Filomena Vargas miraba caer la lluvia.
Era la media tarde del domingo, la hora en la que los ánimos empiezan a declinar, aunque su tristeza no tenía nada que ver con el día ni con la hora ni con la lluvia.
Sacó el brazo derecho por la ventana dejando que el agua acariciara la herida que, a manera de una vena, lo atravesaba. Sintió las gotas como un bálsamo.
Recordó el momento en el que había entrado por primera vez a esa casa. Cuando decidieron vivir juntos, Héctor consiguió el lugar en un barrio alejado, bien en las afueras de la ciudad, a pocas cuadras de donde él ya vivía con otra mujer.
Ella amaba las cuatro paredes de revoque irregular que contenían el único ambiente de la vivienda que servía de sala, de dormitorio y de cocina a la vez, solo interrumpido por un pequeño cubo cuya única demarcación era un cortinado de plástico amarillo limón que hacía de cuarto de baño.
Se abrió el batón y observó el oscuro moretón que tenía sobre el pecho izquierdo, luego viró a la herida todavía humedecida. Esta vez se le había ido la mano, pensó.
Sintió miedo, por primera vez. Aceptaba los golpes como una suerte de derecho que tenían los hombres sobre sus mujeres; pero un cuchillo, no. E incluso más que el cuchillo era la mirada de Héctor la que la había aterrado.
Desde que llegó del Chaco, adolescente, no hizo más que trabajar de lunes a sábado, nunca faltaba. Y así seguía siendo su vida, de una responsabilidad irreprochable pese a la realidad que se le había instalado desde hacía ya bastante. Los primeros meses con Héctor habían sido buenos; él tomaba poco y, cuando lo hacía, era más divertido. Pero a medida que fue pasando el tiempo, fue tomando más y estando de peor humor, después se puso agresivo, y ahora violento. Cuando estaba sobrio le echaba la culpa al trabajo. Así que ahora cuando ella regresaba, tarde, cada noche, que Héctor no estuviera era la mejor opción. Porque la otra era tener que soportarlo y soportar todos sus caprichos asquerosos.
Los domingos, el único día que tenían para estar juntos, Héctor iba al hipódromo. Ella rezaba para que ganara porque, de lo contrario, ya sabía lo que le esperaba.
Observó la herida en el brazo. Le habían tenido que dar un par de puntos. Sin embargo, la cicatriz que quedaría como testigo sería lo de menos, no soportaría otra noche así.
Sin pensarlo, tomó el bolso grande, el que –también una tarde de domingo– hacía tantos años la había acompañado desde su tierra natal.
Puso dos mudas de ropa, jabón, shampoo, una toalla y, entre otras pocas cosas, su cuaderno con estampitas. Casi todos sus bienes.
Antes de cerrar la puerta se detuvo a observar las paredes, los pocos muebles, la repisa con los souvenirs de cada casamiento, de cada fiesta de quince a la que habían ido juntos. Y echó a andar.
Salió del barrio y atravesó todo lo rápido que pudo la zona residencial lindera. No le gustaba cómo la miraban por ahí. Percibía cierto recelo, algo de desconfianza en los ojos de esa gente de apariencia tan distinguida.
Cansada, se detuvo en una plaza. Se sentó en un banco y cayó en la cuenta de que no había pensado, aún, dónde pasaría esa noche ni las subsiguientes.
Se le ocurrió llamar a la señora Cano y pedirle, con cualquier excusa, que la dejara dormir en su casa. De todas formas debería estar ahí a las siete de la mañana siguiente para comenzar la jornada laboral.
Caminó hasta la cabina telefónica que estaba en la esquina. Atendió el señor Cano, no lo esperaba. Casi corta la comunicación mas no podía darse ese lujo. Le pasó con la esposa, ella le dijo que sí enseguida. Al salir de la cabina, un viento intenso, que le hizo cerrar los ojos y avanzar a tientas, parecía querer impedirle llegar hasta la parada del colectivo. Ya no llovía. La temperatura había bajado. Hacía mucho frío.
Llegó cerca de las ocho de la noche. Tenía llaves de abajo, subió directamente. Antes de tocar el timbre del octavo piso escuchó los gritos del señor y los quejidos de la señora. Reconoció el significado de los gritos, sintió en su propia piel la causa de los quejidos. Se estremeció.
Esperó un rato. Hubo un silencio. Se quedó un poco más de tiempo sentada en la escalera.
A las nueve tocó el timbre. La señora Cano le abrió. Para su sorpresa, la abrazó como si hubiera llegado una aliada.
Estaba por tomar una ducha cuando golpearon a su puerta. La dueña de casa le pidió si podía ir a la farmacia; tenía un fuerte dolor de cabeza.
Agradeciendo el pedido como una mínima forma de pago del asilo, Filomena Vargas salió de inmediato.
Al cabo de unos minutos regresó con las aspirinas que alcanzó con un vaso de agua a su patrona. Volvió al cuarto de servicio. Mientras sacaba las pocas cosas del bolso le pareció que el orden del contenido había sido alterado. Con desesperación buscó en el fondo, dentro de la zapatilla negra, y encontró el arma. Recobró el pulso normal, las palpitaciones cesaron. Era la de Héctor. Se la había llevado instintivamente sin saber si para usarla o para evitar que la usaran contra ella.
Tomó una ducha y se acostó a dormir.
Ya de madrugada, a no demasiado de haber conciliado el sueño, la despertaron nuevos gritos, ruidos fuertes que venían de la habitación de los señores, después un portazo. Se tapó los oídos, la sábana hasta la coronilla. Conocía esos ruidos. No solo los oía, los sentía en todo el cuerpo, sobre todo en la herida del brazo que nunca acabaría de cerrar.
De pronto sintió los golpes cerca, muy cerca, en la puerta distante a no más de un metro. Era la señora Cano que, ante la falta de respuesta, entró en la habitación de servicio.
La mejilla derecha de la patrona era una mancha morada. Sabía que en un rato se pondría negra.
Se abalanzó sobre Filomena Vargas y la abrazó.
Se miraron con profundidad.
La señora Cano, pasándose la mano por la mejilla derecha, susurró:
–Lo mataría.
Filomena Vargas, acariciándose el brazo derecho, replicó:
–Yo también.
La policía encontró el arma sobre la cama, al costado del cuerpo del señor Cano. Las pericias revelaron que tenía estampadas las huellas digitales de las dos mujeres quienes, cuando el comisario llegó al departamento esa madrugada, estaban abrazadas, como si solo mirasen la lluvia caer.
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