Pasaron ocho años desde que Alan Pauls publicó el cierre de la trilogía Historia del llanto, Historia del pelo e Historia del dinero. Fueron ocho años en los que no publicó ficción: los títulos que salían eran reediciones y ensayos, como La vida descalzo y Trance. Pauls no es de esos escritores que publican a destajo ni que tienen apuro por soltar un libro.
Casi al comienzo de esta entrevista, va a mencionar a Ricardo Piglia y uno puede ver que hay varios vínculos entre ellos; el primero es no apurar el tiempo entre novelas. Piglia tomó trece años entre Plata quemada y Blanco nocturno; Pauls ahora quiebra ocho años sin ficción con la salida de La mitad fantasma. Este período, de hecho, no es ni el primero ni el más extenso para él: entre Wasabi y El pasado hubo un salto de nueve años.
La mitad fantasma (Ed. Penguin) está protagonizada por Savoy, un hombre de unos cincuenta años que mira la realidad con la inconveniencia de sentir que el mundo lo está dejando atrás. Sin llegar a ser tecnófobo, lo exaspera la tecnología. Entra en casas en alquiler para interferir brevemente en la vida de los otros. Y, por la misma razón, compra objetos innecesarios en una plataforma de comercio electrónico. Savoy se mueve con la liviandad de quien se reconoce anticuado y fuera del tiempo, hasta que conoce a Carla, una mujer veinte años menor que él, de quien se enamora. Ella también se mueve con liviandad y entra en casas ajenas: viaja por el mundo como home sitter. Pero, ¿hay alguna experiencia más anclada en un territorio y en un presente que el amor? La relación entre ellos pone en marcha un juego de espejos y de complementaciones que deja en el aire la pregunta de si es posible, hoy en el siglo XXI, sostener aquella superstición amorosa que dice que existe alguien en el mundo que puede ajustarse a nuestros deseos y sueños.
Alan Pauls habló con Infobae Cultura sobre La mitad fantasma. Aunque desde hace un tiempo vive en Berlín, la conversación ocurrió días atrás, en medio de un viaje suyo a Buenos Aires y por videoconferencia.
—Hay una palabra que aparece varias veces en este libro y también en otros: “aprendiz”. ¿Te considerás un aprendiz?
—Debo ser un aprendiz en millones de cosas, pero, si estás pensando en relación con la escritura, no. En el aprendiz hay una idea de inocencia que ya no tengo. La perdí hace mucho. Por suerte, porque no es una virtud que valore. No creo saber mucho más de lo que sabía antes ni tampoco que uno acumule el capital de la experiencia, porque con cada libro me invento un problema nuevo y después trato, no sé si de salir de él o de resolverlo, pero sí de llevarlo hasta las últimas consecuencias. Donde quizás sí me volví más experto es en crearme problemas. En ese sentido, soy menos pichi que hace treinta años.
—En Historia del dinero y en La mitad fantasma hablás de un tema que no suele estar presente en la literatura argentina, que es, justamente, el dinero. No sé si es un tabú; en todo caso te lo pregunto. Vos lo traés con frecuencia. ¿Por qué?
—Me interesa mucho el dinero, me interesa como problema. Me interesa la dificultad persistente en hablar del dinero. Todos los tabúes van cayendo uno tras otro y, sin embargo, a la gente le resulta difícil nombrar el problema del dinero, salvo para decir: “Me falta el dinero”. O para alardear, como hace cierta clase social argentina. La lógica del dinero o el tipo de comportamiento que se moviliza alrededor del dinero todavía no aparece. Tiene algo sucio el dinero. Hay algo roñoso y, en ese sentido, es una cuestión un poco porno, que quizás justifique algunos pudores. Me interesan los escritores que hablan del dinero. Piglia hablaba mucho del dinero; me acuerdo de que, cuando lo conocí, él estaba muy interesado en cómo yo resolvía la cuestión de ganarme la vida. A él le interesaba —no sé si porque era marxista— la determinación material a partir de la cual uno inventaba bellas cosas con palabras. En Historia del dinero me metí con el asunto muy frontalmente. En aquel momento pensé poner entre paréntesis el precio que tenía cada objeto que se mencionaba.
La lógica del dinero o el tipo de comportamiento que se moviliza alrededor del dinero todavía no aparece en la literatura argentina
—En esta novela lo hacés.
—Sí, lo hago con los dos dones de Carla a Savoy. Pero en Historia del dinero tenía la fantasía de que el libro se convirtiera en un catálogo de precios de época. Incluso con una amiga habíamos acordado que ella iba a hacer una investigación para saber cuánto costaba cada cosa en el momento en que aparecían en la acción. Después el trabajo se hizo tan difícil por la cantidad de cambios de moneda y de procesos inflacionarios, que directamente lo descarté. Mi modelo eran los diarios de Warhol, que, en ese sentido, son como libros de contabilidad. Warhol los empezó a escribir cuando pactó con su asistente personal que al final de cada día iba a llamarlo para contarle todo lo que había gastado. Y, a partir de ese ejercicio contable, también recordaba lo que había hecho. Así terminó escribiendo las 600 páginas de sus diarios, que son una verdadera enciclopedia de cómo gastar dinero.
—Creo que la primera línea de La mitad fantasma dice que las finanzas de Savoy siempre fueron estables en un país propenso a la zozobra.
—De qué vive Savoy. En general no me preocupan mucho esas cosas, pero acá, por alguna razón sí. En un momento se me ocurrió que Savoy debía vivir de algún tipo de regalía o de derecho de autor que le llegaba como desde el más allá. En tanto que escritor, a mí siempre me pareció muy rara la idea de escribir un libro durante dos o tres años y que, después, periódicamente si tenías algo de suerte, cada seis meses te llegara una plata. De dónde llega ese dinero. En la lógica del derecho de autor hay algo muy fantasmal, muy espectral. Efectivamente el dinero parece llegar de un más allá que no está ligado a la producción y, a la vez, me parecía una lógica bastante afín a la relación rarísima que tienen la escritura y el dinero.
—Una vez Sergio Bizzio me dijo que escribir, en realidad, es carísimo, porque el tiempo que se invierte en escribir una novela nunca se repaga.
—Yo creo que escribir es un lujo. El dinero que uno recibe como escritor, más allá de que seas muy exitoso o de que vendas pocos libros, es una especie de bendición lujosa. La relación entre lo que te llevó escribir ese libro y eso que viene —sea poquísimo o muchísimo— es completamente extravagante. A diferencia de la relación entre hacer un par de zapatos y lo que cuesta, en la literatura eso es mucho más caprichoso, más arbitrario.
—¿Por qué a Savoy no le gusta Las alas del deseo, de Wim Wenders?
—En este caso coincide bastante conmigo. Las alas del deseo es la película en la que Wenders de algún modo se traiciona. Deja de ser el gran cineasta que era y, aún cuando la película obviamente no es mala, funciona como una bisagra hacia un Wenders internacional, satinado, reconocido, que empieza a convertirse en una versión medio kitsch de sí mismo. Es un poco cruel decir esto porque hasta Las alas del deseo había hecho seis o siete películas muy buenas que, incluso hoy, siguen siendo muy buenas, a diferencia de Las alas del deseo y de todas las películas que hizo después, que son más bien horribles. Y la otra cosa que a Savoy le irrita mucho de la película es una especie de piedad, un sentimiento casi cristiano que flota en la película y que tiene que ver con la mirada angélica que Wenders inventa y que persiste cuando el ángel cae. O que se vuelve el colmo de lo angelical y se liga con esas inocencias como el circo y la trapecista. Hay algo de la inocencia que a Savoy lo pone muy nervioso.
—El desagrado de la inocencia es algo que señalaste en la primera respuesta.
—No me gusta la inocencia ni como valor artístico ni como valor ideológico. Me parece totalmente sobrevalorada, muy manipuladora. Lo que me molesta es que parece ser la propiedad de un sujeto: sos inocente o no sos inocente, no importa lo que hagas. Yo diría que hay que fabricar una extrañeza. Pongo entre paréntesis la condición de inocencia y pongo en primer plano la cuestión de la extrañeza. Hay que hacer un trabajo para crear la extrañeza. Podés extrañar algo, en el sentido de volverlo extraño, después volverlo familiar y después volver a extrañarlo. Escribir consiste mucho más en dar con ciertas armas o ciertos procedimientos para enrarecer algo, que en cultivar una especie de mirada de virgen o de salvaje primitivo para que las cosas no te dejen de asombrar. Me gusta la infancia pero no me gusta el infantilismo. Me gusta la extrañeza.
No me gusta la inocencia ni como valor artístico ni como valor ideológico. Me parece totalmente sobrevalorada, muy manipuladora
—Savoy en un momento se engancha con una suerte de Mercado Libre. Recuerdo que hace unos años vos tuviste un problema con esa plataforma. ¿Esta es tu venganza literaria?
—Ya en su momento me había “vengado” escribiendo una nota que fue muy comentada y no necesariamente para mi beneficio, porque decían —con razón— que yo era una especie de ignorante que no sabía cómo se movían las plataformas de comercio electrónico. Más bien quise desplegar un poco ese pequeño incidente y entender qué había de interesante en las prácticas que uno asume para el mundo contemporáneo. Cómo compra, cómo consume, cómo busca lo que necesita, en quién cree para conseguir lo que necesita, cuánto paga. En la novela no hablo del caso que me tocó a mí, pero recupero cierta cantidad de problemitas que se juntaban en ese incidente. Más que vengarme, quería volver sobre el punto y poner esa lógica en contacto con Savoy, que es de una generación para la cual el comercio electrónico es algo complicado, malicioso y perverso.
—El hecho de que tanto Savoy como Carla entren más o menos fugazmente en la intimidad de los otros, ¿puede ser una lectura sobre las redes sociales?
—No. Las redes sociales no entraron en la novela. De hecho, la novela tiene bastante cuidado de meterse con cosas que ya son un poco antiguas, con tecnologías y prácticas digitales que están en vías de desuso. Las redes sociales en un punto me interesan y en otro punto no. No escribiría algo en relación con las redes sociales. El único punto que aparece con cierto desarrollo en la novela es la idea de perfil. Cómo Carla, que se dedica a cuidar casas ajenas por el mundo, tiene que ponerse en escena a sí misma en una especie de mercado virtual y en el que se ve obligada a autobiografiarse. Y cómo Savoy entra a esos sitios para saber qué es lo que ella está haciendo en su vida de cuidacasas. Qué pasa si una persona que no está en ese mundo toma esos perfiles como pequeñas autobiografías. A Savoy le fascina la lógica del perfil y del comentario: un pequeño tribunal en el que su amada Carla no sólo es obligada a presentarse a sí misma sino que aparece como objetada o elogiada. En cierto, se mete en ese mundo para descubrir el lado B de ella. Allí se da la paradoja de que él conoce el lado público de ella y todo lo que él puede ver en las páginas web le es completamente secreto y oscuro.
Más que una novela de amor, yo creo que es una novela de enamoramiento. Está abocada a describir ese primer momento del flechazo o lo que sigue al flechazo
—Hace unos días se publicó una entrevista que te hicieron en Chile donde decías que El lado fantasma es una novela cómica sobre el cambio de siglo. Yo siento que es una novela de amor. ¿Puede ser las dos cosas?
—Sí, por supuesto. Puede que el amor sea el campo de batalla donde planteo cosas que tienen que ver con una especie de estado de transición. O una transición para mí, porque no creo que los millennials lo sientan. Las dos cosas son perfectamente compatibles. Pero, más que una novela de amor, yo creo que es una novela de enamoramiento. Está abocada a describir ese primer momento del flechazo o lo que sigue al flechazo. Es un amor que no tiene una duración. En ese sentido, es como el anti El pasado: se consuma y se despliega a lo largo de cinco semanas y después se abre a la dimensión de la distancia, con lo cual empieza a cambiar. Y, por otro lado, ese enamoramiento que, es bastante imaginario y delirante, lo sabemos desde la perspectiva de quien lo sufre. Nunca sabemos verdaderamente cuán recíproco, cuán correspondido es.
—En la vida real tampoco lo sabemos.
—Bueno, supongo que hay maneras de testearlo. Hay pequeñas trampas que uno puede tenderle al otro para saber. Hay pruebas, hay estrategias para producir algún tipo de respuesta, aunque la repuesta no nos asegure que sea veraz o sincera. No podemos estar seguros de nada, por supuesto, y creo que eso es un poco lo que piensa Savoy cuando decide cortar con la distancia y pasar al acto.
—¿A qué hace referencia el título La mitad fantasma?
—Me gustaba la idea del amor como búsqueda de la otra mitad, esa especie de mito platónico, pero asociada, sobre todo, con la superstición muy ligada a la vida digital de que uno piensa que gracias a internet y el comercio electrónico, por fin va a dar con lo que necesita: con el producto, con el bien, con el servicio que te estaba faltando. La otra mitad como la satisfacción de las necesidades, de las pasiones y de la avidez del consumo. Y cruzar la idea de la mitad con la del miembro fantasma, que es la expresión que designa la sensación que tienen los amputados de tener siempre el miembro que les falta en una especie de estado espectral. En el caso de un amor a distancia como éste, venía bastante al caso. Qué clase de otro es el otro cuando toda la relación que tenés con él está mediada por una pantalla, por las interferencias de una pantalla, por toda la lógica de sospecha que implica ver al otro moviéndose en ese cuadradito.
—Otra vez, si hablamos de sospecha y paranoia, aparece Piglia.
—Yo soy un poco hijo del régimen paranoico. Me formé en la creencia de que las cosas están para ser leídas y que la superficie no dice todo lo que se está diciendo y hay que ir más atrás. De todos modos, creo que me fui alejando de esa idea. Ya no creo tanto que hay una superficie y una trastienda profunda. Me parece que me volví más superficial, en el sentido más profundo de la palabra.
Me volví más superficial, en el sentido más profundo de la palabra
—¿Por qué?
—Creo que todas las cosas se juegan en la superficie y que, en todo caso, lo que antes uno pensaba como profundidad, ya está veteando las superficies que uno tiene adelante. Leer o descifrar ya no es tanto atravesar las superficies para llegar a la verdad oculta, sino más bien desovillar o desenredar los hilitos que están visibles en el mármol pero cuya forma o dibujo no está del todo clara. Pasé de un régimen paranoico, que es un poco el régimen freudiano y marxista, a un régimen postfreudiano o postmarxista.
—¿Qué te hizo cambiar?
—Cambió mucho el mundo y cambió la manera de pensarlo, y en algún momento, la idea de superficie y profundidad se convirtió en una especie de giro en el vacío. La profundidad es una experiencia histórica; no siempre la humanidad fue profunda. No siempre la profundidad representó algo para la humanidad o la cultura, y, así como no siempre la representó, no tenía por qué representarla para siempre. Creo que los años 80 funcionan como un momento de la crisis total de la profundidad y es la estrategia que usa Wenders cuando parece decir que, si se acabó la profundidad, él va ser inocente.
—¿Cómo afecta la falta de profundidad a la literatura? ¿Sin profundidad todo es texto?
—No es exactamente lo mismo. La literatura puede seguir inventando mundos en el mundo. Pero ya no es un mundo que está detrás del mundo real, sino que se puede inventar mundos adentro del mundo, se pueden abrir tiempos adentro del tiempo. Ya no es necesario imaginar una segunda dimensión y mucho menos asignarle un valor de verdad. Podemos trabajar con las herramientas de la crítica para pensar la superficie y las fuerzas que la componen entrelazadas en tensión, dialogando, etcétera. La literatura ya no tendría por qué descorrer el telón para acceder a lo que estaba oculto sino más bien poner en escena o distribuir sobre ese telón las cosas que nos interesan y componen el mundo: el deseo, el dinero, el poder, la intimidad, lo que sea.
—Uno puede pensar que muchos de tus libros son una investigación sobre el amor. ¿Qué es el amor? ¿Cómo se lo narra?
—Para escribir —porque pensar la pregunta en otro orden me parece un poco ridículo— el amor es una de las pocas experiencias absolutas que hay. Es una de las pocas experiencias capaz de alimentarse de todas las otras experiencias. Es una especie de boca gigantesca o de estómago gigantesco capaz de alimentarse y procesar e incorporar todo lo que aparentemente le sería extraño: la política, la historia, lo público. Esa es su potencia. Es una gran máquina de incorporar. Y a la vez, por el tipo de cosas que escribo y por el tipo de ficción que me interesa, es una gran experiencia de delirio. Te coloca en un lugar de imaginación sin límites. Me acuerdo de que a raíz de El pasado se hablaba mucho de la relación entre amor y enfermedad, entre amor y droga. Sigo pensando que quizás haya muy pocas sustancias o experiencias que alteren la conciencia como la experiencia amorosa. Hay algo ahí que sigue siendo interesante. Y para mí, que me gustan mucho los problemas, el amor es una fábrica de problemas. Por eso probablemente los amores que aparecen en mis libros no son necesariamente armónicos. Me gusta mucho el tipo de interferencia que produce el amor. Es una cantera muy fértil para alguien como yo, a quien le interesan mucho los procesos mentales.
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