Una base militar y una carretera entre los pastizales
La emoción al descender es menor a la que imaginaba: no hay himno espontáneo, no escucho llantos, nadie grita «¡Las Malvinas son argentinas!» con fervor; apenas un silbido bajito de la marcha de Malvinas se hace perceptible entre los asientos traseros del avión.
Una vez en tierra, una decena de militares británicos nos espera en la pista. Ninguno tiene más de veinticinco años, pero sus armas y uniformes los hacen lucir mayores, incluso a la chica rubia que viste igual que los hombres.
Más tarde voy a saber que una mujer cometió la imprudencia de seguir sacando fotos en tierra, incluso posando en la pista —entre las escaleras y la base— para una selfie: los militares la obligaron a borrar tanto esa como todas las fotos que había tomado desde el avión. Yo no vi esto, no doy fe de lo que digo, pero parece bastante probable. En cualquier caso, fue poco lo que vi comparado con lo que oí, y desestimar estos relatos sería tan errado como creer que todo lo que vi responde a lo que solemos llamar «realidad».
Mi descenso del avión fue en silencio, abrochándome la campera, resistiendo el viento —luego descubriré que ese era un día particularmente calmo—, intentando abarcarlo todo con los ojos, disfrutando del cambio de aire de la pesada Buenos Aires, que había dejado atrás hacía tan solo ocho horas.
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Es raro interpretar caras, describir sentimientos a partir de lo que un rostro puede mostrar a diez metros de distancia —en especial teniendo en cuenta mi miopía y astigmatismo—. Y sin embargo, ¿cómo me resisto a describir ese brillo, esa emoción en los rostros de todos los que llegaban finalmente a las islas, a suelo malvinense no aeroportuario? Tal vez estoy proyectando en otros, pero si a mí me genera cierta emoción, que tengo una vinculación remota con la «causa Malvinas», no quiero imaginar lo que deben sentir los que ya han venido a estas tierras como militares o luciendo su ropa de fajina con orgullo; o la chica que viene a celebrar sus quince, siempre intrigada por las celebraciones de sus cumpleaños los 2 de abril; o el académico con casi cuarenta años de estudios sobre estas islas. «Malvinas» es un nombre para la mayoría de los argentinos, un nombre con significaciones múltiples, y la mayoría de los que estamos aquí le estamos poniendo cuerpo por primera vez. Se siente una necesidad de respirar el aire, de asirlo incluso, como si eso fuese un gesto de soberanía.
Yo lo sentí así, al menos, pero vi en los gestos de otros esa misma voluntad de dejarse pegar en la cara por el viento frío, la cachetada que por fin nos dio un poco de realidad: estamos en Malvinas, y no se parece en nada a lo que alguna vez vimos en el resto de Argentina. Ahora sí, estamos listos para contrastar nuestra idea de las islas con lo que son estas porciones de turba que emergen en una de las esquinas del océano Atlántico.
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Mirar esos campos desolados eriza la piel, provoca una sensación de reencuentro con la tierra prometida. Es un poco de tierra, no está cultivada, no es nada más que turba, algo que todos —excepto los fueguinos— desconocemos por completo, y sin embargo se ve ahí, tan propia porque comparte nuestro mar, porque está a menos de cuatrocientos kilómetros de distancia, porque tiene las temporadas climáticas del hemisferio sur, pero sobre todo, porque la hemos llenado de significantes, porque las «Malvinas Argentinas» se pronuncian así, como una fórmula indivisible que aparece en mapas nacionales, provinciales y zonales, en carteles de calles que se llaman así, pero también en carteles de ruta que son una chapa perdida en la provincia de La Rioja o en un rinconcito de Corrientes, donde únicamente se reza con convicción: «Las Malvinas son argentinas». En la escuela, en los medios, en los mapas, en banderas de fútbol, en calcomanías de autos, en tatuajes, los argentinos estamos constantemente expuestos a esta verdad irrevocable, que parece más ficticia cuanto más se repite, que constantemente recuerda que no son nuestras —¿cuántos carteles hay que dicen que Formosa es argentina?—, y aquí estamos nosotros, un micro lleno de argentinos, todos mirando por la ventana lo innegable: un montón de turba que se abre espacio entre el agua, el reclamo de todo un país materializado en una sustancia negra que parece barro pero que no es barro y en los pastos amarillos que crecen encima.
«¿Esto son las Malvinas?» es la pregunta que flota en el aire. Y creo que todos estamos maravillados, que nadie se esperaba esto (ni ninguna otra cosa). Parece una tierra infinita, extensiones propias de la pampa húmeda, colinas de turba, océano Atlántico entrando y saliendo, pastizales amarillos, algunas ovejas, un par de vacas negras con una raya blanca en el medio, como si tuviesen una camiseta de All Boys («Galloway», me informa Google), algo nuevo: gansos. Muchos gansos.
De pronto, gente pescando en algo parecido a un riacho. Se ven a lo lejos, se ven muy rápido. Y también, una casa. Una casa que, a lo lejos, parece un galpón grande, distinta a cualquier casa argentina, a cualquier galpón argentino.
Nos vamos acercando a Stanley. Los excombatientes seguramente están reconociendo los montes (Harriet, Dos hermanas, Longdon, etc.), y en ellos, sus posiciones. No lo sé, porque viajan en sus pequeñas combis con guías ya contratados. Nosotros somos la resaca del avión, estamos en el micro porque no merecemos un lugar preferencial de ningún tipo, porque sale solo 17 libras. Pero también vivimos la experiencia, también vamos a recorrer las islas, también vamos a formar parte de esa comunidad de turistas que por una semana ¿invadirá? la ciudad.
Finalmente, la monotonía de la ruta se acaba: bajamos la última colina y vemos techos de colores y un cartel, otro cartel rutero, como los del resto de la Argentina, pero diferente, bien diferente: «Welcome to Stanley». Una nueva confirmación de que en todo este montón de turba el idioma oficial es el inglés.
Un lugar con pingüinos
Después de más de media hora rebotando contra el techo de la Land Rover entre los charcones y la turba, por fin vemos una pequeña colina de pasto verde, rematada con una pequeña casita: Volunteer Point (Punta Voluntarios), la pingüinera más importante de la isla Soledad.
En Argentina el lugar es más conocido por sus características estratégicas que por sus pingüinos. Durante la guerra fue considerado uno de los puntos posibles de desembarco británico, por ser la playa abierta más al noreste de las Islas Malvinas —está en línea recta hacia el norte de Stanley—. Finalmente, esto nunca sucedió, y el desembarco terminó dándose por uno de los lugares menos pensados, el estrecho de San Carlos, entre la Gran Malvina y la isla Soledad.
Apenas pasamos la casita que usan los cuidadores de la zona, empezamos a bordear la costa, pero no la vemos, porque antes hay otra colina verde, donde pastan las ovejas, caminan los patos y aparecen los primeros pingüinos, metidos entre la fauna local.
Nos abalanzamos para sacarles fotos, sin imaginar que trescientos metros más adelante nos vamos a encontrar con la verdadera pingüinera: un círculo en el pasto del tamaño de un círculo central de fútbol hecho con pequeñas piedras, que demarcan el lugar al que los humanos no pueden ingresar. Dentro de ese círculo, como si lo hubiesen dibujado ellos mismos, se encuentran incontables pingüinos rey, ubicados de a parejas, con sus huevos o sus crías a sus pies. Los pingüinos rey son la segunda especie más grande que existe, apenas más pequeños que los emperador, que solo se encuentran en la Antártida. De aspecto son parecidos, con un pico amarillo brillante y una especie de babero del mismo color en degradé, pero los emperador son un poco más grandes que los rey. De todas formas son impactantes, en especial cuando se los ve al lado de los otros pingüinos que están en Volunteer Point, como los gentú o los magallánicos, que parecen las mascotas de los rey, pequeños humanos erguidos con su casi metro de estatura.
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En Volunteer Point nos quedamos casi dos horas observando a los pingüinos, viendo los paisajes y disfrutando de la playa de arena blanca —y montones de algas kelp, el origen del apodo «kelpers»—, a pesar del frío y del constante viento. También comemos nuestro almuerzo empaquetado al reparo de una pequeña construcción, y hablamos con los viajeros de la otra camioneta, una pareja de personas mayores, que son los únicos humanos en el lugar, junto con nosotros y Lisa, la conductora.
La conversación comienza de casualidad, porque ellos van caminando por la playa y mi novia y yo vemos el momento exacto en el que el hombre, de unos setenta años, se entierra en una porción de arena que estaba hueca debajo. Nos acercamos corriendo y lo ayudamos a salir, pero finalmente no fue más que el susto (fracturarse una pierna ahí no es ninguna gracia teniendo en cuenta que el regreso en la camioneta es a puro traqueteo). Caminamos las dos parejas lentamente hacia donde están los vehículos y aprovechamos para preguntarles de dónde son y qué hacen en las Malvinas.
—Somos de Inglaterra —nos explica la mujer en un tono sutil, con un inconfundible acento británico—. Vinimos a visitar a nuestro hijo, que está ahora como gobernador de las islas. —No es que nosotros estemos de racha, sino que realmente es tan poca la gente y hay tanto tiempo para hablar, que todos tienen cierta cuota de fama aquí.
El hombre casi no habla, pero la mujer no puede ser más amable. El hijo, lejos de ser un gran político, es tratado como un funcionario de carrera al que los designios no lo están favoreciendo, ya que viene de gobernar otra colonia británica, y está con ganas de retornar a su Gran Bretaña natal. Los padres lo visitan como para hacerle el aguante mientras él pasa el mal trago de estar ubicado en la otra punta del mundo.
La madre del gobernador también mira con pena las historias de los excombatientes argentinos y sufre recordando cómo vivió ella la guerra: en cada taxi al que se subía en Londres durante los setenta y cuatro días de 1982 no hacía otra cosa que escuchar las noticias de lo que sucedía en Malvinas y del avance de la flota inglesa. Parece que digo esto con cierta ironía, considerando lo que vivieron los isleños, lo que vivieron los excombatientes y hasta los argentinos —y, sobre todo, los patagónicos del este, con la tensión de una guerra al borde de sus costas—, pero la señora es tan dulce que realmente uno se la puede imaginar afectada por el sufrimiento de los otros. No encuentro en ella revanchismo ni bronca ni resentimiento hacia los argentinos, sino una sensación de tragedia compartida que demuestra esa obviedad que a veces olvidamos: que todos somos humanos.
De regreso, el frío y el viento, sumado al traqueteo del camino, nos llevan a un sopor que se traduce en silencio, solo interrumpido cuando pasamos cerca de Port Louis o Puerto Soledad, el primer asentamiento de las islas, establecido por los franceses, luego habitado por los españoles y más tarde por los argentinos, hasta que los ingleses lo destruyeron parcialmente el 3 de enero de 1833, lo ocuparon y luego lo abandonaron, para fundar Port Stanley en una bahía mejor resguardada del mar abierto. Marcelo le pide permiso a Lisa para bajarse delante de la tranquera que anuncia el poblado, pero Lisa le aclara que ahora son terrenos privados y que rara vez dejan pasar a turistas: una bandera malvinense ondea en un mástil que se sostiene de la tranquera, para que no queden dudas de que esa tierra usurpada hace ya cerca de doscientos años sigue siendo propiedad británica.
Como corolario de nuestra primera incursión a las rutas malvinenses, Lisa para el auto en un lugar donde aparentemente no hay nada, y caminamos por el pasto hasta encontrar la carcasa de un helicóptero destruido y completamente oxidado en el medio del camp. Está tirado entre unos musgos verdes que, junto con los pastos amarillos y las plantas de diddle-dee, componen casi la única vegetación de las islas. El helicóptero había sido argentino, y nadie se tomó la molestia de levantarlo.
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