Sobre la ética de la muerte
En el mundo de los hombres despóticos y que se blindan
en sí mismos lo mejor sería aflojar las abrazaderas de
la identidad y no indurarse. […] No otra cosa […] es la
humanidad.
Theodor W. Adorno 11, 343
Un criado algo tonto:
Quita con la pala también la nieve
del vecino.
Issa
Una vez estaba en verano en el cuarto de mi abuelo y
miraba por la ventana. No se podía ver mucho: un camino
recorría el pueblo y subía hasta un edificio pintado de
amarillo oscuro («Schönbrunn»), una antigua pensión,
y al llegar ahí torcía. Era una tarde de domingo, y el
camino estaba vacío. De pronto sentí amargura por el
habitante de la habitación, porque iba a morir pronto.
Pero la sensación se atenuó enseguida, porque yo sabía
que su muerte sería del todo natural.
Peter Handke, Desdicha sin deseos
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Según Ser y tiempo la muerte es intransferible. Es indivisible, como el individuo. Siempre es la mía. Mi muerte es insondablemente solitaria. La soledad de mi muerte es la de una autorreferencia absoluta. La condición de posibilidad de mi muerte es un total desligamiento de toda referencia, de toda relación con el otro: “Su muerte es la posibilidad del no-poderexistir- más. Cuando la existencia es inminente para sí como esta posibilidad de sí misma, queda enteramente remitida a su poder-ser más propio. Siendo de esta manera inminente para sí, se han disuelto en ella todas las referencias a otra existencia”.
La muerte posibilita una inclinación a sí mismo carente de toda otra relación, la contracción del sí-mismo: “La falta de referencias propia de la muerte […] singulariza la existencia aislándola en sí misma”. En la celda de la soledad el otro solo se siente ya como una amenaza de mi muerte incompartible, que aquí se custodia como un bien que no se puede robar. El “coestar” es, en primer lugar y la mayoría de las veces, una distracción y una dispersión. Distrae a la existencia de ser ella misma: “La existencia, al absorberse en el mundo de la ocupación, y esto quiere decir también en el coestar que se vuelve hacia los otros, no es él mismo”. La muerte vela por la soledad del ser sí mismo, de la autorreferencia. ¿En qué consistiría —si podemos decirlo así— una fuerza ética, una relevancia ética de la muerte concebida de esta manera, en la que cada uno solo se mirara a sí mismo, aislado en sí mismo, totalmente desligado del otro y absorto únicamente en sí mismo? ¿Acaso con su “falta de referencia” no excluye toda relevancia ética? ¿Hasta qué punto puede ser la muerte, o mi muerte, éticamente relevante? ¿Es pensable un estar vuelto hacia la muerte que no desemboque en la “falta de referencia”, sino que establezca por primera vez una referencia? ¿Hasta qué punto cabe esperar de la muerte un impulso ético? En Ser y tiempo, la muerte del otro cumple la única función de proporcionarme la certeza objetiva de mi propia muerte: Tanto más se nos impone entonces la muerte de los otros. Así un llegar de la existencia a su fin resulta “objetivamente” accesible. La existencia puede lograr, ya que ella es por esencia un coestar con los otros, una experiencia de la muerte. Este darse “objetivo” de la muerte deberá posibilitar también una delimitación ontológica de la integridad de la existencia.
La muerte del otro solo nos insta porque nos enseña la certeza objetiva de la muerte, que es necesaria para una “delimitación ontológica de la integridad de la existencia”. ¿Hasta qué punto tiene a su vez la muerte del otro un significado ontológico? ¿No sería un mero hecho empírico que se sitúa más acá de la ontología de la muerte, más acá de la aventura ontológica? ¿La muerte del otro queda fuera de lo ontológico? ¿Hasta qué punto tiene una significación ética el “coestar con otros”, al que se debe la «experiencia [objetiva] de la muerte»? En comparación con el enfático ser sí mismo, el coestar parece algo meramente secundario. Este “coestar con otros” parece no ir más allá de un indiferente “estar ahí participando”. Bastaría con “estar ahí participando” indiferentemente para constatar la muerte del otro como un hecho objetivo. Este coestar que se limita a estar ahí participando neutraliza al otro convirtiéndolo en un ser vivo presente, cuyo “finar” yo constato. ¿No habría otro coestar que hiciera visible otro modo como la muerte del otro me insta, un coestar que diera comienzo a otra aventura ontológica que no fuera una aventura del si-mismo?
Mi muerte afecta al otro en la medida en que este puede tomar ejemplo de la muerte que yo he logrado: “La existencia resuelta puede convertirse en una ‘voz de la conciencia’ de los otros. Del modo propio del ser-si-mismo en la resolución nace por vez primera el modo propio de la convivencia”. Pero el énfasis del si-mismo restringe fuertemente los márgenes del coestar. Reduce el auténtico coestar a dejar que los demás sean: “Solo la resolución para sí mismo pone a la existencia en la posibilidad de dejar “ser” a los otros en su poder‐ser más propio, incluyendo este poder‐ser en la apertura de la solicitud anticipante y liberadora”. Primero tengo que trabajar en mi “conciencia”, escuchar y obedecer su voz como la voz de mi muerte, para poder convertirme en la voz de la conciencia del otro. Mi muerte, la voz de mi conciencia, despeja la posibilidad del coestar autentico, que ayuda al otro al “autentico poder ser”. Pero brindar esta asistencia no se agota en hacer que tome conciencia de sí mismo el otro que está perdido en el uno impersonal. Palabras de amoroso apego o de compasión en vista del otro moribundo amenazarían la soledad y la “no referencialidad” del morir, y por tanto el logro de la muerte:
El encubridor esquivamiento de la muerte domina tan tenazmente la cotidianidad que, con frecuencia en el convivir, las “personas cercanas” se esfuerzan todavía por persuadir al “moribundo” de que se librará de la muerte y de que en breve podrá volver nuevamente a la apacible cotidianidad del mundo de sus ocupaciones. Este género de “solicitud” piensa incluso “consolar” de esta manera al “moribundo”. Quiere reintegrarlo a la existencia ayudándole a encubrir todavía hasta el final su más propia e irrespectiva posibilidad de ser. El uno procura de esta manera una permanente tranquilización respecto de la muerte.
En realidad, no hay nada que decirle al moribundo. En este sentido, morir sería algo aporético. Lo único que sería posible hacer para cumplir con el coestar auténtico sería el apremiante guardar silencio, el callado requerimiento al otro moribundo de resolverse a su “poder ser más propio”. Esto sería todo el contenido del coestar auténtico. Todo lo demás cae en la categoría de la inautenticidad. Toda palabra amorosa frente al morir del otro lo distraerá de su soledad fundamental, la única en la que sería posible su muerte propia. Quizá el amor consistiría innegablemente en esta distracción. Hablar pese a todo, justo en ese momento en que en realidad no hay nada que decir: este “pese a todo” sería quizá lo humano, que no sería ni el coestar auténtico ni el inauténtico. Daría a la muerte una referencia que no se podría explicar únicamente desde la “asistencia que se preocupa”. Lo humano consistiría en poder compartir la muerte. Lo humano compartiría la muerte, compartiría al individuo.
La comunidad basada en el auténtico estar vuelto hacia la muerte sería aquella en la que unos requirieran a otros hacerse cargo de su propio sí-mismo. La tanato-ontología de Heidegger no tendría nada que agregar al coestar aparte de esta apelación a ser sí mismo. Todo otro hablar en vista de la muerte sería el “parloteo” del uno impersonal. La muerte como repartidora de autenticidad y de “ser sí mismo” degradaría también toda solidaridad de los mortales a “locuaces fraternizaciones”. La abrazadera del yo obstinado en sí mismo genera necesariamente una indiferencia ontológica hacia el otro. Las únicas palabras de aliento que se pudieran insuflar al otro serian la apelación a apretar las abrazaderas del yo. El mundo de los que mueren propiamente seria aquel que consistiera en abrazaderas del yo.
Según Heidegger, la convivencia del uno impersonal se caracteriza en el fondo por una hostilidad: “El convivir en el uno no es de ningún modo un estar‐juntos acabado e indiferente, sino un tenso y ambiguo vigilarse unos a otros, un secreto y reciproco espionaje. Bajo la máscara del altruismo, se oculta un estar contra los otros”. ¿Acaso el coestar autentico promete un verdadero apoyarse unos a otros? ¿Como se expresa la tensión dicotómica que Heidegger mantiene entre autenticidad e inautenticidad? ¿Promete la autenticidad o la asistencia autentica el final de un “enfrentamiento”? ¿De dónde viene este “enfrentamiento”? El enfrentamiento de “unos contra otros” presupone que el uno impersonal no es desinteresado, es decir, que no es un mero “nadie”. Heidegger escribe sobre el “uno impersonal”: “Cada cual es el otro y Ninguno sí mismo. El uno que responde a la pregunta por el quien, de la existencia cotidiana, es el Nadie al que toda existencia ya se ha entregado siempre en su estar con los otros”.
Mas bien, el uno impersonal tendría demasiado de yo. También a él le es inherente una resolución a sí mismo. El intrigante ser para el otro no se puede armonizar sin más con la “asistencia inauténtica”. En esta, al fin y al cabo, sabe cómo “consolar”.
Al moribundo, como proporcionar al otro “alimento y vestido” o como cuidar el “cuerpo enfermo”. La asistencia inauténtica del uno impersonal, que consiste en quitarle al otro su preocupación o en “sustituirlo”, no sucede necesariamente a causa de un “enfrentamiento” hostil. A su vez, el auténtico coestar o constituye el polo contrario del enfrentamiento de unos contra otros propio del uno impersonal. En su modo auténtico la existencia no se convierte sin más de enemigo a amoroso. Ni el uno impersonal ni la existencia que se hace cargo de sí misma de propio serían capaces de amistad ni de amor. “Inicialmente y la mayoría de las veces” la existencia es hostil al otro. En el enfrentamiento de “unos contra otros” solo se intenta engañar al otro y sobrevivirlo. Esta supervivencia presupone a su vez un yo que no es un “nadie”. Si cada uno fuera el otro y nadie fuera él mismo, entonces ya no tendría sentido hablar de enfrentamiento de “unos contra otros”. El uno impersonal no ha olvidado en modo alguno la muerte. “Rehuir la muerte ocultándola” es más un querer librarse de la muerte que un mero reprimir todo pensamiento en ella. El antagonismo del mundo del uno impersonal se puede atribuir a la economía de la supervivencia, cuya intencionalidad apunta al fenómeno del poder, que el análisis existencial de Heidegger omite. Un incremento del poder significa una disminución de la muerte. Para el uno impersonal la muerte no tiene aquella transparencia ontológica del “ser sí mismo” en la que se es consciente de su “totalidad”, pero el uno impersonal se expresa con la misma insistencia en el medio del poder. No cesa de hablar ni de practicar la ventriloquía. Pero el énfasis del yo, que define y templa el modo auténtico de la existencia, se puede interpretar como una forma de expresión del poder que se vuelve contra el poder expropiante de la muerte.
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