¿Puede un libro intentar condensar los debates de una generación? ¿Puede transmitir en el cuerpo las tensiones de las discusiones entre los feminismos y el Estado?¿Puede poner a las mujeres en diálogo con sus madres, y por qué no, con las hijas que no tuvieron y que quizás nunca tengan, pero que son capaces de imaginar? ¿Puede usar al lenguaje no como instrumento sino como una forma de pensar? ¿Y puede, mientras lo hace, susurrarnos al oído las canciones de rock que formaron la banda sonora de nuestras vidas?
Zona de promesas. Cinco discusiones fundamentales entre los feminismos y la política (Capital Intelectual), de la investigadora del CONICET Florencia Angiletta, nos propone la figura del interrogante como vehículo para aproximarnos, de un modo inteligente y hasta erudito, pero también profundamente generoso y accesible, a los problemas y los debates de una actualidad marcada ya no sólo por la irrupción de los feminismos en la agenda pública, sino por su institucionalización.
Para hacerlo, reflexiona sobre el pasado, recoge tradiciones históricas y recupera a autores y autoras, porque -insiste- la historia no empezó en el siglo XXI. Pero también nos propone el ejercicio constante de pensar hacia adelante, de imaginar nuevos mundos, de movernos en esa zona de promesas que inauguraron los feminismos; no “el”, sino “los”, y no es corrección política sino estrategia: “Los sujetos de los feminismos son plurales y su propia posibilidad de nominación es uno de los conflictos políticos centrales”, advierte.
A lo largo de cinco capítulos -sobre la política, el arte, la violencia, el trabajo y el amor- la autora se ubica adentro, se embarra, y se siente parte de los debates sobre los que escribe. Y la proximidad no le quita perspectiva. “¿Puede el Estado ser feminista?”, arroja como primera piedra Angilletta, y empieza, como repite varias veces durante una entrevista con Infobae, a desmigajar. “La apuesta del libro es que esa cuestión justamente permanezca en estado de pregunta, de interrogación o incluso diría de conflicto. El libro puede ser escrito porque la ley de interrupción voluntaria del embarazo ha sido efectivamente sancionada y porque existe un ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, entre otras cosas. Pero esas conquistas producen nuevos desafíos, justamente, en la intersección entre la sociedad civil y el Estado. No solo en los feminismos. En la Argentina tenemos una tradición en la que muchas de las grandes irrupciones políticas de la sociedad después terminan siendo políticas de Estado. Esto habla de un proceso político muy importante, pero a la vez desafiante”. ¿Cuáles son las nuevas vinculaciones que se pueden dar cuando aquello que pulsaba por ser instituyente pasa a ser instituido?, nos interroga, mientras afirma que es ahí, justo ahí, donde se encuentra la intersección del libro, triangulando esas tensiones entre la sociedad civil y el Estado.
—Vos decís que el salto de los feminismos a la masividad trae aparejadas novedades. ¿Cuáles son?
—Primero hay que trazar una genealogía. La lucha de los feminismos es histórica y se remonta a los orígenes mismos de la modernidad. La filósofa Amelia Valcárcel definió al feminismo como “el hijo no querido de la ilustración”. Es decir que aparece como movimiento político con las grandes transformaciones de la modernidad, y ligado a un estamento que es el burgués. Ahí está su origen, en la irrupción del sujeto moderno. Desde entonces pone en tensión, corre, por momentos niega o falsea ese origen, justamente por la cuestión interseccional: los feminismos están atravesados no sólo por una cuestión de género, sino también por factores económicos, étnicos, geográficos, y demás.
—¿Y cómo se modificó eso entre el siglo XX y en el siglo XXI?
—Durante el siglo XX ha habido grandes conquistas políticas. Entre la vida que vive una mujer o una disidencia sexual hoy y la que vivía hace cien años hay diferencias abrumadoras. Con lo cual, el siglo XX es profundamente transformador respecto de las formas de vida, en general, de las subalternidades; produjo cambios históricos ineludibles. El siglo XXI de alguna manera cristaliza esos procesos y en especial, en el caso de los feminismos, aparece un cambio muy fuerte: pasan de ser un movimiento político instituyente a formar parte de la agenda pública en lugares inesperados. Llegan a Hollywood, llegan al mercado (a H&M, por ejemplo, que saca remeras diciendo “feminista”), llega a los supermercados... Es decir, se vuelven un significante disponible, y ahí es donde la masividad genera nuevos desafíos. Ya no se trata de conquistar ciertos espacios, porque los feminismos ya están en la mesa de Mirta Legrand, en el programa de Jorge Rial, están en las series, están en los museos, están en los medios masivos de comunicación, están en estos libros. Hay, de vuelta, una tensión: entre ese salto masivo que permite conquistas políticas inesperadas, que desbordan las audiencias históricas que tenían los feminismos en la militancia o en la academia, y el desafío de no ser vampirizadas por la lógica del mercado y de los medios masivos. Ellos tienen sus propias narrativas sobre las que hay que estar enormemente advertidas para no caer en la industria de la victimización, o en creernos más vanguardistas de lo que verdaderamente somos y, sobre todo, para seguir tendiendo puentes con aquellas que están en posiciones mucho más vulnerabilizadas que las propias.
—Los feminismos son los hijos no queridos de la ilustración. Es decir que, como reacción al patriarcado, están profundamente arraigados al capitalismo. ¿Existe un capitalismo no patriarcal? O mejor dicho, ¿pueden los feminismos satisfacer todas sus demandas en un contexto capitalista, que es el que tenemos?
—Una de las cuestiones de la relación entre los feminismos y la sociedad civil es que no toda imaginación política es una imaginación estatal. Los feminismos siempre están produciendo zonas de promesas que desbordan en buena medida al capitalismo y al Estado de derecho, también. Los contienen, en sus articulaciones específicas de demandas, pero a la vez los desbordan. Los feminismos interrogan la propia constitución del capitalismo y la constitución de las democracias. Cuando se dice que lo que se produce dentro de un hogar es trabajo y contribuye al PBI nacional, se está poniendo en jaque la idea misma del capitalismo. Es decir, aquello que parecía que no tenía valor es -como han señalado Silvia Federici y muchas más después de ella- lo que sostiene la máquina capitalista. Y la pandemia en alguna medida ha puesto este fenómeno de manifiesto de forma muy crujiente: lo que sostiene al capitalismo no es la máquina de vapor, sino una mujer lavando la ropa y cuidando a los chicos, por mencionar imágenes prototípicas. Hay un juego permanente entre las conquistas y los derechos dentro del capitalismo y del Estado de derecho, y una zona de promesas que siempre los desborda.
Primero una genealogía, después “meter los problemas adentro del samba y sacudirlo” y, por último, una tensión y, por qué no también, un conflicto. Angilletta distingue: una época, a diferencia de un periodo -aunque a veces coincida con éste- está hecha de una forma hojaldrada, superpuesta, dice ella, y contiene espectros, desilusiones, derrotas, deseos y sobre todo -y ahí la intervención del libro- una zona de promesas: “No nos dedicaríamos en la política si no creyéramos que existe”, explica. Y agrega: “Para muchas de nosotras, las hijas de la generación a la que se le cayó el muro de Berlín, la politización apareció con los feminismos; fueron ellos los que nos permitieron organizarnos como subjetividad política de modo contundente”.
“Nuestra época es hija del siglo XX, y el libro todo el tiempo busca conectar con esto. Porque muchas veces el siglo XXI pareciera que es el grado cero de la historia. Todas las relaciones afectivas, todas las relaciones con el capitalismo, la pandemia, todo empezó ayer, hace cinco minutos. Contra esa idea, busco genealogías históricas. No de una forma nostálgica, sino tratando de que de la tensión entre nostalgia y derrota, surja una zona de promesas. Y no me refiero a aquello que es ilusorio o fantasioso, o del orden de lo falseado sino, justamente, a la producción de un acontecimiento frente a aquello que parecía cerrado. Hay muchas narrativas cerradas. El fin de la historia, el fin del capitalismo, el fin de los procesos políticos transformadores, etcétera. La zona de promesas no interviene en su verdad o en su mentira, sino que mete ese relato en aceite hirviendo y ve qué puede salir de eso, y si puede albergar una narrativa distinta. A veces puede ser pequeña, efímera o frugal, pero son pequeñas partículas que conectan puntos donde puede haber potencia transformadora”, resume.
—Tengo una serie de preguntas sobre la llamada cultura de la cancelación. La primera es por qué hablamos de una “cultura”, ¿tiene esa envergadura? A veces parece que se ha convertido en una parodia de sí misma, no se sabe quién la defiende, más bien todos nos queremos separar de ella.
—El año pasado, en 2020, el hashtag más escrito en Twitter fue “cancel”, incluso más que “COVID”, globalmente. Entonces eso habla de que es un síntoma de época. Evidentemente, esta expresión “fulano o fulana, canceladísimo” se ha vuelto una especie de comodín. Ahora, lo que vos señalás es muy significativo, porque a veces pasa que para ciertas audiencias se conoce al cancelado o a la cancelada a partir de la cultura de la cancelación, y no al revés. Creo que lo que hay que hacer es cancelar el debate de lo que se denomina la cultura de la cancelación (risas), porque es una especie de trampa, un perro que se muerde todo el tiempo la cola. Pero la disputa por ciertos significantes disponibles no se pueden regalar, los feminismos tenemos que apropiarnos de esos significantes y, desde adentro, dar las disputas del sentido sobre de qué hablamos cuando hablamos, por ejemplo, de cancelación.
Lo diferencial de este momento histórico es que la cultura de la cancelación no propone contienda y debate, sino que propone el aniquilamento del otro, que el otro no exista.
—Apropiémonos, entonces. ¿De qué se crees que se trata?
—Me parece que lo que se denomina la cultura de la cancelación forma parte de cierta tradición de contiendas estéticas y políticas, aunque con saltos diferenciales. Me refiero a que históricamente, y por poner un coto, en el siglo XX, siempre las disputas políticas o estéticas implicaron una confrontación, una contienda, un debate. El rock contra el tango, el peronismo contra el radicalismo, por ejemplo; siempre hay una oposición, y el ‘matar a los padres’, en la política, en la cultura, en la estética, es lo que organiza la producción de lo nuevo. Y eso implica incluso cierta retórica picaresca. Borges, pero no solo él, tenía mucho picor en sus expresiones. Esto no lo inventó el siglo XXI. Lo diferencial de este momento histórico es que la cultura de la cancelación no propone contienda y debate, sino que propone el aniquilamento del otro, que el otro no exista. Es como que la fantasía de esa cultura es un museo donde habría cuadros tapados, una biblioteca con libros que no se pueden leer ni vender, una especie de escena pública, un ágora, donde habrían ciertas personalidades que estarían vedadas. Eso sí es diferencial y es profundamente antidemocrático.
—¿La democracia es incompatible con las “cancelaciones”?
—Todo el tiempo estamos debatiendo cuál es la piedra Rosetta de la democracia. Muchos y muchas dicen que es el pueblo y muchos y muchas dicen que es la República. Las verdades, generalmente, transitan un camino intermedio. En términos republicanos, la democracia tiene un valor último, desde su propia fundación moderna, que es bancarse la pelusa del que no nos gusta. No es el club de lo que nos gusta, es el club del bancarnos al que no nos gusta. Por supuesto, con el límite de los discursos de odio y de discriminación, porque no todo vale. Pero ese sutil equilibrio y esa sutil tensión democrática implica la elaboración y el procesamiento del conflicto. Ahora, pareciera que asistimos a una época que no procesa el conflicto, sino que pretende expulsarlo. A veces parece que se quiere llevar al conflicto a una especie de panteón, casi una cosa griega, un bajo fondo donde queda todo lo descartado. La cultura de la cancelación, en nombre de causas que muchos y muchas compartimos -como la igualdad, la inclusión, las formas de mundos diversos y demás- utiliza métodos que son profundamente antidemocráticos.
—¿Y cuál es su relación con las redes sociales?
—Las redes sociales son un diferencial de época. Porque durante el siglo XX, esto que yo te decía, el debate, la picaresca o la contienda, quedaban circunscriptos a ámbitos mucho más pequeños. Hoy por hoy, la viralización hace que vos te enteres de cuestiones que de otro modo no te hubieras enterado jamás. Por eso creo que hay que ser muy cuidadosos. Digamos: sin las redes sociales ya no se puede vivir, pero hay que saber vivir con las redes sociales. Ese es el desafío último de nuestra generación y creo que muchas veces la cultura de la cancelación es un síntoma de esa complejidad que provocan las redes sociales. Y nadie quiere hablar en serio de ellas. Son el agujero negro de la época, una enorme llaga.
—¿Cuál es el espacio que queda entre una denuncia y el ejercicio de la cancelación? ¿Funcionan como equivalentes?
—Creo que todos estos temas nos piden una profundísima reflexión, un detenimiento, y permanecer en estado de pregunta. Los feminismos no pueden ser punitivistas, esto es un consenso en distintos espacios académicos, militantes y políticos. Ahora, decir eso tampoco puede transformarse en una suerte de facilismo y de lugar común; por el contrario, nos pone en una situación de riesgo muy grande, porque asistimos a un momento muy paradojal, que es el siguiente: la violencia de género existe y es un fenómeno que no decrece, y eso nos genera enormes desafíos, sobre todo en un contexto de políticas públicas estatales. A la par que eso sucede, los feminismos conquistan mayores espacios, como decíamos, inesperados. Frente a esa paradoja entre la violencia de género que permanece y ciertas conquistas de lugares inesperados surgen nuevas preguntas en relación al Estado de derecho. En el libro busco desmigajar esta cuestión. Una cosa es discutir, como se viene haciendo en los últimos años, qué sucede en la Justicia, si tiene elementos sexogenéricos patriarcales, y si el Estado tiene las herramientas para escuchar a las mujeres y darles una respuesta efectiva, como no ha sucedido en los últimos casos. Pero mientras transformamos el estado de la Justicia, seguimos creyendo en un estado de derecho y en las leyes y, por tanto, en la presunción de inocencia.
—Ahí es donde entra la diferencia que vos trazás entre “delito” y “daño”.
—Sí. El delito como aquello frente a lo cual puede y debe intervenir el Estado. Y el daño, como aquello frente a lo cual, aún siendo a veces profundamente doloroso, y también con una matriz sexogenérica, el Estado no puede intervenir. Otra de las paradojas de época es que, si bien los feminismos luchan por transformar nuestras formas de vida hacía mundos más justos, más diversos y más inclusivos, no se puede abolir el conflicto de estar vivos y de estas vivas. Eso es inherente a la vida. Entonces la conflictividad que implica la vida es un lugar último e irresoluble. A la vez, la distancia entre daño y delito es muy escurridiza. Porque por supuesto, distintas épocas van trazando distintos límites entre aquello que constituye un delito y aquello que corresponde al ámbito del daño. El ejemplo del libro es el de la infidelidad, que durante mucho tiempo formó parte del ámbito del delito y que hoy forma parte del ámbito del daño. Si alguien es infiel, lo que sucede con esa persona se definirá dentro de ese vínculo, pero la Justicia no debe expedirse al respecto. Volviendo a la cultura de la cancelación, provoca confusión respecto de lo que es un daño y lo que es un delito.
—¿Cómo entra la moral en esta diferenciación que hacés entre daño y delito?
—La producción de esta distinción tiene que ver con que los feminismos apunten a una transformación política pero no moral. El #YoTeCreoHermana tenía una intervención específica que no era igualar los delitos con los daños sino al revés, que aquellas que habían estado históricamente más vulnerabilizadas en su acceso a la Justicia pudieran ser escuchadas y obtener una respuesta efectiva. Pero eso no se puede superponer con una mirada moral -y cuando decimos moral decimos pacata y conservadora- sobre las formas de vida. Los feminismos no son un club de buenas personas. No se pueden escencializar las subalternidades, ni las de los feminismos ni las de ningún otro grupo que sea minoritario en relaciones de poder determinadas. Sería una torpeza absoluta. Marta Lamas, Catalina Trebisacce y Virgina Cano han escrito sobre esas narrativas estereotipadas y esos escencialismos sobre las que hay que intervenir. No todas las mujeres son buenas y potenciales víctimas, ni todos los varones son malos y potenciales perpetradores.
Angilletta menciona autores, cita de memoria, trae sobre la mesa escritores contemporáneos, otros clásicos; mezcla el ensayo con la crítica literaria y se divierte, pero siempre es meticulosa en su enunciación. Dice que está obsesionada con las palabras y con las formas de decir. “Usar las palabras como una forma de pensar cosas distintas”, repite.
—En el capítulo sobre la violencia te referís a la particularidad de la violencia de género, en el contexto de lo que llamás una “vida violenta”. ¿Cómo es esa relación?
—Los nudos de época son las violencias. Y uno de los problemas que tenemos en los feminismos es circunscribir la violencia de género como la única expresión de violencia a la que asistimos desde la modernidad. Eso no significa que la violencia de género no tenga una modalidad específica. Rita Segato es una de las que ha trabajado para mostrar la especificidad de la violencia de género y su intersección latinoamericana. Pero las violencias son fenómenos que atraviesan las historias de los conflictos sociales en su conjunto. Hay que inscribirlas, o caeremos en una suerte de dinámica estereotipada o segmentadora. Nos tenemos que poner más sinuosas respecto de no entrar en callejones fáciles y, sin relativizar, hay que comprender la violencia en un sentido interseccional, poroso y en una dinámica histórica que ha sido enormemente compleja, frente a lo cual cada época procesa y elabora de manera diferencial. Otro problema de la violencia es creer que siempre es del otro. Por eso el recuerdo a Pasolini, de que “muchas veces aquello que vemos en el otro puede estar en nosotros y no advertirlo”, también es una invitación a no creer que el conflicto está siempre por fuera.
—A lo largo de todo el libro está presente la relación entre vida pública y vida privada. Desde el desmenuzamiento de esta frase de “lo personal es político”, vos abrís un juego entre las distintas esferas y cómo se modifican en el tiempo. Me preguntaba qué diferencias identificaste entre lo que pasaba en los setenta con lo privado y lo público, y la actualidad.
—La modernidad se funda en la división de las esferas. Teoría habermasiana pura y clásica. Está el ámbito Estado, el ámbito público -intermediario entre el Estado y lo privado-, y el ámbito privado que es el de la casa, la familia, etcétera. Las olas del feminismo se pueden distinguir por lo que podría llamarse sus apelaciones arquitectónicas. Los de la primera ola luchaban por todo aquello que compete a la esfera pública, es decir, contra el estatuto de minoridad civil, por el acceso a propiedades y al dinero, por el derecho a conducir vehículos -en nuestro país Victoria Ocampo fue la primera mujer en conducir un auto-, por el acceso al consumo -poder ir a una confitería, para una mujer sola, fue una conquista social-. También por el voto femenino, el cupo y el resto de las políticas afirmativas. Todo eso se inscribe dentro de la esfera pública. La gran revolución se produce en los setenta, cuando Kate Millett dice en su tesis doctoral ¡y leyendo literatura! que “lo personal es político”. Eso hace tambalear esa división típica de la modernidad que decía que lo político estaba en lo público y que lo personal estaba por fuera de lo político. Millett permitió revisar y repensar la idea de que todo aquello que acontecía de la puerta para adentro también formaba parte de dinámicas políticas. Pero eso tiene una intervención muy específica en los setenta, que era que lo privado no estuviera privado de derechos, y que no se replicaran dentro de la escena doméstica las desigualdades de poder que existían en la esfera pública.
—Entonces, ¿cómo se adapta ese “lo personal es político” a la actualidad?
—Hay que ver cómo se resignifica o se vuelve plástica esta formulación hoy. Por un lado porque la distinción público-privado tal cual la conocíamos ya no existe. Si hoy reclamamos cuestiones vinculadas al Medio Ambiente o a la alimentación, y el Estado se puede meter hasta en el tomate que le pongo a la ensalada, evidentemente, la división entre las esferas pública y privada ha estallado. Eso plantea enormes desafíos para las subjetividades que se conforman en estas nuevas explosiones. Hay muchos y muchas que ya han intervenido en este tema, tratando de permeabilizar qué pasa hoy entre lo personal y lo político, y cómo se reconfigura la privacidad y la intimidad. Y de vuelta, las redes sociales como el agujero negro de la época. Nadie quiere hablar de las historias de Instagram, de los perfiles de las aplicaciones de citas, es decir, de la edición fotográfica que hacemos de nuestras vidas. Todavía no podemos mirar eso y enfrentarnos a los desafíos que se vienen y que ya existen en relación a las fronteras personales y políticas.
—¿Hay límites o zonas borrosas en torno al consentimiento en una relación amorosa? ¿En qué punto de la sexualidad existe una zona de desconocimiento?
—Los feminismos nos enfrentan a una noción de subjetividad que es doble: para todo lo que respecta al ámbito público, al ámbito de la Justicia, se necesita una subjetividad referencial y empírica. Porque las políticas afirmativas y el orden de la Justicia precisan una subjetividad política completa sobre la cual afirmarse. Pero de vuelta aparece la tensión, porque eso convive con que en el ámbito de nuestras construcciones subjetivas, de la intimidad, no se puede replicar la subjetividad del ámbito de lo público. Por eso muchas veces digo que el Código Penal no puede ser el manual para la educación sentimental de una generación. Porque esa subjetividad no es replicable en el ámbito de la intimidad, donde se producen todos los fantasmas, las promesas, los conflictos, los deseos, y los barros que forman parte del atravesamiento propio de cualquier vínculo. Siento que existe la fantasía de que la escena sexoafectiva se dirima como si la cama fuera un ámbito de la Justicia, donde hay una subjetividad voluntaria, autodeliberada y plenamente comunicativa. Lo que plantea Judith Butler es que cuando decimos “sí” no sabemos exactamente a qué le estamos diciendo que sí. Pero decir que sí también es la potencia de que el otro o la otra nos pueda herir; forma parte de la vulnerabilidad de estar vivos. Y esto, que no significa para nada relativizar o banalizar cuando se producen cadenas de precarizaciones y violencias, también nos plantea que no podemos ser una generación que pretenda vivir sin herida.
—Te referís a una generación -la nuestra- de las mujeres que “nacimos en el siglo XX y amamos en el siglo XXI”, y definís a amor como un “invento moderno, igual que las ciudades, la ciencia política y la literatura”. Partiendo de esas definiciones, ¿qué es lo propio de la relación de las mujeres de nuestra generación con el amor o con el amar?
—Es el último capítulo del libro porque es la pregunta última. La que nos hacemos cuando apoyamos la cabeza en la almohada todas las noches. Ese runrun es de ¿...y qué hacemos como generación con el amor...?. Yo traté de vincular esa pregunta con una historización política, o de hacer una lectura política de esa pregunta, que justamente no podía articularse sin incluir las instituciones, sin incluir el arte, sin incluir la violencia y sin incluir el trabajo. Porque esa pregunta última sobre el amor está vinculada a estas otras cuatro discusiones en las que los feminismos y la política “se dan masa”, es decir, cruzan diferentes intervenciones. En un momento de profundas transformaciones en el que las formas de amar, trabajar y vivir para las mujeres y las disidencias sexuales sufrieron cambios muy abruptos, muchas de nuestras fantasías sexuales y románticas siguen atrapadas en el patriarcado, como señala la socióloga Eva Illouz -y la cito porque me resulta profundamente auténtica-.
—Ahí es donde entra la pregunta sobre la maternidad, también.
—Sí, en ese capítulo intenté coagular todos estos dilemas sobre la maternidad, la pareja, el amor y el matrimonio, que siguen siendo una especie de pivot último con el que todas convivimos. Porque el feminismo más difícil es el de la vida privada, el que nos enfrenta con nuestras propias formaciones subjetivas. Y en ese sentido me parecía importante articular esa educación sentimental tomando dos puntas: con el foco en aquellos y aquellas que somos hijos o hijas de Mayo del 68, con padres y madres separados, lo cual es generacionalmente novedoso; y en este quiebre entre la institución del matrimonio y la del amor. ¿Qué hace nuestra generación con eso? ¿Dónde está la obstinación? Si bien la aprobación de la IVE (Interrupción voluntaria del embarazo) ha producido un salto histórico enorme en nuestra ciudadanía política, también somos una generación para la cual las instituciones del matrimonio, ni hablar la de la maternidad y paternidad, se han vuelto objeto de una decisión imposible de tomar. ¿Qué hacemos ahora con lo que las instituciones nos hacen?
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