Una tarde, en los tempranos ochenta, María Kodama y Borges están en Estados Unidos. Ella lee el diario en busca de la dirección de un negocio, el pedido de una amiga, y se cruza con un anuncio con letras gruesas: “Vuele en globo”. Lo lee en voz alta. Borges, que está a unos metros, sonríe. “Llamemos”, le dice. En esa época era algo romántico y bastante recurrente los casamientos en globo. Era una actividad concurrida. Sin embargo, consiguen uno, para el día siguiente, en el Valle de Napa, California. “Esa noche no me dejó dormir. Me preguntaba si la canastita del globo iba a ser de mimbre o de plástico, porque lo auténtico es hacerlo con una de mimbre. Bueno, Borges, no lo sé ahora, yo qué sé, veremos. Había que conseguir uno, en principio. Borges insistía; en fin. Ya lo veríamos”, cuenta. Antes del amanecer, allí estaban los dos: María con un tapado de piel violeta, Borges de traje oscuro. Uno de los empleados del globo, cuando lo vio a Borges, por su edad, por su condición de ciego, creyó que no iba a subir. Por supuesto, María insistió y le pidió al conductor que no discutiera porque era inútil. Antes de subir les mostraron que había algo así como dos estribos. “Yo he montado, anduve a caballo, no tendría ningún problema”, dijo Borges, entusiasta y seguro.
“Subimos. Fue muy feliz. Además, es maravilloso. ¿Nunca lo hiciste? Tratá de hacerlo. Ves todo chiquitito así, y parece como que el ruido no existiera. Te da el aire en la cara. Como un sueño (...) La noche anterior al viaje en globo, Borges no estaba bien, no se sentía feliz. Subir, estar allá arriba, fue muy feliz. Habló durante días.”, dice Kodama en el libro en el cual cuenta la anécdota y que acaba de publicar Ediciones de la Flor: María Kodama, esclava de la libertad, de Mario Mactas, que no es una biografía, ni una semblanza ni una entrevista, sino las tres cosas mezcladas y narradas con un estilo pausado, detallista, susurrante, como de otra época, casi ajeno al ruido espectacular de estos tiempos. “Ya hacen, desde que conozco a María, cuarenta y tantos años“, dice Mactas, del otro lado del teléfono, en entrevista con Infobae Cultura, “y en un momento pensé que sería interesante hacer un libro, pero uno mestizo entre la conversación y una cruza de corriente subjetiva y monólogo interior mío que se va mesclando con los diálogos. Era interesante, incluso necesario, indagar en un libro que tuviera que ver, no con el amor de Borges, que por supuesto es imprescindible, pero en la orilla, sobre cómo transcurre su vida, y cómo es, su manera singular. Y así fue.
Mario Mactas —periodista gráfico, radial y televisivo, guionista, novelista, ensayista— y María Kodama se conocieron en 1980 en España. Borges recibía el Premio Cervantes. “En Barcelona fui al Hotel Majestic, no la conocía a ella, sí a Borges, y estuvimos charlando mientras Borges almorzaba. Charlamos brevemente sobre España, sobre poesía, y tejimos esa forma de amistad que no necesita abono constante, porque la amistad es así, a diferencia del amor, que tiene que estar permanentemente cuidado, constante, temido”, cuenta. De aquel tiempo a esta parte pasó mucho tiempo, muchos cafés, muchas conversaciones, muchas preguntas, muchas respuestas. Hasta que llegó la oportunidad de hacer el libro. “María estaba en un momento particular: terminaban tres décadas de ataques, injurias, envidias y se empezó a sentir liberada porque ya no había juicios”, revela. Así fue que empezaron a aparecer anécdotas, como la del viaje en globo, que también se encuentra narrada, aunque de otra forma, en Atlas, libro de 1984 de Borges y Kodama, así: “Éramos cinco pasajeros y el piloto que periódicamente henchía de gas el gran globo cóncavo. De pie, apoyamos las manos en la borda de la barquilla. Clareaba el día; a nuestros pies a una altura angelical o de alto pájaro se abrían los viñedos y los campos”.
Un sombra blanca detrás de Borges. La mujer de su vida, la que lo acompañó durante más de tres décadas. Es su albacea, la protectora de su obra. Pero pensarla así, como una línea que bordea la figura del gran escritor argentino es pensarla mal, de forma errada. Mactas gambetea esa figura, que existe, por supuesto, y lleva la mirada atrás, más atrás, y empieza, no su libro, sino la vida de Kodama, en 1937 en Buenos Aires. El padre de Kodama, químico, llegó a la Argentina desde París luego de salir de Japón. Unos amigos que habían estado en Buenos Aires le comentaron que habían sido muy bien tratados por unos porteños, que los visitara, y les dio la dirección. En esa casa, durante una reunión de invitados, conoció a María Antonia Schweizer, de ascendencia suizo-alemana, inglesa y española, bellísima. El amor hizo lo suyo. María Kodama fue criada “a la manera japonesa, como una adulta”, entre el español y el inglés. Luego, de grande, aprendió el japonés. Egresada de Letras, es narradora, docente y traductora. Escribe Mactas: “María Kodama es quien es y nadie ignora que María es Borges, que es una vida en la proximidad del genio y de la cercanía mayor y que, a la vez, es por sí misma: la brújula de la exploración. El misterio Kodama”.
Ahora, al teléfono, Mactas confiesa que ”caminando por la ciudad con ella, me llamó la atención la enorme popularidad que tiene. Es una persona extremadamente popular. Incluso dentro de los millenials. ‘¡Chau, María!’ ‘¿Cómo te va, María?’ Le gritan. Una estrella de rock no te diría, pero sí una figura popular”. En el libro lla lama así, una vez: María Superstar. Hay una anécdota que está en la contratapa. Más que anécdota, una postal. Caminaba, Kodama, de noche por Recoleta y frenó en la puerta de un boliche de moda. Sonaba música fuerte y estaba lleno.
—Bailé sola. El aplauso —que era la manera de señalar a los que ganaban— fue enorme. Gané. Nunca dejé de bailar, como si lo necesitara.
—Fue hace un montón de años.
—No tanto, no tanto. Borges ya había partido.
María conoció a Borges leyéndolo, por supuesto. A los ocho años leyó el cuento Las ruinas circulares, sin saber quién era su autor. Y quedó maravillada. Mucho tiempo después asistió a sus conferencias magistrales y, más tarde, se cruzó con él en la calle, cerca de la Facultad de Filosofía y Letras. Se tropezaron. Él le preguntó “¿en qué trabaja?”, ella dijo que estaba terminando el secundario. Él le preguntó “¿y qué va a seguir estudiando? ella dijo que pensaba seguir Literatura, porque le interesan las lenguas antiguas. “¿No quiere estudiar inglés antiguo conmigo?”, preguntó Borges. El le llevaba 38 años de diferencia. El tiempo hizo lo suyo hasta que el amor, dicen, de a poco, muy de a poco, empezó a evidenciarse. Kodama se convirtió en su secretaria, en su compañera y más tarde, en 1986, meses antes de su muerte, en su esposa. “El amor con Borges —dice Mario Mactas— es un amor plenamente firme, como sagrado, pero no siempre en el mismo tono de afinación. Por eso: esclava de la libertad. La propuesta de Borges de casarse, y el rechazo de María. Cuando ella rechaza casarse, porque la palabra esposa le remite a la esposa en la muñeca, él le dice: ‘usted, María, es una esclava de la libertad’. Ella tiene una actitud sagrada con la libreta: nadie es de nadie”.
“Borges fue muy feliz con María Kodama, y María Kodama con Borges también, pero no a la manera de un ideal, del ideal romántico. No siempre uno pensaba lo que pensaba el otro. Con eso alcanza para decírtelo. Y es un amor definitivo, incluso casi una suerte enorme para Argentina, porque es la preservación de Borges”, agrega el autor de María Kodama: esclava de la libertad.
Borges murió lejos de su país, en Ginebra, el 14 de junio de 1986. Ese año se enteró que padecía cáncer. Tenía 86 años y estaba un poco cansado de la farandulización de su figura. Entonces partió para la ciudad suiza que ya conocía y muy bien. Hizo todo bastante rápido; sabía que el desenlace no tardaría demasiado. El 26 de abril se casó con María Kodama y a los pocos meses ocurrió su deceso. Ginebra fue la ciudad de su juventud. En Atlas, el libro que escribieron juntos, se lee: “De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad (…) Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo”. En 2016, María publicó su segundo libro, Homenaje a Borges. Ahí escribió: “Desde el centro de nuestro jardín secreto se alza esa llama que pertenece a la dinastía de los amantes”.
Por la sobreprotección de la obra de Borges también se la conoce. Dos casos. Uno: Borges, el libro póstumo de 1650 páginas de Adolfo Bioy Casares. Son anotaciones sobre conversaciones informales que mantuvo con Borges y escenas cotidianas. “Bioy era un traidor”, dijo hace unos años María. En el libro de Mactas desdramatiza: “No me interesa”. Dos: El aleph engordado de Pablo Katchadjian, un libro de muy pequeña tirada que se publicó en 2009 como un artefacto lúdico: el autor, que en ese entonces tenía 32 años, extendió el famoso cuento de Borges hasta “engordarlo” y formar una nueva obra: la posibilidad imaginaria de que Borges hiciera de ese cuento una novela. Un gesto artístico, una resignificación, podría decirse. Kodama lo llevó a juicio y Katchadjian estuvo muy cerca de ser condenado por plagio. También hay cosas menores: frases y poemas ridículos que se le atribuyen a Borges en las redes sociales. Así, Kodama se erige como una protección celosa. “Eso es cierto —dice Mactas—, pero no es un vector vinculado con ganancias, con derechas o con izquierdas. Es evitar la estafa. Hay horrores en las redes y textos lamentables y poemas inexplicables que nunca podrían ser de Borges, y ella los hace quitar de allí, en la medida que puede. Imaginate, Borges es como un océano, es inmenso”.
Una tarde, al volver de París, María viajaba en un auto por Buenos Aires hacia Recoleta, junto a un amigo. Iban a almorzar. Entonces pasan por la casa en la que Borges había vivido unos meses con su hermana Norah y su cuñado antes de comprar el departamento de Maipú con el Premio Municipal. Había un cartel, decía “se vende”. En esa casa, Borges había escrito Las ruinas circulares, el favorito de María. Llamó por teléfono, pactó una cita. No lo iba a comprar, no tenía el dinero, quería verlo. “Yo no acostumbro a hacerle perder el tiempo a nadie, pero es muy importante para mí”, le dijo a la mujer de la inmobiliaria ya dentro del departamento”. “No te debés acordar, María —le respondió—, pero yo estuve en el entierro, en Ginebra. Cuando me hablaste por teléfono te reconocí la voz”. Años después, en el libro, Kodama dice que “quizás Borges creería que era algo predeterminado. Quizás, pero yo no puedo pensar eso. Borges me decía que yo era una prisionera de la libertad. Lo predeterminado significa que no hay libertad, que no se puede ser libre. Que uno elige lo que fue elegido por el destino”. Dice Mactas que sí, que “definitivamente entre ellos existía una intimidad enorme, pero no a la manera de la convivencia. Ella siempre se negó a convivir, incluso a quedarse a dormir”.
Continúa Kodama en el libro: “Hablando sobre la libertad, un día le dije, cuando él insistía en que yo dejara mi trabajo, daba clases de español a gente de las embajadas y a gerentes de empresas extranjeras. Él quería que yo dejara eso, así me tendría todo el tiempo. Un día le dije: ‘No lo soporto. Mire, si usted quiere quitarme libertad, desaparezco’. La verdad. Cada uno tiene su locura. Si algo está ya determinado, uno elige lo que ya ha sido elegido por el destino. Esto me vuelve loca. Borges decía que sí, que nosotros veníamos de varias vidas anteriores juntos. Ni él ni yo creíamos demasiado en eso, pero era un juego imaginarlo, las varias vidas. Prometimos reencontrarnos”.
“Se tiene la sensación de que Borges todavía está —dice Mario Mactas, con su voz pausada, característica, llena de comas y subordinadas, antes de terminar esta conversación telefónica—, es una sensación permanente. Y no pasa lo mismo con Faulkner, que lo merecería, sí, pero no pasa. No hay un permanente anhelo, interés, revisión, placer estético de otros autores como si lo hay con Borges. Y Borges es muy argentino. Elaboró una mitología de cuchillos, desafíos, atardeceres de campo, orillas. Es como te decía: Borges es un océano”.
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