Catorce años después de su muerte, el 11 de abril de 2007 en Nueva York, y en una época donde “el sistema inmunológico de nuestro planeta está intentando deshacerse de la gente”, como escribió mucho antes de la existencia del Covid-19, la obra de Kurt Vonnegut parece ganar en profundidad tanto como lo que, al final de sus 84 años, había ganado en éxito comercial y la popularidad. Catalogado como un escritor de ciencia ficción cuando eso se consideraba de segundo orden ante los “escritores serios” como Saul Bellow (al que conoció en la universidad), lo cierto es que Vonnegut siempre escribió sobre la extraña predisposición de la humanidad a destruirse a sí misma. En especial, a través de las peores versiones de la violencia, la tecnología y el mal: tres fuerzas cuya conjunción más terrible experimentó en persona durante el bombardeo de los Aliados a la ciudad alemana de Dresde entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, pocas semanas antes del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Por aquel entonces, Vonnegut tenía 22 años y era un prisionero de los nazis, ya que la división de infantería estadounidense a la que pertenecía había sido capturada en Bélgica durante una contraofensiva de la Wehrmacht en la Batalla de las Ardenas. Trasladado para cumplir trabajos forzados a Dresde, una ciudad sin relevancia militar y tan intacta por la guerra que su vida civil seguía en marcha, Vonnegut fue alojado junto a otros prisioneros en el antiguo matadero cuya cámara de refrigeración subterránea serviría como un improvisado refugio contra las bombas británicas y estadounidenses que inmortalizaría en 1969 con Matadero Cinco, su novela más famosa.
Sobrevivir a esa destrucción cambió a Vonnegut para siempre, y aunque en una de sus primeras cartas para su padre habla de “la muerte de 250.000 personas”, desde Matadero Cinco hasta Un hombre sin patria, un ensayo publicado originalmente en 2005, hablaría de 135.000 personas, a pesar de que hoy los historiadores insisten en que el número más realista ronda los 50.000 hombres, mujeres y niños muertos. Considerado uno de los episodios bélicos más oscuros, sangrientos y silenciados de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, la cifra exacta de víctimas continúa indeterminada, ya que gran parte de los cadáveres se evaporó por el efecto de las bombas incendiarias que primero desmoronaron todos los edificios en pie, luego derritieron el asfalto de las calles y finalmente provocaron “un reflejo rojo candente de llamas que podía verse claramente a 70 kilómetros de distancia”, como escribe el alemán W. G. Sebald en la investigación Sobre la historia natural de la destrucción.
Tras el bombardeo, Vonnegut fue obligado a realizar tareas de rescate en lo que él describiría como “un paisaje lunar”, aunque pronto estuvo claro que no había casi nadie ni nada vivo que pudiera ser rescatado. Solo restaría incinerar los cuerpos asfixiados en los sótanos de Dresde y, luego, tratar de entender por qué el bando que enfrentaba a Adolf Hitler había determinado la extinción total de una de las ciudades más hermosas y menos peligrosas de Europa. Para muchos historiadores, aquello se trató de una venganza personal de Winston Churchill contra el pueblo alemán, aunque para Vonnegut lo que pasó en Dresde siempre fue “un disparate absoluto, una destrucción absurda, un experimento militar para ver si era posible reducir una ciudad entera a cenizas regándola con bombas incendiarias”. Aún así, ¿qué significaba que “los buenos” de la historia fueran capaces de esto?
A partir de esa pregunta, las novelas de Kurt Vonnegut indagan de un modo desopilante acerca de las razones por las que la segunda mitad del siglo XX se fascinó con la destrucción, al tiempo que la historia viva de los Estados Unidos insistía en sugerir que sus sospechas, tal vez, eran correctas: el “sueño americano” era una pesadilla.
En el contexto de una Guerra Fría marcada por la carrera armamentística nuclear entre Washington y Moscú, los asesinatos de John y Robert Kennedy, el de Martin Luther King y la guerra de Vietnam (donde ni siquiera las lluvias periódicas de napalm sirvieron para ganar) convirtieron a este veterano de la Segunda Guerra en un pacifista militante, convencido de que la verdadera infamia humana era la indiferencia crónica ante la violencia, la explotación y la contaminación. “Por mí”, escribe en Un hombre sin patria, “la evolución se puede ir al carajo. Menudo error que somos. Hemos herido de muerte a este planeta dulce y sustentador de la vida (el único de toda la Vía Láctea) en un siglo de euforia por el transporte”.
1. Algunas lecciones históricas sobre las trampas de la violencia
Decir que Vonnegut es la última gran voz humanista de la literatura de su país no solo significa recordar que llegó a ser presidente honorario de la Asociación Humanista Estadounidense, sino que su fe en que la humanidad era la única comunidad en la que valía la pena creer lo ubicó en un lugar excéntrico en una época en la que sospechar de las virtudes del capitalismo y del potencial emancipatorio del socialismo bastaba para enemistar a cualquiera con propios y ajenos. En buena medida, la piedra basal de este humanismo radical está en Matadero Cinco, considerada una de las más grandes novelas pacifistas del siglo pasado.
Entre viajes en el tiempo, extraterrestres que se burlan de los terrícolas y su experiencia real en el frente de batalla, la historia de Billy Pilgrim, un soldado estadounidense que sobrevive al bombardeo de Dresde tal como Vonnegut, Matadero Cinco es, ante todo, un excelente ejemplo de lo que la buena literatura puede hacer por quienes no se abandonan a la pereza de contar las cosas únicamente “como pasaron”. Pero Matadero Cinco es, además, una versión diametralmente opuesta a lo que otro célebre escritor que sobrevivió nada menos que al campo de concentración nazi de Auschwitz, el italiano Primo Levi, quiso decir al subrayar que “no había ningún por qué” que explicara los horrores de la violencia y el exterminio.
Al igual que aquel soldado que “sin un por qué” le niega un sorbo de agua a Levi poco antes de ingresar a los barracones de Auschwitz, en Matadero Cinco son los extraterrestres tralfamadorianos quienes repiten que no hay “ningún por qué” para entender lo que, a veces, nos toca vivir. El problema, dicen, está en la escasa perspectiva humana, que asimila el tiempo de la vida como una sucesión encaminada hacia la muerte, y no como una simultaneidad constante por la que se puede ir y venir más allá de las fronteras del principio y el final. Es esta singular perspectiva, desarraigada de las urgencias del triunfo o la derrota, la que le permite a Vonnegut mostrar la guerra como lo que, en última instancia, es: personas que asesinan o son asesinadas por razones que, en ciertos casos, ni siquiera pueden darse a conocer, como Vonnegut descubrió cuando solicitó a la Fuerza Aérea de su país una explicación sobre el aniquilamiento de una ciudad sin defensas, tropas ni relevancia estratégica como Dresde.
De esta manera, Matadero Cinco se ocupa de iluminar las trampas de la violencia y demostrar que un soldado tiene casi tantas probabilidades de morir por lo que hace el bando opuesto como por lo que hace el propio. Para esto, Vonnegut recuerda que ya desde las Cruzadas de la Edad Media era común reclutar a jóvenes pobres que bajo la falsa promesa de que podrían mejorar su mala fortuna luchando en Tierra Santa, terminaban vendidos como esclavos en África. Vida y muerte, verdad y engaño, razón y locura, sacrificio y desperdicio, por lo tanto, se intercambian en clave farsesca a través de la historia universal, a medida que Billy Pilgrim se esfuerza por entender cuál es el extraño lugar que, tras el fuego y la destrucción en Dresde, ocupa en su mente la pacífica realidad cotidiana que todos los días nos anuncian la televisión y los diarios.
2. Cuando la tecnología humana ocupa todo el espacio del cerebro
Por otro lado, Kurt Vonnegut comenzó a sospechar del poder que el desarrollo tecnológico concentraba alrededor de la vida en la Tierra durante la misma era en que este acelerado desarrollo se convertía en el único modo de asimilar la realidad. Pero para volver a las derivas de Dresde: Vonnegut ya estaba de regreso en su Indianápolis natal cuando aún faltaba un mes para que los Estados Unidos eligieran a las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki para revelar uno de sus más grandes descubrimientos científicos: la energía atómica. Indeciso sobre lo que haría terminada la guerra, y con algunos estudios de química en la Universidad de Cornell, comenzó a escribir sobre el pensamiento científico y su realización a través de la tecnología. En contraste con los “escritores serios”, que jamás tocaban estos problemas, Vonnegut formuló entonces una de sus más imperecederas ideas literarias: “Creo que las novelas que obvian la tecnología falsean tan gravemente la vida como lo hacían los victorianos al obviar el sexo”.
Con La pianola (1952) y Las sirenas de Titán (1959) pronto quedaría establecido que, en sus manos, la ciencia ficción y el humor podían combinarse para criticar los modos en que la explotación a través de las máquinas y los imperativos de la razón desarraigaban a las personas de cualquier vestigio de libertad o religiosidad que entorpeciera lo que únicamente era útil y rentable. De hecho, décadas antes de internet, Vonnegut ya sostenía ante los modelos de progreso basados en la información digital un singular tipo de escepticismo que todavía puede sonar actual: “Las comunidades electrónicas no construyen nada. Al final uno termina sin nada. Somos animales bailarines. Qué maravilloso es levantarse y salir a hacer cosas. Hemos venido al mundo para estar al pedo. No dejen que nadie les diga lo contrario”.
Fue con Cuna de gato (1963) que Vonnegut estableció las bases de una mirada sobre la tecnología que más tarde serviría también para la trama de Matadero Cinco. En Cuna de gato, el narrador se propone conocer a través del hijo enano de Felix Hoenikker, “uno de los padres de la bomba atómica”, lo que pasaba por la mente del hombre que cambió para siempre la escala científica del asesinato en masa. Pero pronto queda involucrado en la carrera por una sustancia aún más destructiva y peligrosa, el hielo nueve, que cristaliza al instante el agua y la transforma en un elemento incompatible con la vida. La obsesión humana por convertir todo en un arma autodestructiva o un negocio se transformó, también, en una de las obsesiones literarias de Vonnegut. Y por eso en Galápagos (1985) reelaboró la pregunta por el sentido de la salvación al contar el apocalipsis de la humanidad a raíz de que, en términos darwinianos, el cerebro humano se había hecho mayor que su alma.
“Había todavía alimentos y combustible suficientes para todos los seres humanos del planeta”, aclara el narrador de Galápagos, un fantasma que recuerda la reinvención de la humanidad muchísimos años más tarde, “pero millones y millones de gentes empezaron entonces a morir de hambre. Y esta hambruna era sobre todo el producto de unos cerebros demasiado grandes, como la Novena Sinfonía de Beethoven”. Es así como una diversa serie de personajes, entre los que hay un veterano de Vietnam y la nieta de una sobreviviente de Hiroshima, embarcan en el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza, en teoría destinado a celebridades como Jacqueline Kennedy Onassis, Mick Jagger o Henry Kissinger, y sobreviven en las Islas Galápagos mientras evolucionan en unos mamíferos anfibios con el cerebro reducido.
3. ¿Podemos saber si en vez de los buenos en realidad somos los malos?
Entre la violencia y la tecnología, finalmente, los libros de Vonnegut abren una pregunta acerca de la naturaleza del mal. Y una vez más, esa pregunta vuelve a los eventos de Dresde: si en teoría son siempre los otros (ya sean los nazis o los comunistas) los que aniquilan y explotan sin piedad a sus semejantes, ¿por qué una masacre como esa había sido posible? ¿Acaso entre los aparentes buenos de la historia también deambulan quienes están “ansiosos de creer, rugir y odiar”, como dice Howard W. Campbell Jr., el estadounidense que colabora con los nazis en Madre noche? Es en esta novela, una de las primeras sátiras sobre el nazismo, donde Vonnegut explora el problema del mal bajo una convicción: somos lo que fingimos ser, así que debemos tener cuidado con lo que fingimos ser.
Publicada en 1962, Madre noche cuenta la historia del escritor Howard W. Campbell Jr., un estadounidense que durante la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, dispone toda su creatividad e inteligencia al servicio de las enloquecidas ideas supremacistas de Hitler. Más tarde, cuando Campbell esté encarcelado en Israel, conocerá a Adolf Eichmann, “ese viejo pajarraco desplumado” convencido de que la excusa de que solo obedecía órdenes sería suficiente para justificarse. Pero antes, consciente de lo que sus “burradas destructivas y obscenamente jocosas” desatan, Campbell crea incluso uno de los blancos de tiro más populares del Tercer Reich: la caricatura de un judío “que pisoteaba cruces rotas y mujercitas desnudas mientras que con una mano sostenía una bolsa de dinero y en la otra una bandera rusa”. “¿Qué ario puro puede mirar ese blanco maravilloso y no tirar a matar?”, lo felicita Heinrich Himmler.
Es con este tono que, sin olvidar lo que había experimentado durante la Segunda Guerra Mundial, Vonnegut se sumerge en las paradojas del mal hasta concluir que se trata de esa gran parte de cada hombre que quiere “odiar con Dios a su lado”, es decir, sin límites y sin otro objetivo que castigar y denigrar para ir a la guerra con gusto. Sobre el final de su vida, el escritor sostendría la misma idea al acusar al gobierno de George W. Bush, envuelto en diversas mentiras para justificar las invasiones a Afganistán e Iraq, de haber convertido a los estadounidenses en un pueblo “casi tan temido y odiado en todas partes del mundo como lo fueron los nazis”.
En enero del 2000, cuando tenía 78 años, la desgracia volvió a la vida de Kurt Vonnegut, esta vez, bajo la forma de un fuego accidental provocado por unos cigarrillos mal apagados. A raíz del incendio sufrió un principio de asfixia, pero perdió también todo lo que había en su casa, incluyendo la cama, la ropa, sus papeles y la biblioteca. Vonnegut volvió a cambiar, y en 2004 se lo hizo saber en una carta a Robert B. Weide, que además de producir la famosa serie Curb Your Enthusiasm, adaptó al cine una versión de Madre noche y acaba de estrenar el documental Kurt Vonnegut: Unstuck in Time. En su carta, Vonnegut le dice: “Apenas he tenido un día que valga la pena vivir desde el incendio, estoy absolutamente aburrido de mí mismo. Salud. Kurt”.
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