El arquitecto Ben Barcelona, que llegó a Los Angeles desde las Filipinas en 1971, hizo una costumbre de su paseo diario por los museos de la ciudad. En 1992, cuando Divina, su esposa, murió, le hacía bien instalarse un rato frente a La Magdalena penitente de la lamparilla, de Georges de la Tour, en el Museo de Arte del Condado (LACMA), porque le recordaba que así como existe la belleza, existe el final, y viceversa. Barcelona se convirtió en una presencia reconocible en los museos y durante lo peor de la pandemia de COVID-19 muchas instituciones le enviaron libros de arte a su casa para que, ya octogenario, sobrellevara mejor el confinamiento.
Ojalá Barcelona no se haya precipitado hacia el LACMA para visitar a la Magdalena, porque luego de un año escondida por el coronavirus, no quedó entre las seleccionadas por el museo para su reapertura, el 1 de abril.
Sólo se la puede ver de manera indirecta, en una obra de Vera Lutter. Su muestra, “El museo en la cámara”, una de las elegidas para la flamante vuelta a una especie de normalidad en el LACMA, es el resultado de una residencia de dos años en los que usó las técnicas más antiguas de fotografía para examinar la arquitectura, las galerías y la colección permanente. Y allí está su mirada de la Magdalena.
Pero la de De la Tour no están a la vista del público, como tampoco los trabajos de grandes artistas europeos y americanos como Paul Cézanne, Claude Monet, August Rodin, René Magritte, Pablo Picasso, Edgar Degas, Andy Warhol, Alexander Calder, Diego Rivera o Roberto Matta que tiene el museo, ni las piezas de arte islámico, budista, colonial, asiático y africano, ni las obras religiosas prerrafaelitas u otras del Renacimiento. Porque las exhibiciones con que el LACMA volvió a recibir al público son básicamente contemporáneas.
Y si hay que hablar de lo que falta, tal vez convenga comenzar por lo más llamativo: los cuatro edificios del museo han sido demolidos.
No sucedió como lo había imaginado Ed Ruscha, que en 1968, a tres años de la inauguración, reveló una obra crítica de la transformación que el dinero estaba produciendo en el paisaje artístico de Los Angeles: Incendio del LACMA. Fue, en cambio, la decisión del director del museo, Michael Govan, quien concedió el nuevo diseño al arquitecto suizo Peter Zumthor.
Por ahora, entre la Masa levitada de Michael Heizer y las Luces urbanas de Chris Burden que demarcan el complejo, a la espera de las Galerías Geffen solo se ven el Pabellón Resnick y el Museo Broad de Arte Contemporáneo (un gajo de The Broad, la colección de Eli y Edythe Broad en Grand Avenue), donde están las muestras abiertas. Predominantemente contemporáneas.
En una circunstancia normal algo así sería una desilusión pero considerando que por la pandemia de el museo llevaba un año cerrado, el umbral de exigencia del público está bien bajo. Los psicólogos han advertido que algo así se vería en la relaciones, pero parece que no solo las románticas: la gente se nota feliz en las pocas exhibiciones, casi solo contemporáneas y en un espacio más pequeño que antes.
Nadie protesta y, al contrario, se escucha a muchos celebrar algunas muestras, como la de Yoshitomo Nara. Se diría que hasta el personal está aliviado de volverle a pedir a la gente que no toque las obras ni saque fotos con flash, de atajar a los niños que corren por los pasillos. Es el primer museo abierto en el sur de California luego de un confinamiento muy extenso en comparación con lo que sucedió en otros lugares de Estados Unidos.
Los tickets se deben comprar con anticipación y en el sitio del museo (hay también una opción telefónica), en cuya taquilla virtual primero hay que acceder a usar máscara y facilitar el rastreo de contactos en caso de contagio, entre otras cosas que permiten ir a la pantalla de elección de fecha y pago, entre USD 16 y USD 20. Una vez en el lugar todo se hace sin contacto: se muestra el código QR dos veces, una para que se verifique la temperatura del visitante y otra para que se permita el ingreso a un pasillo abierto que lleva al Pabellón Resnick.
La primera exhibición lleva el título de Not I, a partir del monólogo Yo no, de Samuel Beckett: un texto que rumia qué elementos dan forma al yo que cada quien percibe como sí mismo, representado en un espacio oscuro donde solo se distingue, iluminada, la boca de una actriz que pronuncia el texto a velocidad frenética. Al ingresar en la sala el primer impacto que causa, luego de ver gente con cubrebocas circulando de obra en obra según números enormes pegados en el piso, es la heterogeneidad.
La muestra concentra 200 obras de distintas geografías y distintos tiempos. Usa como eje simbólico la ventriloquia: el arte de hablar sin mover los labios, para que parezca que la voz viene de otro lado: una alusión de que no todo lo que alguien dice le pertenece, que la personalidad también está hablada por voces ajenas; también a que la vista y el oído no están siempre en sincronía, al contrario, y que eso no solo sucede cuando se ve primero la luz y luego se escucha el trueno. De esa confusión el curador José Luis Blondet derivó una serie de conversaciones estéticas sobre qué es la representación, qué es la autoría y qué es la creación.
La traición de las imágenes, la famosa serie de Magritte sobre la pipa que no es una pipa, sonaría a candidata evidente para Not I, ya que una de ellas pertenece al LACMA; sin embargo, el venezolano Blondet prefirió la foto de Eleanor Antin frente a la obra original, rodeada de botas y con su propia leyenda sobre la cuestión de representar: “Esto no son 100 botas”.
La muestra está dividida en 10 secciones que, si no fuera por las indicaciones de tránsito en dirección única debidas a la pandemia, se podrían ver sin orden particular. Incluye un proyecto especial encargado a Meric Algün, La biblioteca de los libros que nadie pidió, hecho en colaboración con la Biblioteca Pública de Los Angeles. Consiste en, precisamente, libros —casi 1.000— que nunca estuvieron en las manos de un lector.
“La exhibición hurga en la colección del LACMA en general, subrayando fricciones y relaciones entre piezas en lugar de subrayar la singularidad de una obra maestra”, dijo Blondet a Art & Object. “Por ejemplo, al combinar Woman Making Rabbit Shadow for Small Boy (1807), de Ryuryukyo Shinsai, con Rabbit (1986), de Ruscha, uno puede argumentar que sólo hicieron falta 189 años y una buena dosis de azar y suerte para que el gesto de esta mujer produjera la sombra de un conejo, manifestado en la superficie de la imagen de Ruscha”.
A continuación el Pabellón Resnick ofrece la exhibición de Vera Lutter, la artista alemana residente en Nueva York que pasó dos años invitada en el LACMA. Su proyecto consistió en examinar, mediante una cámara oscura, la vida en el museo.
Frente a cada obra y cada sala que le interesó, Lutter construyó una estructura cerrada, con una pequeña perforación en el frente: la luz que por allí se filtraba se imprimió, invertida, en papel sensible. Para mantener los conceptos de su búsqueda, que consistía en representar con la menor intervención posible, dejó las imágenes como negativo.
Muchas de las cajas eran medianas, de 50 centímetros por 80; pero para registrar una galería entera o un exterior del museo, iba a necesitar cámaras oscuras realmente grandes.
Ya que se metían en el problema, pensó el director del LACMA, ¿por qué no construir varias?
Estaban a punto de demoler los cuatro edificios del museo, y la oportunidad se presentaba como algo bueno para honrar ese pasado; sobre todo porque la renovación causó bastante polémica en Los Angeles. “Así que me imaginé que, conociendo tu trabajo” le dijo Govan a Lutter en un diálogo para el sitio del museo, “que es un poco sobre la memoria, a las emociones de la memoria, a los sueños, que podías hacer imágenes dentro del LACMA y en sus alrededores”.
A continuación, un golpe de colores recibe al visitante con los ojos ya acostumbrados al blanco y negro: 348 West 22nd Street, obra del artista surcoreano Do Ho Suh. Consiste en una réplica de un antiguo apartamento de Nueva York donde él vivió, y alude a sus temas más frecuentes: el hogar, la emigración, el desplazamiento.
Son estructuras metálicas que sostienen telas de colores en poliéster translúcido que permiten ver el interior común de la vida cotidiana a la vez que evocan las técnicas de costura tradicional coreana. El efecto es extraño: algo monumental por la escala, que invita a ingresar y hasta a subir por sus escaleras, y a la vez extremadamente delicado como para traspasar.
Las últimas muestras del primer edificio son Fiji: arte y vida en el Pacífico, que reúne 280 obras de colecciones internacionales (entre ellas el Museo de Fiji, el British Museum y el Smithsonian) que van de la arqueología al arte para ofrecer un gran panorama, y Slowly Turning Narrative (1992), una video instalación de sala entera que Bill Viola hizo en 1992. Esta obra de un pionero del género funciona como un tránsito amable hacia el edificio de la colección Broad, donde la primera exhibición es Give It Or Leave It, de la cineasta y artista multimedia Cauleen Smith.
La inmersión en lo contemporáneo es total, en estas piezas de la colección de los multimillonarios Broad, cuyas joyas son Band, de Richard Serra; Miracle Mile, de Robert Irwin, y Metropolis II, de Chris Burden. Y son la introducción perfecta al plato principal, que está en la segunda planta: la muestra de Nara.
Aunque no le gustó al crítico Christopher Knight, de Los Angeles Times, quien la describió como “una gran retrospectiva de un pintor mediano pero popular” que “ocupa el doble de lo necesario para explicar su éxito en la comercialización de marca” y contiene “interminables y obsesivas variaciones” de una niña de expresiones raras, de una ambigüedad inquietante, al público parece gustarle mucho: a veces la aglomeración es tanta que el personal del museo limita el ingreso a las salas.
La muestra, el final del recorrido por el LACMA, reúne, en efecto, una numerosa cantidad de obras de calidad, materiales y tamaños muy diferentes. Recorre más de 30 años de creación del más querido artista japonés de su generación e incluye una pared de álbumes de los sesenta y los setenta, los años de la juventud de Nara, porque del arte de esas portadas surgió su deseo de dedicarse al arte, según se explica en la muestra. Una banda de sonido —sólo se puede escuchar con auriculares— con ese repertorio, en buena parte, acompaña el recorrido por pinturas, dibujos, cerámicas, algunas esculturas y una instalación.
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