Detrás del humor y la irreverencia sigue habiendo una tragedia: la desaparición forzada de mis padres

La autora del libro que en 2012 nació como blog y que hace unos días reeditó Planeta se refiere a los desafíos, los obstáculos y el compromiso de tratar desde la ironía lo que llama el “temita”: ser hija de desaparecidos durante la última dictadura

Guardar
Diario de una princesa montonera,
Diario de una princesa montonera, de Mariana Eva Pérez

Desde hace unos años, cuando declino una invitación a contar “mi triste historia” para una nota o un documental, aclaro que a nivel testimonial no tengo mucho más que agregar a lo que conté en la película Nietos de Benjamín Ávila (2004). Recordaba un largo monólogo en el que relataba con pelos y señales, nunca mejor dicho, el día que encontré a mi hermano. Sentía que ese era el punto de llegada de mi larga carrera como testimoniante, que arrancó en mi infancia, un día que recuerdo bien, cuando vinieron a hacer las fotos de un reportaje que mi abuela Rosa Roisinblit había dado para alguna revista. Recuerdo las fotos de esa revista, mis eternas dos colitas, mi carita seria: la sensación de estar haciendo algo importante, lo único que una nena podía hacer para encontrar a su familia desaparecida.

“Envejecimos de chicos”, con estas palabras, con este verso repetido en un poema corto, cerró ayer mi amiga María Ester Alonso Morales su declaración testimonial en el juicio Brigadas. Tiene razón. Ahí estoy, en la película de Ávila, en un tramo que había olvidado por completo, chiquita, de diez años, con una remera lila con un moño de strass sobre el corazón, los primeros granitos insinuándose en la frente: me presento como “hija de padres desaparecidos” y después de una breve intro sobre mi situación familiar que largo de corrido con solvencia, leo la primera carta que le escribí a mi hermano. En un momento levanto la vista, miro no a la cámara sino a un costado (¿a mi abuela, a un periodista?) con un odio fulminante. Es un segundo, un instante de odio por tener que estar haciendo eso y por hacerlo tan bien.

Esa también soy yo.

“Hay una hija de desaparecidos que ríe”, dice mi marido estos días, parafraseando a Walsh y su fusilado que vive. Esa parece ser la novedad: una “hija” (no importa cuánto reniegue del término, cuánto explique, cuánto escriba) que encontró una manera de hablar del temita de la desaparición forzada con humor. Me preguntan de dónde me viene esta “irreverencia”, cómo me animé a escribir así, si me considero una provocadora, si fui la primera y por qué. Arranco hablando de la irreverencia de Los rubios, de Albertina Carri (2003), aunque no tuviera exactamente humor, o un poco sí, esas pelucas ridículas del final, vamos. En Los topos, la novela de Felix Bruzzone (2008), hay un humor grotesco, incómodo, indigerible. La Revista Barcelona cubrió durante años la desaparición de Jorge Julio López con un humor afilado como un estilete, doloroso; no me sorprendería que haya sido el medio de comunicación que más espacio y de forma más sostenida le dedicó al caso. Y no hay manera de que haya bautizado a mi alter ego “Princesa Montonera” y eso no sea una referencia y homenaje a Bombita Rodríguez, “el Palito Ortega montonero”, esa creación de Pedro Saborido y Diego Capusotto que abrió la posibilidad de reírse de la palabra con M (aunque siempre antes del golpe, detalle no menor). Es decir que no, no fui la primera, incluso si me olvido otros ejemplos, como seguramente pasa. Punto aclarado.

Diario de una princesa montonera - 110% verdad se publicó en marzo. No fue casualidad. Junto con la editorial decidimos que queríamos participar del debate público que se da (me gustaría decir que se intensifica pero no estoy tan optimista) en el “mes de la memoria”. Lo mejor que podía pasar era este vendaval de notas. Lo busqué. Acá está. ¿Por qué reniego? Si es cierto que quise escribir de otra forma, más directa, urgente, llana y por qué no humorística, ¿por qué me fastidio a la tercera vez que me preguntan por eso?

Mariana Eva Perez (Foto: Alejandra
Mariana Eva Perez (Foto: Alejandra López / Editorial Planeta)

No estoy segura. Creo que me irrita que detrás de la pregunta por el humor vuelva a quedar velado eso que para simplificar podemos llamar trauma. Que se queden con el cómo y no con el qué. Que la pregunta por el humor haya venido a reemplazar a la pregunta por las circunstancias de mi triste historia, eso tan repetido que ya a los diez años podía recitarlo sin emoción frente a una cámara. No creo que nadie que lea esta nota recuerde a esa niña de diez años, ni en el documental original ni en la peli de Ávila; ni a la chica de veinte que salió varias veces en la tele cuando descubrimos al obstetra naval Magnacco y lo escrachamos; ni a la de 22 que un día pudo anunciar públicamente la localización de su hermano. A esta altura no me tomo en serio las ráfagas de fama súbita, sé que vienen y se van. Solo a mí me dejan un sedimento duradero. Solo yo recuerdo las entrevistas que di para tesis que nunca leí, los videos que me prometieron enviarme y nunca llegaron. Solo yo recuerdo mi incomodidad ante cada indicación del tipo “venís caminando desde allá y cuando llegás a ese farol, la mirás a tu abuela, le sonreís y le das la mano”. Solo yo recuerdo a la documentalista que quería filmarme bailando en un boliche para mostrar que aunque buscaba un hermano desaparecido, era una chica común, sin importarle un bledo que yo no frecuentara realmente esos lugares.

Cuando me preguntan una y otra vez por el humor, siento que se reedita esta suerte de extractivismo. Como si no alcanzara con reproducir un fragmento del libro o hacer una observación, tengo que venir yo a refrendarlo, a explicarlo. ¡A explicar los chistes! ¿Por qué? ¿Es eso propio de la palabra testimonial otra vez, el cuerpo del testigo-víctima dotando de una legitimidad especial a la palabra? ¿Tengo que habilitarlos en nombre propio, como autora, a reírse de las desgracias de y con la Princesa Montonera?

Cuando me hacen decir lo mismo una y otra vez, vuelvo a ser esa nena que repite “soy hija de padres desaparecidos”.

El otro día tomé coraje y le dije a un periodista que no iba a contestar esa pregunta. Que le daba toda la libertad para copiar y pegar de cualquier entrevista previa. Le expliqué. Conversamos. Lo entendió. Terminamos hablando en profundidad de la legislación reparatoria, sus mil defectos y lagunas, las desigualdades y conflictos que provoca, el gran tabú del dinero. Una charla que no había tenido hasta ese día con ningún periodista. No, no reímos. Tampoco creo que vaya a publicarla.

Esta nota tampoco tiene humor. El humor que hay en el libro me costó trabajo. Mucho. Me costó trabajo animarme a escribir así, para nadie al principio, para casi nadie, para los primeros dos, tres, cuatro lectores del blog después. Me costó serle fiel a ese registro cuando lo que tenía para contar era una tragedia descomunal. Les invito con todo el amor a que lean el libro, porque lo que tengo para decir sobre la posibilidad, conveniencia y límites para lidiar con este temita a través de la burla, la ironía y por qué no también la risa, está ahí.

SEGUIR LEYENDO

Guardar