En su apartamento de Miami, mientras su empleada doméstica limpiaba las ventanas, Jacqueline Metalius miró hacia fuera y vio un anuncio de la telenovela en la que trabajaba, Los pobres nos precederán en el reino de los cielos.
“Yo no aparecía en el cartel por ningún lado, ni siquiera mencionaban mi nombre”, protestó mentalmente. “A las actrices de mi edad y de mi trayectoria las anuncian con frases como ‘Con la actuación especial de...’, ‘La participación extraordinaria de...’, ‘La gran reaparición de...’, así no hubiesen desaparecido jamás de los televisores del continente. Lo que sí desapareció fue mi rostro de los paneles de publicidad. En mi lugar aparecían otras que repetían gestos y posturas mías, la mirada por sobre el hombro, las manos en la cintura. Eso yo lo había inventado veinte, treinta años antes, cuando ellas ni siquiera estaban en proyecto de venir al mundo”.
A Jacqueline Metalius, la peruana que definió el melodrama en los años de oro de la telenovela venezolana, le resultaba difícil salir del centro de la escena. La habían aplaudido en toda América Latina, en Europa, en Medio Oriente, en la ex Unión Soviética; sus peinados de varios pisos y sus hombreras mojadas de lágrimas dejaron marcas imborrables en los corazones de millones.
Pero ahí estaba, tratando de acostumbrarse al cementerio de elefantes que, para las grandes divas como ella, era la televisión de Miami, levantándose a la madrugada para ser la primera —una profesional de punta a cabo, aunque lleve una botella escondida en el bolso, o quizá por eso mismo— en llegar al camarín de maquillaje, siempre con las líneas perfectamente aprendidas, como una Joan Crawford.
Entonces el fantasma de su madre llegó para decirle algo.
Del mismo modo que en sus últimos días, Jacqueline Metalius trató de evitarla: le debía su carrera, sí, pero había pagado con su vida entera. La muerta, harta de mover copas o hacer ruido en el apartamento, no tuvo más remedio que recurrir a métodos más ordinarios como mensajes de textos y DM en las plataformas sociales. Y logró su atención.
Este arranque de La mujer soviética, el cuarto libro del peruano Dany Salvatierra, puede parecer una mezcla fuerte de dos grandes influencias de su obra, el escritor Manuel Puig y el cineasta Pedro Almodóvar. Pero apenas el lector se está acostumbrando a sus desbordes, una vuelta de tuerca convierte la trama en una de espías durante la Guerra Fría, con experimentos científicos delirantes y operaciones políticas, además de la violencia terrorista de Ardor Popular (en el papel de Sendero Luminoso) y su supervivencia misteriosa en la dark web.
No es la primera vez que Salvatierra (Lima, 1980) se mete con tramas complejas. Al comentar su novela Eléctrico ardor, Rafael Gutiérrez recordó que, mientras la escribía, le había preguntado de qué se trataría.
—Pues de un ex terrorista pedófilo que vive en La Molina —le había respondido.
—Pucha, Dany. Es como si te sentaras todo el día pensando en qué es lo más ofensivo que posiblemente podrías escribir.
Cuando salió el libro descubrió que Salvatierra le había contado “una versión light” de la historia: “Sí, trataba acerca de un ex terrorista pedófilo que vivía en una mansión de La Molina. Pero además era un ex terrorista pedófilo que trataba de adoctrinar y luego violar a un niño de 10 años en silla de ruedas que se mudaba a la casa de al frente”.
En el universo literario del autor de Terapia de grupo y El síndrome de Berlín, inspirado por la literatura transgresora al estilo de Chuck Palahniuk, nunca hubo lugar para el tratamiento realista de los años de la violencia política, que su generación de artistas suele visitar.
—El comentario general era que era poco realista —contó a Infobae—. ¿Por qué no escribía algo como todo el mundo sobre el terrorismo, la delincuencia juvenil, las clases populares? Muchos escritores han hecho sus carreras a base de narrar las tribulaciones de la gente de pocos recursos, de pintar este panorama de Latinoamérica para Estados Unidos, que es el consumidor principal. Entonces en una reunión un amigo me comentó algo que yo no sabía de Sendero Luminoso: que fusilaban personas homosexuales. Me dije: “Aquí hay un tema”.
Así nacieron los personajes de Prudencio (vagamente inspirado en un tío de Salvatierra, “la oveja negra de la familia, que escribía panfletos para Sendero Luminoso”) y Ardor Popular con su líder, el camarada Asmodeo, reflejo de Abimael Guzmán.
Recluido tras regresar de Europa, donde se escondió tras la caía del grupo y cambió sus rasgos con cirugía plástica, Prudencio piensa primero en violar al pequeño Rodrigo y luego en adoctrinarlo para un resurgimiento del maoísmo extremo. Pero entonces, al igual que en La mujer soviética, una giro narrativo pone la historia de cabeza.
Curiosamente, la pasión de Salvatierra por la telenovela también surgió en los años de los coches bombas, los apagones y la incertidumbre.
—Soy de la generación del terrorismo que no podía salir a jugar a la calle. Soy hijo único y crecí en un barrio populoso, mis padres no me dejaban. Los dibujos animados me gustaban como a todo niño, pero mi ojo se iba a las novelas. En mi casa siempre había alguien viendo telenovelas: o la chica que hacía el servicio, o mi madre, o mi abuela, o mi tía. Y yo estaba ahí, mirando como detrás de la cortina. Mi madre me lo prohibió: “Las novelas son para adultos”. Mi madre ya veía, me gustaba jugar con muñecas, no me gustaba el fútbol... la clásica del hogar católico: “Si éste además ve telenovelas, va a acabar...” ¡como acabé!
Pero cuando comenzó Rosa salvaje, la telenovela de Verónica Castro, hasta la madre de Salvatierra se quedó pegada frente a la pantalla, y él, que tenía siete años, se escabullía delicadamente entre todas las mujeres de la familia. Cada tanto la madre se daba cuenta:
—¡Este niño no puede ver telenovelas! —se quejaba al descubrirlo.
—Ay, ya, déjalo —decía la abuela.
Al crecer, dada su admiración por Almodóvar, John Waters y la telenovela, no tuvo dudas: estudió cine y televisión en la carrera de comunicación, en la Universidad de Lima. Sin embargo, nunca ejerció: hacia los 25 años era un lector compulsivo y de a poco se deslizó a las letras. Primero enseñó francés e inglés, luego trabajo como corrector y ghost writer. Cree que eso marcó su escritura: “No nací leyendo a Walt Whitman, llegué tarde; acaso por eso tengo una visión distinta de lo que es la literatura”.
Una de las versiones de La mujer soviética tenía la estructura de un guión técnico —exterior, noche—, como si hubiera sido, en sí misma, una telenovela. Pero finalmente se inclinó por una más habitual en el cine, en tres momentos.
“En el primero se presenta la situación, en el segundo hay un conflicto y en el tercero se resuelve”, sintetizó Salvatierra. “Siempre he usado la estructura aristotélica, que muchos encuentran lineal, pero así me enseñaron en la universidad que debían escribirse los guiones. Quizá para otros escritores, que vengan de la poesía o el mundo académico, puedan hacer algo más experimental. Pero yo no, y jugué dentro de mi universo al combinarlo con el guión y con la presentación de flashbacks”.
Así la historia de La mujer soviética sigue el ocaso de Jacqueline Metalius en Miami quien regresa a Perú, donde había crecido en un pequeño apartamento, sola con su madre que solía repetirle como un mantra: “Tú no eres como los otros niños, tú vas a ser actriz”. Completan el cuadro una vecina, profesora jubilada, misteriosamente discreta; un marido muerto en un accidente dudoso, en pleno ascenso político; un embarazo avanzado que se malogró y una mansión para grabar telenovelas en la que había vivido escondido un miembro de Ardor Popular. Porque, como repite la estrella:
—El terrorismo también es melodrama, darling.
“Yo conectaba con el melodrama y con el universo femenino, y el tema de las actrices siempre me ha obsesionado”, contó Salvatierra los motivos por los que eligió una diva como protagonista. “A pesar de que la telenovela es formalmente muy vapuleada, Jacqueline es esencialmente una actriz, con esa gran capacidad de saltar de una cosa a otra. Recuerdo una película en la que Marlene Dietrich era prostituta, cantante, espía, asesina, ama de casa, y siempre perfectamente peinada y maquillada. Una actriz tiene mil vidas en sí misma, y quise eso para mi personaje. Por eso agregué un trasfondo político”.
Que fue el de la Guerra Fría, en su esplendor en aquellos años ochenta de su infancia: la confrontación Este-Oeste, Ronald Reagan y Mijail Gorbachov, “y los espías y el teléfono rojo”, destacó. La acción se desarrolla a finales de esa década, cuando la Unión Soviética agonizaba:
El gobierno ejercía el control de los canales de televisión y empezó a transmitir Coral en los quince países de la Unión y en simultáneo, a las siete de la noche, la hora en que las familias se sentaban a cenar frente al televisor. El resultado fue un suceso nunca antes visto. Era la primera vez que transmitían una telenovela de Hispanoamérica, una realidad distinta donde no existían la Guerra Fría ni la crisis económica, donde los problemas eran más cotidianos.
Pero La mujer soviética también alude a la política actual: Jacqueline Metalius es de una incorrección política de alto voltaje. Desprecia a los marginados y los pobres, la hartan las minorías —empezando por las mujeres— y hasta detesta a los niños. Como el libro está en la primera persona de su voz, el lector accede a sus pensamientos feroces sobre cualquier reclamo de derechos:
Un tatuaje de dos líneas paralelas adornaba su brazo. Igualdad. Trato brusco, seguramente activista de la sopa de letras LGTBYWZ, soldadito de justicia social, los reyes de la intolerancia. Problemas mentales gestados en casa, como todos los activistas, demasiados hermanos mayores, el último de la fila. Frase favorita: check your privilege.
—¿A qué se debe la incorrección política del personaje?
—Es a propósito de la cultura de la cancelación. Mi madre, que pertenece a otra generación, es el prototipo de la persona intolerante que vive en Miami y votó por Donald Trump. Por eso me dije que Jacqueline Metallius tenía que ser así. En esta época en que todo tiene que ser políticamente correcto, contar una historia desde el punto de vista de un personaje extremadamente incorrecto quizá fue una manera de provocar. Y gustó, creo que porque era así y decía las cosas. Necesitamos más literatura provocativa.
Así como el niño de Eléctrico ardor, Rodrigo, hace un cameo en La mujer soviética (ha crecido, es el novio de un maquillador), el próximo libro de Salvatierra verá una gran reaparición de la diva, y también del terrorista Prudencio. Esa especie de podio de impresentables tendrá como eje principal el barrio, La Molina, y la mansión, y completará “una trilogía injustificada”, según el autor. Stay tuned!
*Los libros de Dany Salvatierra pueden conseguirse en ebook.
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