En el tour para avistar las casas de las estrellas de Hollywood nunca nadie encontrará la de Frances McDormand. Entre los cirujanos plásticos que retocan a los glitterati nunca ninguno atenderá a Frances McDormand; ningún dealer de Botox la tendrá de clienta. Los asesores de vestuario, los entrenadores personales, los nutricionistas, los maquilladores o los peinadores que trabajan en la industria del espectáculo creerían que es una estafa si alguien les ofreciera trabajo con Frances McDormand. Su publicista, en lugar de procurar conseguirle apariciones en los medios, se dedica a rechazar los pedidos de prensa.
Y esa es la mujer que el 25 de abril podría ingresar al selecto club de los actores que llegaron a tres Oscars: Ingrid Bergman, Walter Brennan, Daniel Day-Lewis, Katharine Hepburn, Jack Nicholson y Meryl Streep. Si el papel de Fern en Nomadland le valiera el premio, McDormand sería, además, la única en ganar los tres como actriz principal.
Ah, y a los 63 años.
Una edad en la cual las mujeres disfrutan del don de la invisibilidad que les ha regalado la menopausia, algo que en Hollywood significa el ocaso de la carrera.
“Como mujer de 63 años, tener todavía relevancia cultural es algo tan profundamente gratificante, de veras”, reconoció a Vogue, en una de las dos entrevistas que concedió en los últimos años. “Es algo que nunca podría haber esperado. Y creo que yo tuve algo que ver con el asunto. He construido alguna parte de este momento. Y vaya si estoy orgullosa”.
Desde luego, a lo largo de su carrera muchos desaconsejaron que no hiciera esfuerzos publicitarios, sobre todo luego de que ganara su primer Oscar por el personaje de Marge Gunderson, la sencilla y embarazadísima policía de Fargo, poco antes de cumplir 40. Podía ser algo peligroso para sus opciones en la actuación, le advirtieron. “Pero dio sus frutos exactamente por las razones que yo quería”, argumentó. “Me devolvió el misterio. He podido llevar al público a un lugar donde no podría hacerlo alguien que vendiera relojes o perfumes en las revistas”.
Nomadland, la película de Chloe Zhao que McDormand también produjo, posiblemente sea la culminación de esa manera de concebir y cuidar el talento. Cuenta la historia de Fern, que pasó buena parte de su vida en el pueblo de Empire, Nevada, trabajando para la única empresa del lugar. Cuando la compañía cerró, la gente no pudo pagar rentas o hipotecas, y la localidad se vació; cuando su marido murió, Fern se encontró pronto sin trabajo, sin recursos y sin hogar.
Al igual que los desposeídos del campo viajaban de cosecha en cosecha, los caídos del capitalismo viajan detrás del empleo precario: las grandes empresas como Amazon, que contratan personal temporario durante las fiestas, las producciones estacionales durante el verano. Las furgonetas en las que viajan, convertidas en casas rodantes paupérrimas, no permiten confusión alguna con la libertad de ir donde se quiera: revelan que esa gente no tiene otra opción.
Zhao combina —lo hizo también en The Rider— el documental y la ficción: la mayoría de los protagonistas de Nomadland son personas que viven así, como Linda, Swankie y el youtuber de los nómadas, Bob Wells; muchos de ellos se enteraron de que McDormand era una estrella bastante avanzado el trabajo con ella. Y para ella hubo una capa de autenticidad extra:
—Cuando cumpla 65, me cambio el nombre a Fern, me compro un cartón de Lucky Strikes y una botella grande de Wild Turkey, me subo a una casa rodante y empiezo a manejar.
Eso le había dicho, hace unos 20 años, a Joel Coen, su esposo, nominalmente el cineasta en el dúo “hermanos Coen”, en el cual Ethan Coen sería el productor si no fuera porque ambos hacen todo.
Zhao trabajó a partir de esa fantasía, y mucho de la historia personal de McDormand está desperdigado en pequeñas pistas durante la película: las primeras letras del apellido de Fern, la vajilla con diseño de hojas otoñales, unas líneas de Macbeth.
Una niña white trash
Macbeth fue la primera obra de teatro que McDormand representó, cuando estaba en la escuela secundaria; la vajilla con diseño de hojas otoñales, el regalo de sus padres, Noreen y Vernon McDormand, cuando se graduó en la Escuela de Arte Dramático de Yale. El apellido, en cambio, es otra historia.
—Hola. Mi nombre es Frances Louise McDormand, antes conocida como Cynthia Ann Smith. Nací en Gibson City, Illinois, en 1957. Me identifico como normativa en cuanto a género, heterosexual y estadounidense white trash —abrió una presentación a beneficio de una radio.
El término alude a los blancos pobres y sin educación de los Estados Unidos, y si bien los McDormand no lo eran —de hecho, eran canadienses—, McDormand hablaba de su madre biológica, quien la dio en adopción. Tenía 18 meses cuando llegó a la casa del pastor Vernon, de los Discípulos de Cristo, quien con su esposa recorría el país predicando. En el camino, su hogar, de tres hijos adoptados, recibía a niños en tránsito hacia sus familias definitivas.
En la segunda entrevista que dio en los últimos años —a The New York Times Magazine, en 2017, a poco de ganar su segundo Oscar por Tres anuncios por un crimen— McDormand recordó su infancia con ellos como copiada de una imagen de Norman Rockwell. Hacia el final de su adolescencia tuvo la posibilidad de conocer a su madre biológica, pero no quiso: para entonces ya actuaba, y el sentimiento de rechazo se había convertido en una herramienta de trabajo.
La familia permaneció bastante tiempo en Monessen, un pueblo cerca de Pittsburg, en Pensilvania, donde McDormand se familiarizó con la ética del trabajo, no sólo de sus padres sino de la clase baja que predominaba allí. Eso la lleva todavía a asistir en persona, y no mandar un sustituto, como hacen todos los actores, a las pruebas de luces y de cámara. “Soy un miembro del equipo”, explicó.
En el secundario público de Monessen actuó por primera vez, como Lady Macbeth, a los 14 años. Casi no pudo creerlo: ella, que era una muchacha tímida, de pronto tuvo el poder de plantarse frente a un grupo de personas y ser el centro de la atención.
La vendedora de chocolates
En Bethany College, que tenía un acuerdo con los Discípulos de Cristo, estudió gracias a una beca: fue la única de su año que se graduó en teatro. Algunos de los profesores que la habían visto en obras de Eugene O’Neill y Henrik Ibsen le insistieron para que intentara ingresar en Yale, y lo logró en 1979, el mismo año que Lloyd Richards, el primer afroamericano que dirigió una obra en Broadway, asumió como decano de la Escuela de Arte Dramático.
Completó el master y se instaló en Nueva York. Allí compartió un departamento con Holly Hunter y buscó papeles mientras vendía (y comía) chocolates en la tienda Richoux of London, con un uniforme de blusa blanca y falda marrón.
Hunter supo que había sido seleccionada para un papel en Simplemente sangre, la primera película de los Coen al mismo tiempo que le ofrecieron un papel en una obra en Broadway, y prefirió el teatro. Recomendó a su roommate, quien estudió las líneas de Abby, una mujer que se va con un amante y termina enrollada en una trama de asesinatos, y se presentó a la prueba.
Cuando la llamaron para una segunda audición dijo que no podía: justo ese día su novio debutaba en una telenovela con un papel de cuatro palabras, y había prometido verlo.
—Por eso me contrataste, porque me negué —le dijo a Joel Coen, cuando ya llevaban décadas casados, en el Festival del Cine de Roma.
—No, desde luego que fue por tu talento, pero valoramos tu audacia. Nos gustó. ¡Fue tan inocente! Justo lo que queríamos para Abby.
Parte de la filmación se hizo en Austin, Texas, y McDormand le pidió a Coen que le sugiriera algunos libros para leer que estuvieran en sintonía con la película. Joel le llevó una caja con novelas de Raymond Chandler y Dashiell Hammett.
—¿Por cuál podría empezar?
—El cartero llama dos veces —sugirió él.
“Que es uno de los libros más sexy que existen”, se rió al recordar el episodio para el Times. “Me sedujo con la elección de libros. Yo lo seduje cuando lo invité a comentarlos”.
El rodaje terminó y regresaron a Nueva York, donde empezaron a vivir juntos, hace 38 años. “Se podía tener una pareja que fuera realmente profunda y apasionada que a la vez no nos impidiera una relación laboral que funcionase”, pensó entonces, y tuvo razón: hizo seis películas con los Coen y está por terminar una séptima. Descubrió que era posible amar a alguien y tener una vida propia, algo que no le había sucedido en romances anteriores.
Se casaron una década más tarde, cuando se disponían a adoptar a su hijo, Pedro McDormand Coen, y ella se encaminaba a ganar su primer Oscar.
Simplemente Fargo
El guión de Educando a Arizona, la segunda película de los Coen, se escribió pensando en McDormand en el papel de Dot; pero en la tercera, Miller’s Crossing, la actriz no aparece por ningún lado. “Fue parte de nuestro proceso de aprendizaje privado, como pareja”, explicó a Vogue. Joel y ella no iban a trabajar juntos siempre.
McDormand trabajó con otros cineastas y otros equipos: por su señora Pell, la esposa de un miembro del Ku Klux Klan en Mississippi en llamas, de Alan Parker, recibió su primera nominación al Oscar. La dirigieron también Sam Raimi (Crimewave, Darkman), Ken Loach (Agenda oculta), Robert Altman (Short Cuts), Lisa Cholodenko (Laurel Canyon), Bharat Nalluri (Miss Pettigrew Lives for a Day), Wes Anderson (Moonrise Kingdom, Isla de perros, The French Dispatch) y Gus van Sant (Tierra prometida), entre otros. Pero fue una película de los Coen, Fargo, la que la hizo realmente famosa, por la cual ganó su primer Oscar.
—You betcha! —le grita todavía la gente en la calle cuando la ve, imitando la manera de hablar de Marge, que tenía una cadencia notable y repetía graciosamente “ya, ya”.
“Me iré a la tumba siendo Marge”, le dijo a Vogue: al menos para la gente contemporánea de la película, la policía que sobrelleva los malestares del embarazo mientras resuelve un crimen sangriento, e incluso encuentra al asesino en el momento en que despedaza el cuerpo de su cómplice en una trituradora de madera.
Un dato llamativo de Marge, y característico de las mujeres que interpretó McDormand durante la mayor parte de su carrera, es que tiene menos tiempo de pantalla del que se recuerda. Son personajes que acompañan a otros (en el caso de Fargo, los de William H. Macy, que quería ganar unos pesos con el falso secuestro de su esposa, y de Steve Buscemi, uno de los criminales chapuceros que contrató) pero que, no obstante, se fijan en la memoria.
“Algo que siempre he podido ofrecer es una complejidad que rellena una idea”, dijo sobre su composición de personajes en un extra para la edición de Criterion Collection de Simplemente sangre.
Posiblemente eso provenga de su formación en el teatro, donde por otra parte ha continuado trabajando: lleva casi 25 años en la compañía neoyorquina Wooster Group, y poco después de ganar el Oscar por Fargo participó de un festival Tennessee Williams en Dublín (y pidió que el premio no se mencionara en el programa).
“Era demasiado vieja, demasiado joven, demasiado gorda, demasiado flaca, demasiado alta, demasiado baja, demasiado rubia, demasiado morena, pero en algún momento iban a necesitar eso otro”, le explicaban al rechazarla, recordó al Times. “Así que me especialicé en ser eso otro”. Todos sus personajes son eso otro.
Si su carrera se hubiera limitado al teatro, suyos habrían sido todos los grandes personajes femeninos; en Hollywood, en cambio, le costó encontrar un lugar. “Era demasiado vieja, demasiado joven, demasiado gorda, demasiado flaca, demasiado alta, demasiado baja, demasiado rubia, demasiado morena, pero en algún momento iban a necesitar eso otro”, le explicaban al rechazarla, recordó al Times. “Así que me especialicé en ser eso otro”. Todos sus personajes son eso otro.
La hora de tomar el timón
Con el hijo ya grande, empezó a pensar en ser ella la protagonista de sus creaciones. No solo como actriz principal: también como productora. En 2009, una semana antes de que Olive Kitteridge ganara el premio Pulitzer, compró los derechos cinematográficos de la novela de Elizabeth Strout. Comenzó un proceso largo de adaptación con Jane Anderson, que dio como resultado la miniserie de HBO.
Nominada a los Globos de Oro, arrasó con los Emmy, incluido el de Actuación Destacada en Miniserie para McDormand. “Me interesó educar a la gente en la variedad de formas en que las mujeres pueden expresar su emoción”, explicó al Times. “Lo cual es mucho más fácil de hacer en un papel grande que en uno complementario de un protagonista masculino”.
Por eso, por ejemplo, insistió en que Olive no llorase: porque la manera más simple de resolver las emociones de un papel femenino secundario son las lágrimas. Ni tanto ni tan poco, argumentó Cholodenko, la directora, y se acordaron un par de momentos de llanto para que el público pudiera sentir afecto por ella.
Tras el éxito de Olive, McDormand recibió una propuesta que rechazó: Tres anuncios por un crimen. “Me encantó, pensé que el personaje de Mildred era magnífico”, dijo en una presentación de la película sobre una mujer que, furiosa porque han violado y matado a su hija y porque la policía no investigó demasiado, inicia una campaña que incluye tanto carteles publicitarios como bombas molotov.
Le insistieron. Pidió unos días.
—A ver, yo tengo 58 —razonó frente a su esposo—. Eso significa que mi hija tendría que haber nacido a mis 38, ¿sí? Las mujeres de ese segmento socioeconómico no esperan tanto para tener su primer hijo.
—No des más vueltas —le respondió Coen—. Ve y hazlo.
Fue su idea que Mildred expresara en su misma ropa —un overol— y su peinado —la nuca rapada— la ira que la incendiaba. “La interpreté como si fuera un hombre”, dijo a Vogue. “Basé el personaje en las películas de John Wayne y John Ford, con esos personajes que salen de la nada, que no necesitan mucho contexto, que no hay que explicar por qué son como son”.
Por Mildred ganó su segundo Oscar.
Esas mujeres de McDormand
Y así, a los 60 años, luego de una carrera de casi cuatro décadas haciendo eso otro de las actrices que complementan el protagónico masculino, McDormand se consagró como actriz principal, algo tan inusual como ir a la fiesta de los Oscar en sandalias Birkenstock, cosa que también hizo.
Acaso lo más increíble es que lo haya logrado con personajes que son marginales en las narrativas favoritas de Hollywood, pero en el mundo son de lo más común: mujeres con depresión, en la menopausia, que han sufrido grandes dolores.
Cuando la revista del New York Times le preguntó por qué elegía esos papeles, esas mujeres, McDormand pareció sorprendida:
—¿Qué clase de mujeres? —preguntó a su vez.
—Mujeres que dicen palabrotas. O que son iracundas. O violentas.
—Yo digo palabrotas. Y soy franca. Pero qué sé yo, ¡es divertido! No es sólo que estén enojadas. Es más... Mi política es privada, pero mucho de mi política feminista se extiende a mi vida profesional porque retrato personajes femeninos, así que tengo la oportunidad de cambiar el modo en que la gente los ve. Aun si no lo hiciera conscientemente sucedería igual, sólo por la manera en que me presento como mujer o como persona. Me presento de una manera que se aleja del estereotipo aun si represento un papel estereotípico. Ya no puedo quitarme eso. Podía cuando era más joven.
—¿Por qué? ¿Es lo que pasa con la edad? —siguió la periodista.
—Sí. Eso es otra gran cosa de envejecer: tu vida está escrita en tu cara.
La de ella, en general sin maquillaje, o maquillada por ella misma, revela bastante sobre la fuerza de su personalidad, su capacidad de decir que no y tomar decisiones contra la corriente, acaso perdiendo oportunidades económicas (su patrimonio ronda los USD 30 millones, o 10 veces menos que el de Jennifer Aniston) pero ganando en elecciones individuales. Una de ellas, menor, es sin embargo igualmente iluminadora: cuando alguien le pide un autógrafo o una selfie, responde que no, que se ha retirado de esa parte del trabajo, que ahora sólo actúa.
—Les pregunto: “¿Cómo te llamas?”, los miro, conversamos. Tengo un intercambio real. No actúo porque quiera que me saquen fotos —explicó al Times—. Actúo porque quiero ser parte del intercambio humano.
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