Una figura mítica, un todo-artista que deambulaba por países, que construyó pequeños mundos compuestos de instantes y que hoy, tras seis años de investigaciones, tiene su primera retrospectiva en el país: Alberto Greco, nuestro El Greco, rupturista, vanguardista, anticlerical, destructor de lo formal; hombre de una vida fugaz, nómade y de final trágico, que hizo de su existencia y muerte una pieza de arte que ningún museo podía contener.
Alberto Greco, ¡qué grande sos! es una invitación a una experiencia que busca abarcar una obra-vida imposible, una apuesta del Museo Moderno que rompe con la linealidad del homenaje y propone conectar las diferentes etapas del artista a través de puntos esenciales. Pero, representar el legado grequista es un desafío enorme, ¿cómo mostrar aquello que fue efímero y presencial?, ¿cómo trasladar a un museo gran parte de una obra que nació y murió para no poder ser colgada en paredes?
En ese sentido, la propuesta gira en torno a alrededor de 100 piezas, que unen su pintura informalista y libros, con reconstrucciones de archivo y los “episodios ciegos”, que se distribuyen en tres núcleos temáticos: Viva el arte vivo, La pittura è finita y La orden de Greco. En cada uno de ellos, se enlazan diferentes momentos de su obra-vida que revelan al artista como un todo.
Y esta obra-vida se desarrolló en un peregrinar constante. Alberto Greco (Buenos Aires, 1931) fue un artista argentino, con intervenciones en la gran metrópolis como en el interior del país, como la Exposición rodante de arte argentino, que en 1960 lo llevó a exhibir pinturas y esculturas en las plazas de pueblos cuyanos. Y también un expatriado por decisión propia, que llevó su quehacer, entre otras ciudades, a San Pablo, París, Génova, Roma, Madrid, Nueva York y Barcelona, donde realizó su última obra: un suicidio al que puso firma.
La exhibición, que cuenta con la curaduría de Marcelo Pacheco, María Amalia García y Javier Villa y el diseño de montaje de Daniela Thomas, Felipe Tassara e Iván Rösler, toma su nombre de la instalación realizada en 1961 a partir de piezas gráficas en la esquina de Corrientes y Libertad, experiencia que documentó Sameer Makarius.
Para entonces Alberto Greco, nuestro El Greco, ya había dejado de ser pintor o por lo menos eso creía, ya que luego regresaría a lo pictórico con el dibujo, porque si hay algo constante en él es ese devenir, ese corrimiento entre lo que se esperaba, la búsqueda, la búsqueda, la búsqueda.
Dicen los manuales que Greco fue uno de los impulsores del informalismo en esta parte del mundo, allá por el ’59, que se dedicó a la pintura por un par de años antes de abandonarla porque creía que ya no podía representar al arte, que era algo obsoleto, algo muerto. Por eso dos años después, Makarius ya lo documenta con esos afiches amarillo chillón, en la que además asegura ser “el pintor informalista más importante de América”. ¿Y lo era?
Eso puede estar abierto a debate, a fin de cuentas todo es subjetivo, pero sin dudas las seis pinturas que integran la muestra poseen una potencia absorbente, hipnotizante, de pinceladas que parecen arrancadas de las entrañas del fondo del mar, caóticas, como si fueran cielos de Toledo ocres y oscuros del otro El Greco, Doménikos Theotokópoulos, o arrancadas de rincones de la serie negra de Goya.
Greco, nuestro El Greco, fue un informalista que había mamado en París las bases de un movimiento que aquí fundó junto a Kenneth Kemble, pero para el que elaboró un trazo propio en sus obras densas y casi monocromáticas, más cercanas a un Zao Wou-Ki sin caligrafía china y a un Antoni Tàpies atormentado de mediados del siglo XX.
Y la pictórica en El Greco parece ser víctima de su propio ser. Y estaba bien, porque a fin de cuentas fue un pintor que tuvo una formación (Bellas Artes, Cecilia Marcovich, Tomás Maldonado y Lidy Prati), aunque no precisamente un tallerista, ni mucho menos un academicista. Y para los ’60 “veía el arte como una acción, una aventura continua, algo que acontece en cada uno”, y aquello de los pinceles y los lienzos ya no lo llenaba.
No era la primera vez que decidía cambiar, porque antes de dedicarse a la pintura escribió Fiesta, una publicación artesanal de 150 ejemplares con tapas intervenidas por Raoul Veroni, donde compila una serie de haikus, que puede apreciarse desplegada en la exhibición.
Era 1950, antes de ser “el pintor informalista más importante de América”, que durante la presentación en una librería sucede algo que lo acompañaría el resto de su carrera: la llegada de las fuerzas de seguridad, entiéndase como el desafío al poder establecido, que diluye la reunión por considerarla comunista.
Como mucho en la obra de El Greco la realidad se confunde con la leyenda, incluso él mismo podía variar un relato en el tiempo, quizá como una demostración más de que el arte es aquello que está vivo y aquello que ya había existido podía volver a intervenirse, podía revivir con otro cariz. ¿Fue aquella presentación el primer happening del país?
Queriendo o no, Alberto Greco había comenzado a formar los eslabones líquidos de un legado que aún hoy se sigue escribiendo, había realizado un acto para el que aún entonces no había nombre. En la historia oficial, el happening comienza en el ’52 y en Argentina tiene su punto de ebullición en los ’60 con el Instituto Di Tella como eje (En ese sentido es innegable la inspiración de su “¡Qué grande sos!” en el cartel “¿Por qué son tan geniales?” de 1965 de los Ditellianos Edgardo Giménez, Dalila Puzzovio y Carlos Squirru, en Florida y Viamonte).
Aquel “¡Qué grandes sos!”, a su vez, constituyó una resignificación de lo popular, tanto por la frase asociada a Perón, como por el uso de un medio masivo en un ejercicio de autoproclamación dalinesco, de grito existencialista hacia la masa, que sin dudas se conecta con sus experiencias de los ’60 en España, Francia e Italia, donde genera sus apuestas artísticas más importantes y que forman parte de los tres núcleos de la muestra del Moderno.
Durante los ’60 el arte conceptual toma más fuerza en escenarios simultáneos, con múltiples aproximaciones, a fin de cuentas era un terreno para descubrir. Y es en el ’62 cuando Greco deambula por París, con una tiza en la mano, formando círculos alrededor de la gente para resaltar que ellos eran obras de arte vivas. Y sería aquel año cuando escribiría su famoso Manifiesto de Vivo Dito, del arte vivo, que también toma la calle en forma de afiches:
“El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñará a ver nuevamente aquello que sucede en la calle. El arte vivo busca el objeto pero al objeto encontrado lo deja en su lugar, no lo transforma, no lo mejora, no lo lleva a la galería de arte. El arte vivo es contemplación y comunicación directa. Quiere terminar con la premeditación que significa galería y muestra. Debemos meternos en contacto directo con los elementos vivos de nuestra realidad. Movimiento, tiempo, gente, conservaciones, olores, rumores, lugares y situaciones. ARTE VIVO, movimiento DITO”.
En la exhibición también se encuentran fotos de Cristo 63, un happening-obra de teatro improvisada en el Teatro Laboratorio de Carmelo Bene, en Roma, que buscaba integrar al público con sus propios relatos e interpretaciones, y que fue el primer espectáculo de Vivo-Dito. Como en el ’50, la policía clausuró el evento, pero esta vez Greco fue encerrado con camisa de fuerza en un hospital de monjas, de donde escapa al otro día con ayuda de Bene.
Huyendo de las fuerzas de seguridad, continúa su camino de artista sin patria fija y se va del país. En cartas a amigos relata sobre Cristo 63: “Podía durar una hora como cinco... tres días o diez minutos. La idea era abolir los camerinos –pero sin pensarlo– todo debía ocurrir allí. Tratando de terminar también con la posibilidad del público en relación a nosotros, para terminar en una especie de cama redonda en el escenario todo junto. El auténtico Judas fue el público, que no quiso subir.”
“Basta decirte que fue tal el escándalo de Cristo 63 que tuve que abandonar Italia antes de las 48 horas. Me internaron luego de la función con chaleco de fuerza en un hospital atendido por monjas que me odiaron. Logré escaparme por una ventana ayudado por el director de la compañía”.
En el primer piso del Moderno se encuentra el espacio dedicado al momento mejor documentado fotográficamente: su experiencia en el pequeño pueblo español de Piedralaves, a 95 km de Madrid, con las imágenes de la española Montserrat Santamaría en gran tamaño.
En este enclave crea el Gran Manifiesto-rollo arte Vivo-Dito de 300 metros de largo, donde reúne escrituras, imágenes y fotos y anotaciones. Recorre el pueblo, con ayuda de los niños -que incluso roban papel higiénico de sus casa para colaborar- y la mirada distante de muchos residentes, que ajenos a la teoría del arte grequista, lo observan con cierto recelo.
Pero no todos. Y en las imágenes pueden verse adultos sosteniendo carteles con la leyenda Obra de arte señalada por Alberto Greco, y de la misma manera que Piero Manzoni en Italia firma personas para convertirlas en obras de arte, él lo hace con estos pobladores.
Sea con sus círculos de tiza, en Cristo ’63 o en Piedralaves, el arte vivo de Greco, nuestro El Greco, se sostiene en la otredad, aunque sea él quien lo avala. Y ese otro suelen ser trabajadores, peatones o el público de la obra, vecinos o niños a los que los motiva la curiosidad. El arte es un organismo que respira aquí y ahora, que puede seguir algunos lineamientos pero que necesita de lo imprevisible, de lo inevitable. Y debe desafiar al espectador, debe trastocar su entendimiento, debe ser puro.
Posteriormente, Greco realizará escenas de vivo-dito en Madrid, con Viaje de pie en metro de Sol a Lavapiés, donde las personas realizan el recorrido de una estación a la otra y pintan una gran tela que es quemada antes de la llegada de la policía franquista. Y regresará, por última vez, a Buenos Aires, donde expondrá en Bonino, en una muestra individual Mi Madrid querido, donde la gran convocatoria de público obliga a llevar las acciones a la Plaza San Martín.
En la muestra también hay unos lockers, que representan a la rifa de obras de artistas como Christo, Alan Kaprow, Claes Oldenburg y Man Ray, entre otros, que organizó en la estación central de Nueva York, en 1965. Actividad que el museo propone con sus visitantes los domingos.
Aquel año Alberto Greco, nuestro El Greco, elige Barcelona para quitarse la vida. Entre Ibiza y Madrid, escribe Besos brujos, una novela de 130 páginas que combina dibujos, con relatos de literatura popular, historias de espías y Far West, cartas y horóscopos, anticipándose a Manuel Puig en eso de la combinación de registros y, por décadas, a La brasa en la mano de Oscar Hermes Villordo en la temática queer. Porque Besos Brujos es también una historia de desamor con Claudio Badal, un joven chileno con quien tuvo una tormentosa relación y a quien dedica esta obra plástico-performática. Allí, escribe:
“No sé nada de ti. Y en el fondo lo prefiero
aunque a veces me muero por no llamarte.
No te perdonaré nunca que hayas venido
a esta isla sabiendo que yo estaba.
Habiéndonos prometido no vernos más, Claudio
¿Por qué lo hiciste?
¿Por qué eres tan cruel mi amor?”
Esta novela fue su carta de despedida. En la ciudad catalana toma una sobredosis de barbitúricos. Sobre la palma de su mano izquierda escribió la palabra Fin y sobre la pared Esta es mi mejor obra.
*Alberto Greco: ¡Qué grande sos!, en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, San Juan 350. De lunes, miércoles, jueves y viernes: 11:00 a 19:00, Sábados, domingos y feriados: 11:00 a 20:00. (Martes cerrado). Entrada: $50. Click aquí para reservas y protocolos.
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