Florencia. Colabora con diarios y revistas de su país y es autora de ensayos, libros infantiles y las novelas La luz sepultada y El silbido del arquero.

Aunque el libro fue publicado en 2019, fue el comienzo de la pandemia y el confinamiento lo que le otorgó a este maravilloso relato un espacio de privilegio en la elección de las audiencias, de modo que al día de hoy lleva vendidos más de 200 mil ejemplares en su país, 30 ediciones y semanas enteras en las listas de los libros más elegidos.

Vallejo recibió además el año pasado en España el Premio Nacional de Ensayo por El infinito en un junco, un volumen de 400 páginas que a la vez que se propone recorrer la historia de la escritura y del libro de la mano de aventuras, peligros, incendios, viajes, vivencias íntimas, evocación de atmósferas, humor, alegría y lirismo es, en sí mismo, un tejido de relatos susurrados al oído del lector. Es un libro que recorre treinta siglos de la historia del libro pero que nos habla de nuestro presente.

Con la misma pasión que se lee en su ensayo y el mismo entusiasmo por compartir hallazgos y conocimiento, la escritora habló con Infobae Cultura desde Zaragoza, una ciudad a medio camino entre Madrid y Barcelona, donde vive y donde escribió el libro sobre el que reflexiona en esta entrevista.

— Tu libro se produjo a lo largo de muchos años y muchos viajes y visitas a grandes bibliotecas como Oxford o la biblioteca Riccardiana de Florencia, donde estudiaste e hiciste un doctorado. Sin embargo, la mayoría de tus lectores han leído y leen aún el libro en medio de la pandemia. ¿Cómo vivís esa situación?

— Insólito, totalmente, porque por supuesto no sospechaba la posibilidad de esta pandemia cuando escribí el libro. El libro es un acopio de experiencias. Cuando me preguntan ¿cuánto tiempo dedicaste? Yo digo bueno, fueron unos años de mi vida pero también todo el recorrido previo, ¿no? Estoy entera en ese libro porque es un recuento de mis experiencias y de mis búsquedas, y de mis investigaciones y de mis aprendizajes. Y, como bien decías, ha llegado a manos de los lectores en un momento totalmente inesperado, por un lado, pero quizás por otro lado es también la demostración palmaria de lo importantes que son los libros en los momentos atribulados de nuestras vidas. Y hemos revivido ese poder curativo y ese cobijo, ese refugio que nos ofrece la lectura.

Irene Vallejo habla sobre lo inesperado que fue que la lectura de su ensayo ocurriera en pandemia.

— Sos filóloga pero también sos autora de ficción y además periodista. En tu libro aparece el yo pero también aparece el tú. Me gustaría que me cuentes cómo fue pensar eso, planificar este tremendo libro.

— Bueno, fueron muchos años porque el primer esbozo es el de mi tesis doctoral, mi época académica. Pero, claro, aquella tesis estaba destinada solamente a lectores especialistas y yo sentía que había allí un tapiz de historias que quería transmitir a un público más amplio. Después abandoné la universidad, me dediqué al periodismo, a la ficción. Y en El infinito en un junco pretendí trenzar lo mejor de esos mundos, lo que había aprendido en la universidad como investigadora. Lo que había aprendido en el periodismo para crear esa cercanía y aproximarme, salir a la busca del lector y no exigirle al lector que viniera a mi texto, y de la ficción para reconstruir espacios, atmósferas, épocas, personajes. Y quise que fuera un libro mestizo, mezcla y confluencia de todas esas experiencias juntas, y que sea un nosotros o un tú, a veces adopto la segunda persona y me dirijo a los lectores. Porque al final El infinito en un junco es el relato colectivo de un gran logro, el logro de vencer al olvido y a la destrucción que se llevaría por delante todas nuestras ideas, nuestros versos, si no luchásemos por conservarlos y la historia colectiva de cómo hemos salvado los libros y hemos conseguido que, de ser el privilegio de unos pocos aristócratas, se convirtiera en un objeto cotidiano en nuestras vidas a través de las bibliotecas, de las escuelas, y ese ha sido un tránsito a través de los siglos hasta llegar a este momento en que los libros están más presentes y más accesibles que nunca en la historia.

Me pareció maravilloso averiguar que Marco Antonio había intentado seducir a Cleopatra no con joyas, con vestiduras, con regalos, sino con libros, que era algo que ella ansiaba por encima de todo.

— Hay un momento en la página 110 que arranca así, dice: “De niña creía que los libros habían sido escritos para mí, que el único ejemplar del mundo estaba en mi casa. Estaba convencida: mis padres, que durante aquella época de su vida eran gigantes espléndidos y todopoderosos, se habían ocupado, en sus ratos libres, de inventar y fabricar los cuentos que me regalaban. Mis historias favoritas, que yo saboreaba en la cama, con la manta hasta la barbilla, en la voz inconfundible de mi madre, existían, claro está, solo para que yo las escuchase. Y cumplían su única misión en el mundo cuando yo le exigía a la giganta narradora: ¡más!” Esta idea, esta imagen, esto que ocurría en la Irene niña, ¿es de algún modo lo que quisiste trasladar a El infinito en un junco?

— Sí, es que yo en la infancia creía que todos los adultos eran maravillosos cofres de historias y que poseían libros, y novelas, y relatos y cuentos y yo recuerdo que siempre apelaba a todo el mundo a mi alrededor: cuéntame un cuento, cuéntame una historia. Era un ser sediento de narraciones. Y quizás de alguna manera he podido comprender, con el paso del tiempo, que no somos cada uno de nosotros quizás tan prolíficos, pero la humanidad, en su conjunto, sí. La humanidad ha tejido fabulosas historias, y mitos y leyendas y les ha ido dando generación tras generación distintas modulaciones y allí sí que hay un tesoro que salvar. Y quizás, pues, los vehículos de esa salvación han sido precisamente los libros. Por eso el canto a la materialidad de los libros, esas páginas que se han transformado desde los papiros originarios, luego el pergamino, el papel, cómo esas hojas frágiles y aleteantes han conseguido salvar ese tesoro. Todo esto, construido a lo largo de las generaciones y en todas las latitudes del mundo y cómo disponemos de ese enorme tesoro gracias a ese invento que hoy nos parece cotidiano. Quizás hemos olvidado la maravillosa historia que late detrás de sus páginas.

Alejandro Magno viajaba con un ejemplar de la "Ilíada", siempre.
Alejandro Magno viajaba con un ejemplar de la "Ilíada", siempre.

— Uno te escucha hablar y escucha ese entusiasmo que vas poniendo en determinadas palabras como una narradora oral y eso mismo es lo que se traslada a tu escritura. En ese sentido, cuando uno lee tu libro es como si te escuchara. Me gustaría saber qué sentiste cuando te enteraste de que Alejandro Magno iba a todos lados con la Ilíada. ¿Qué pensaste, qué significó eso para vos?

— Ay, pues que por primera vez me sentí identificada con Alejandro Magno, ¿no? Porque al final me di cuenta de que era un poco también como el Quijote, alguien que había leído un libro, en su caso los poemas épicos homéricos, pero en el de don Quijote eran los libros de caballerías, y él deseaba hacer real una historia, era alguien obsesionado por convertir su libro, su vida en literatura. Y entonces me pareció que el personaje adquiría a esa luz una nueva realidad; era alguien que quería saltar a la ficción hasta cierto punto. Y me pareció una historia maravillosa, igual que me pareció maravilloso averiguar que Marco Antonio había intentado seducir a Cleopatra no con joyas, con vestiduras, con regalos, sino con libros, que era algo que ella ansiaba por encima de todo. Y cómo los libros han estado detrás de las pasiones a lo largo de la historia, cómo han sido objetos valiosos por los que incluso se ha llegado a matar, como nos contaba Umberto Eco en El nombre de la rosa. Y cómo han sido objetos que han despertado nuestras pasiones. Cuando oyes a una persona muy lectora hablar de un libro, en general recurre al léxico amatorio, dice es un libro que amo, es un libro que me apasiona, me enloquece. Y es extraño cómo los libros no son meramente objetos; somos conscientes de que dentro de ellos hay una voz y eso los humaniza y nos relacionamos de una manera profundamente afectiva con esos objetos. Entonces, ese entusiasmo lo he ido buscando a lo largo de la historia en los grandes personajes, en los grandes acontecimientos, y también en esas peripecias anónimas que han sido imprescindibles para la supervivencia de nuestro legado y donde hay que reconocer, pues, a esos bibliotecarios oscuros, a esas personas que escondieron libros perseguidos y censurados. Todos los maravillosos aventureros de la literatura y los libros que han tejido esta historia de la transmisión. Y me parece importante destacar que en nuestras historias de la literatura nos hemos centrado siempre en los creadores y no hemos atendido tanto a todos los que han hecho posible que los libros atravesaran los siglos y esas personas enormemente importantes también para la literatura, esos libreros, copistas…

Los libros como regalos en lugar de joyas y el discurso amoroso sobre los libros, según Irene Vallejo.

— Los copistas, claro.

— Sí, sí, sí, todas esas personas que lo han hecho posible. Porque ¿de qué serviría la creación si luego los libros y las palabras se perdieran? Y por eso mi libro está dedicado a los salvadores de libros, todas personas que han creado una larga estirpe a lo largo de la historia y de la que, hoy, quienes amamos la lectura somos como los últimos descendientes. La aventura sigue en marcha.

Los libros han estado detrás de la pasiones a lo largo de la historia, han sido objetos valiosos y una persona muy lectora para hablar de un libro recurre al léxico amatorio. Los libros no son meros objetos y con ellos nos relacionamos de una manera afectiva.

— En esto que contás hay mucho del pasado pero me parece que en tu libro el gran hallazgo es el modo en que introducís también el presente o ciertas comparaciones con el presente, como para que el lector sienta que ese pasado no es tan ajeno a nuestro hoy. ¿Cómo fue que pensaste en producir eso? Pienso, por ejemplo, no solo en películas o libros actuales sino que en determinado momento hablás de cuando le otorgan el Nobel a Bob Dylan y señalás que le otorgan el premio a un bardo, a un narrador oral decís. ¿Cómo se te ocurrió hacer esa sintonía?

— Bueno, yo estudié filología clásica, es decir latín y griego antiguo, y durante todos los años de mis estudios y doctorado estuve escuchando la pregunta martilleante de para qué sirven el latín y el griego y estaba como permanentemente obligada a justificar que no era un conocimiento ajeno a nuestro tiempo, que no había quedado obsoleto, que no era inútil. Y, de esta manera, quizás desarrollé la conciencia de que cuando hablamos de la historia y del pasado tenemos que explicar constantemente y demostrar que aquello sigue siendo el material que forja el presente. Y por eso siempre he sido muy consciente de esa necesidad de que, si explicas la historia, al mismo tiempo tienes que demostrar que esa historia explica quiénes somos hoy, cómo hemos llegado a ser los que somos, qué caminos, qué vericuetos, qué aventuras, qué abismos hemos pasado para llegar al punto en el que hoy nos encontramos. Y, entonces, esa conciencia no me abandona nunca y lo hago tanto en mis artículos periodísticos como en las charlas, las conferencias. Sé que mi obligación consiste también en demostrar cómo se trenzan el hoy y el ayer. Y además muchas veces he dicho que El infinito en un junco es para mí en realidad un libro sobre el mundo contemporáneo, lo que pasa es que ese mundo contemporáneo está contemplado desde una perspectiva que no es la más habitual, la del mundo clásico, pero en el fondo no deja de ser una forma de dar unos pasos atrás para contemplar el hoy con perspectiva con un amplio angular y ver de dónde viene el mundo al que pertenecemos, cómo lo hemos forjado. Y también darnos cuenta de que pudo haber sido distinto.

— ¿Lo considerás también una forma de diálogo, entonces? ¿Considerás que tu trabajo se cierra en la lectura, en aquello que pasa en el lector?

— Sí, sí, por supuesto. Yo no dejo de ser una lectora ni siquiera cuando escribo. Y, además, no olvido tampoco la dimensión oral: yo me leo lo que escribo para escucharlo y para ponerme en el lugar de quien lo oye. Y bueno, no he olvidado nunca aquellos cuentos que me contaba mi madre, que fue cuando yo me enamoré de la literatura. Entonces, esa dimensión de dialogar con el lector, de hacerlo sentir muy próximo, casi como si una voz le susurrase al oído, ¿no? Como si este libro estuviera escrito para cada una de las personas que lo leen individualmente, eso está allí muy presente. Hasta el punto que seguí a unas narradoras orales en sus espectáculos para averiguar exactamente cuáles son las mecánicas de la narración oral y cómo se consigue esa intimidad con quien escucha. Y cómo fluyen esas corrientes de comprensión, de alusiones, de diálogo, de epítetos. Y todo eso estaba también presente en El infinito en un junco aunque sea una paradoja. Quise escribir la oralidad, que es algo distinto que escribir simplemente los pensamientos o la narrativa. Quise escribir lo que sale de nuestras bocas y lo que nos permite aproximarnos a través del calor de la oralidad.

No olvido tampoco la dimensión oral: yo me leo lo que escribo para escucharlo y para ponerme en el lugar de quien lo oye. Y bueno, no he olvidado nunca aquellos cuentos que me contaba mi madre, que fue cuando yo me enamoré de la literatura. Entonces, esa dimensión de dialogar con el lector, de hacerlo sentir muy próximo, casi como si una voz le susurrase al oído, ¿no?

— Me resultaron muy interesantes algunos capítulos en los que hablás de cómo se construye un canon, de los clásicos y también de los títulos de los libros. Te pregunto primero por el tema de los clásicos. ¿Qué es un clásico?

— Bueno, pues a menudo identificamos los clásicos como esos libros que nos obligan a estudiar en el instituto, en el currículum académico. Y casi los experimentamos muchas veces como obligaciones o como imposiciones cuando yo quiero insistir en que los clásicos son obras que han sobrevivido a lo largo de milenios porque ha habido en todas esas épocas, generación tras generación, lectores que han amado esos libros y que se han rebelado ante la idea de que esas obras se perdieran en el olvido. Por tanto, quizás diría que son los textos, las obras, los relatos más amados de nuestra historia. Los imprescindibles, los irrenunciables, aquellos a los que nos hemos aferrado más fuertemente. Y es que, claro, de entrada los libros tienen muchas posibilidades de perecer en el camino, sobre todo en la época manuscrita, que era cuando más riesgos corrían, hasta la invención de la imprenta. Y, por tanto, esas Odiseas, Ilíadas, Eneidas, Metamorfosis, Artes de amar, Historias de Heródoto, de Tácito que han llegado hasta nosotros son libros que han tenido que sortear una cantidad enorme de obstáculos, que a veces han sido unos pocos ejemplares en los anaqueles de bibliotecas monásticas en lugares perdidos y que, sin embargo, han logrado sobrevivir por eso, por un amor continuado de muchísimos lectores.

La fuerza de los clásicos, los libros imprescindibles a través de los años y las generaciones y Platón como el censor de la literatura, un rasgo que no siempre advertimos en la obra del filósofo, según Vallejo.

— ¿Qué pensás de las versiones o adaptaciones que a veces se hacen porque se supone que los más chicos o los más jóvenes no van a poder leer los textos originales. ¿Pensás que son válidas?

— Yo creo que no hay nada malo en el mero hecho de hacer versiones porque los propios clásicos estaban constantemente haciendo versiones de sus propias tradiciones, de sus propios mitos y los revisaban y los transformaban y por eso de cada leyenda de Grecia hay mil versiones. Claro, la cuestión crucial aquí es si son buenas o malas versiones. Si están hechas con cuidado, con respeto, sobre todo respeto a los lectores, que es a quienes hay que respetar por encima de todo. A su inteligencia y a su sensibilidad. Cuando no, se cae en una simplificación excesiva. Pero el cine y la literatura no han dejado de hacer versiones constantes de los clásicos, adaptándolos a los tiempos y a las sensibilidades. Y, bueno, en alguna medida el Ulises de Joyce es una versión de la Odisea, ¿no?

— Claro.

— Y así, constantemente. Entonces, el hecho de hacer versiones es un poco la condición íntima de la literatura que está contando y volviendo a contar las mismas historias adaptándolas a su tiempo. Podemos leer un poema de Safo y entender perfectamente sus emociones. Y a mí me parece que eso es algo asombroso, deberíamos sentirnos maravillados ante esta posibilidad de leer una autora de la que nos separan milenios e identificarnos con los sentimientos que emanan de sus palabras. A mí me parece, además, esperanzador; si podemos entendernos con nuestros clásicos ¿cómo no vamos a poder entendernos con nuestros contemporáneos?

— Decís en un momento en relación a los títulos: “Si un libro es un viaje, el título será la brújula y el astrolabio de quienes se aventuran por sus caminos.” ¿Cómo pensás tus propios títulos?

—Los títulos ahora, en este momento, son importantísimos, destaco que no siempre ha sido así. En el mundo antiguo los títulos eran muy pragmáticos, muy útiles, simplemente servían para individualizar un texto y diferenciarlo de otros. Por eso, La guerra de las Galias o La República no son títulos poéticos y atractivos. Sin embargo, en el momento en el que aparece en el siglo XIX la prensa, los medios, y de alguna manera se lanzan los títulos como una especie de anzuelo para que el lector sienta curiosidad, pues, los títulos empiezan a ser literarios ellos mismos. En algún momento estuvieron fuera del territorio de la literatura y de pronto entran en la propia literatura y se convierten como en poemas breves, o en máximas. Y eso es hermoso porque los hemos recuperado para la literatura y podemos hacer también con ellos cosas hermosas. Y, para mí, desde luego, los títulos son importantísimos. A veces incluso el título es lo primero que tengo de un relato, de una historia, y a partir de ahí van emanando ondas que se convierten en la historia. Con El infinito en un junco en realidad no fue así, yo tenía pensado otro título originariamente que era más un homenaje a Borges, porque Borges evidentemente es una gran presencia en El infinito en un junco, y era Una misteriosa lealtad, porque es así como Borges define a los clásicos, dice son aquellos libros a los que nos acercamos con un previo fervor y con una misteriosa lealtad. Y Una misteriosa lealtad era el título con el que yo escribí el manuscrito. Pero mis editores me lo rechazaron y entonces empezó una larga etapa de búsqueda angustiosa de otro título, sabiendo lo importante que era, hasta que encontré El infinito en un junco como metáfora de la parte material, frágil de nuestros libros que es el junco y lo infinito de nuestras emociones, de nuestros conocimientos, de nuestros pensamientos. Y, curiosamente en alguna traducción, por ejemplo la italiana, van a mantener el título original, el homenaje a Borges.

Borges tiene una presencia enorme en el ensayo de Irene Vallejo. (AP)
Borges tiene una presencia enorme en el ensayo de Irene Vallejo. (AP)

— ¿Ah, sí?

— Sí, sí. Y yo me siento feliz porque creo que Borges recorre y puebla todo este libro, lo habita. Él y Alberto Manguel, han sido un poco también, volviendo a la misma imagen, mis brújulas porque su libro Una historia de la lectura evidentemente es un texto fundacional de la historia de los lectores y de nuestra forma de relacionarnos con los libros.

— ¿Cuándo leíste a Borges por primera vez y qué leíste de él?

— Bueno, yo creo que no puedo recordar una época en la que Borges no estuviera ahí porque mi madre lo leía y me leía sonetos, le gustaban muchísimo. Y, por ejemplo, el Poema de los dones lo recuerdo desde la misma infancia y creo que me ha acompañado siempre. Más adelante llegaron las ficciones, porque quizás son más simbólicas y necesitaba más madurez lectora. Pero realmente siempre estuvo allí en nuestra casa, a nuestro lado. Y creo que es un referente ineludible para quien habla de los libros.

— Un tema que a lo largo de la historia ha tenido diferentes discusiones es el lugar del autor y su relevancia al pensar o discutir una obra. Estamos hablando de Borges, que si bien no tuvo una vida aventurera, su aventura pasaba por las bibliotecas. Para alguien como vos, imagino que una personalidad como la de Borges, que creía que la biblioteca era cierta forma del Paraíso, me imagino que autor y obra deben estar unidos de algún modo. ¿Es así?

— Sí, yo también lo creo. Pues hay muchas peripecias, muchos sentidos de la vida que al final los tenemos que inventar, ¿no? No creo que exista una diferencia tan clara entre lo que imaginamos y lo que vivimos porque luego la imaginación da una densidad y un espesor distinto a la vida y a la experiencia, entonces no están desligadas. Y, muchas veces, se habla de la lectura casi como si fuera un refugio. Vivimos menos en la medida que leemos más porque nos apartamos de la vida. Yo siempre he rechazado esa idea, creo todo lo contrario: volvemos de la lectura con más herramientas, con más capacidad de escuchar, de entender, con una mirada más aguzada, con una atención entrenada, y por eso el tiempo en el que estamos entre los acontecimientos de la vida los vivimos con mayor intensidad. Entonces la forma en la que Borges fue capaz de hacernos sentir las bibliotecas no tiene nada que ver con la experiencia previa. Y en todos mis periplos bibliotecarios me ha acompañado él haciendo que esa experiencia fuera muchísimo más gratificante y en algún sentido también simbólica y que, de esa manera, yo pudiera comunicarme con la biblioteca de Alejandría y sentir esos vínculos profundos que hay entre la biblioteca de Alejandría e Internet como la gran emanación final de la biblioteca y del laberinto.

Grabado de 1876 que recrea el incendio que quizá destruyó parte de la Biblioteca.
Grabado de 1876 que recrea el incendio que quizá destruyó parte de la Biblioteca.

— En tu libro aparece la figura de Platón que en nuestra civilización uno tiene la idea de que fue uno de los primeros que nos enseñó a pensar como humanidad. Sin embargo, de manera también muy atractiva, aparece el Platón censor, que en un tiempo como hoy, en el que se habla de la cultura de la cancelación y de lo que se puede y que no se puede, es una figura muy interesante para pensar este presente. Yo nunca lo había advertido de esa manera. Contanos cómo llegaste a esas conclusiones.

— Bueno, yo he leído y he traducido a Platón y tengo que reconocer que me produce unas emociones ambivalentes, de admiración por un lado pero también de irritación en otros momentos. Creo que fue un personaje poseído por muchas contradicciones interiores. De hecho él mismo cuenta que quería ser escritor, autor de tragedias hasta que conoció a Sócrates y decidió pasar a la filosofía. Y es como si esa vocación perdida de la literatura hubiera acabado transformándose en una especie de desconfianza ante la capacidad de emocionarnos que tienen las obras literarias que a él le parecían una amenaza para la pureza del pensamiento. Y entonces se empeñó en que ciertas obras y, sobre todo, las que tendían a producir efectos emotivos más profundos, fueran expulsadas de su República para que no alterasen ese equilibrio del saber, del conocimiento, la parte más luminosa y apolínea de la experiencia de reflexionar. Y creo que, de alguna manera, al expulsar a los libros y a los poetas les estaba reconociendo un enorme poder sobre nuestras mentes y sobre nuestra experiencia lectora. Pero, por otro lado, también tenía esa vocación represiva que salía a flote muchas veces en sus libros y que demuestra que esta polémica, este debate, es tan antiguo como los propios libros. Cómo se ha luchado por cambiarlos, transformarlos, podarlos, depurarlos, y cómo a pesar de todo lo que ha llegado hasta nosotros son, al menos de los clásicos, versiones en general íntegras incluso de algunos textos que hoy todavía nos sorprenden por ciertas audacias. Y es interesante que incluso pasasen por los conventos, por las abadías, por los monasterios medievales cargados de algunos mensajes profundamente eróticos, subversivos, y han conseguido atravesar el tiempo y eso es hermoso. Pero nos tiene que mantener alertas porque esas pulsiones están presentes a lo largo de la historia y, por muy libres que nos sintamos ahora, seguimos reproduciendo esas mismas tendencias. Y es interesante verlas en los personajes más admirados de nuestra cultura para darnos cuenta de que nunca estamos libres de ellas. Nada nos garantiza el no querer ejercerlas contra aquellos con los que no estamos de acuerdo, porque siempre se trata de eso, de aquellos con los que no estamos de acuerdo. A veces son los que queremos censurar, mientras que con las ideas con las que nos sentimos cómodos, para esas pedimos la libertad absoluta.

Siempre se trata de eso, de aquellos con los que no estamos de acuerdo. A veces son los que queremos censurar, mientras que con las ideas con las que nos sentimos cómodos, para esas pedimos la libertad absoluta.

— Te hago la última pregunta. Visto en perspectiva en todo lo que estudiaste, claramente las mujeres no aparecen hasta muy tarde, casi diríamos que estamos viviendo la primera época en la cual en el mundo editorial hay más interés por publicar mujeres que publicar hombres. Me gustaría una reflexión tuya ya pudiste comprobar con tus propios ojos hasta qué punto la mujer quedó afuera de la historia de la literatura.

— Pues sí, es cierto que cuando yo estudiaba mis textos, mis autores clásicos, siempre me preguntaba dónde estaban las mujeres, qué sucedía con ellas. Y veía cómo la situación de las mujeres parecía diluirse en un paisaje en el que nunca nos contaban cuáles eran sus problemas, sus sentimientos. Y entonces me embarqué en una búsqueda de las mujeres en los orígenes de la literatura para comprobar si realmente estaban ausentes o al menos algunas de ellas habían podido dejar huella de sus pensamientos, de sus emociones, de su visión del mundo. Y encontré sorpresas, porque partía de la base de que iban a ser solo pequeños añicos y encontré la huella de personajes fascinantes. El hecho, por ejemplo, profundamente desconocido de que el primer texto con autor de la historia de la literatura lo escribió una mujer, una sacerdotisa, Enheduanna, de la que apenas se habla. Anterior al autor del poema de Gilgamesh o a Homero, por supuesto. Y ella es la primera que crea un yo literario; el primer texto en el que alguien habla en primera persona y firma es el texto de una mujer. Es decir, que en el principio fue la palabra de una mujer. Y no se nos cuenta, no está incluido en los libros de texto, apenas se la recuerda. Y no estoy hablando ya de una educación generalista sino que yo misma, especialista en el mundo antiguo, la descubrí casi por casualidad, por azar, y pensé: pero cómo es posible que se haya sepultado así la memoria de un personaje tan fundamental para nuestra historia.

Safo (cabeza en mármol) Anónimo del siglo XVI (Museo del Prado)
Safo (cabeza en mármol) Anónimo del siglo XVI (Museo del Prado)

— Fundacional, claro.

— Exactamente. Y luego seguí buscando y encontré por supuesto a Safo, pero también mujeres filósofas de la antigüedad, Aspasia, que escribía los discursos para su marido Pericles y a la que Sócrates consideraba su maestra. Y Sulpicia, en el mundo romano. Y huellas de libros que se perdieron, pero se habla de las autoras y se conocen al menos sus nombres. Y llegué a la conclusión de que a pesar de todos los obstáculos y dificultades habían sido muchas más de las que pensábamos. Es decir que no es ya solo que se corte las alas a las mujeres muchas veces para llegar a la escritura y a la creación sino que las que lo logran, muchas veces son olvidadas o deliberadamente arrinconadas. Y esta es una historia que ahora, cuando por fin como decías las universidades, las especialidades de literatura están por fin ocupadas en muchos casos por mujeres, del sector editorial, la lectura que siempre ha sido primordialmente actividad femenina, realmente está cambiando esa perspectiva y está incluso haciendo emerger una historia olvidada y sepultada. Y creo que eso es hermoso porque descubrimos que hay una genealogía que trae hasta el presente y que muchas veces ha sido borrada o apartada pero que ha existido siempre y que, por tanto, en esta época tampoco somos nuevas o recién llegadas al territorio de las palabras sino que siempre ha habido ese esfuerzo y esa lucha. Incluso en las condiciones más duras y con grandes obstáculos. Y El infinito en un junco es para mí un homenaje a todas esas mujeres antecesoras, a mis maestras mujeres, al papel intelectual olvidado de la mujer a lo largo de la historia, a mi madre por supuesto, y también a las mujeres de la oralidad que nunca pudieron, nunca llegaron a aprender a escribir pero contaron sus historias, fueron las depositarias de la memoria muchas veces de sus hijos pues han llevado leyendas, textos y tradiciones hacia la literatura escrita y la han renovado y la han vivificado generación tras generación. Entonces yo creo que eso es hermoso y conmovedor.

*La entrevista con Irene Vallejo puede escucharse en este link.

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