Los ensayos reunidos en este libro cumplen la promesa del título —lecturas de literatura argentina—, se ajustan al género y se inscriben en un espacio cultural y geográfico. Su anclaje podría compararse con el de los ensayos literarios de Roberto Schwarz que son invariablemente brasileños, aunque, como Nora Catelli, Schwarz lea desde tradiciones estéticas y críticas europeas. Algo tienen en común las regiones culturales rioplatense y paulista: son espacios autosuficientes. No es el caso de discutir si este hiperregionalismo se justifica, porque no es necesario fundar de ese modo las preferencias y las elecciones de la crítica. Ángel Rama, un uruguayo itinerante, organizó toda la literatura latinoamericana que le era contemporánea. Catelli, una argentina también itinerante, nos propone un libro concentrado en aquello que pertenece al suelo cultural argentino. Quizá hoy se anuncien perspectivas para evadirse de la centralidad borgeana y Borges comience un camino de glorioso descentramiento en la literatura y la crítica argentinas (lo cual quizá no las mejore, pero seguramente las alivia). Otros textos cumplirán su turno de reemplazo, si el momento ha llegado. Borges funda y preside las tradiciones de la modernidad, no todas, sin duda, pero las más extensas y persistentes. Tiene una centralidad que probablemente ya no ejerza la presión obligativa de las últimas décadas. Pero conserva una fuerza original de pensamiento y escritura que sigue sosteniendo su persistencia. Si tuvimos la suerte de tener un Borges, tomar distancia es una decisión cuyo sentido habría que demostrar con nuevos textos.
El inevitable
Borges es inevitable, como son inevitables Shakespeare o Dante para las literaturas en inglés o en italiano, aunque la marca de Borges cumpla apenas un siglo. Vivimos en presente y renunciamos, en este punto, a arriesgar hipótesis sobre la larga duración. El peso de Borges en los ensayos de Catelli expresa ese reconocimiento. No hay una formación crítica sin Borges, excepto como opción ideológica radicalizada y programa estético. Debió ser leído y atacado, como sucedió en los años cincuenta. Pero no puede ser pasado por alto, excepto como gesto de alguien que no escribe ese nombre y al no escribirlo dice: «fíjense bien, porque no lo estoy escribiendo».
Varios de los ensayos de Catelli agrupados aquí son una síntesis de ese «lugar Borges». A partir de la nítida cronología que organizan, es posible recorrer más de medio siglo de lecturas borgeanas. La ventaja del camino elegido por Catelli es doble. La nitidez de sus hipótesis, que no se preocupan por la originalidad sino por la exactitud y, al alcanzar la exactitud, alcanzan (justamente en el caso del sufrido corpus borgeano) la originalidad.
El primero de los ensayos tiene como objeto la famosa conferencia de Borges «El escritor argentino y la tradición», cuya tesis, igualmente famosa, es que nuestra tradición incluye toda la cultura occidental. Pero Catelli no acepta el encierro en un nacionalismo cultural limitado al Río de la Plata. Recuerda lo que Borges no quiso recordar en aquella conferencia y lee allí un olvido. Menciona a dos críticos bien conocidos por Borges pero que, como suele sucederle con frecuencia, eligió no mencionar en su conferencia: Pedro Henríquez Ureña, el dominicano, y Alfonso Reyes, el mexicano, que se atrevieron a pensar América Latina como un relevo de Occidente, en el escenario de su cultura y sus crisis, su refinamiento y su violencia. Catelli lee en Borges un mandato ajeno a la ironía: América debe convertirse en aquello que Occidente ha dejado de ser. América puede ser garante de una tradición occidental. Esta lectura lleva el texto de Borges más lejos de donde ha sido leído. Con audacia, Catelli lo fuerza para asignarle la tarea salvadora de un Occidente que ha colapsado por la guerra y los fascismos.
Borges queda así menos cerca del argentinismo bajo cuya impronta ha sido leída esta conferencia. Catelli lo juzga un par de los grandes ensayistas de América. No es simplemente el talento más ingenioso, sino que es posible situarlo en el marco del pensamiento latinoamericano redentorista sobre el que el mismo Borges habría tenido reservas, porque desconfiaba de cualquier inclusión que pretendiera sistematizar la pluralidad de lo diferente. En suma, Catelli lee a contrapelo de una localización rioplatense estrecha, porque Borges no necesita esta garantía de originalidad. El desplazamiento lo ubica en una tradición latinoamericana, cuyos teóricos explícitos fueron escritores que Borges conoció, como los ya mencionados Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña.
Por supuesto, hay más Borges en estos ensayos de Catelli. El que lleva por título «A propósito de una fuente de Borges» toma otra dirección. Ya no se trata de encontrar a Borges entre los latinoamericanos que fueron sus contemporáneos, sino de buscarlo con los instrumentos de la filología y el comparatismo. Catelli descubre en Virginia Woolf una fuente de Borges. El señalamiento es desafiante porque, desde los años sesenta del siglo xx, el rastreo de fuentes se corrió a un horizonte académico más oscuro y menos apreciado por las nuevas tendencias teóricas. La noción de intertextualidad reemplazó el duro trabajo de encontrar los textos mutuamente implicados. Pero Catelli es comparatista, carece de prejuicios arcaicos heredados del estructuralismo de aquellos años sesenta, y desde hace tiempo viene demostrando que sus lecturas de literatura europea son indispensables para las literaturas de América Latina.
Sin prejuicios y con inteligencia, Catelli parte de algunas reflexiones sobre feminismo y cultura popular. Al mencionar ambos términos no sólo reconoce dos dimensiones ideológicas necesarias para su razonamiento crítico, sino que, por la santidad de los adjetivos feminista y popular, queda a salvo de cualquier acusación obediente a sospechas y suspicacias. Lo que importa es que Catelli capturó algo nuevo en la relación de Borges con el Orlando de Virginia Woolf, obra que él tradujo. No sabemos qué opinaría Borges de la lectura que hace Catelli de la novela de Woolf (entre otros juicios, el de que Woolf realiza uno de los «más deslumbrantes ejercicios de análisis indirecto de la situación de las mujeres en el mundo móvil del desarrollo capitalista»). Seguramente habría respondido con cierta distancia indiferente, poniendo en duda el sentido de casi todos los términos de la cita, como siempre que se buscó fijar el significado de un texto propio o ajeno.
Pero, en este caso, Catelli descubre lo que la crítica no había percibido antes. En la famosa visión de Orlando, encuentra la forma, el ritmo y la desordenada profusión de la visión del narrador en El Aleph, incluida una hipálage, figura bien borgeana, que traduce e intensifica a partir de una del Orlando. Este descubrimiento de un Borges que traduce, traspasa, saquea con silencioso desparpajo, autoriza a Catelli a criticar lo que ella llama «archivos excluyentes», es decir, leer Orlando desde la perspectiva de género y olvidar todo lo demás, incluso la literatura. La crítica alcanza también al comparatismo (Catelli cita a Pascale Casanova y Franco Moretti) que, por su lado, permanece insensible a la lectura estilística.
No es el caso de Nora Catelli, cuya sensibilidad vuelve central a Borges sin ningún forzamiento del canon. No precisa inventar un Borges porque sigue su itinerario en la crítica y la literatura argentina desde la revista Contorno hasta Masotta; y sigue también el camino «internacional» recorrido por Harold Bloom, Michel Butor e Italo Calvino. La reiteración verbal del título «Pensar en Borges, pensar con Borges» define el objetivo de este ensayo de Catelli: algunos escritores tomaron posición cerca del modelo, oscilando entre la imitación inteligente, como en el caso de Piglia, y el kitsch sostenido por la repetición.
De esta tropa de borgeanos, Catelli excluye a Juan José Saer, que «se situó frente a él». Y excluye también a Fogwill, «lector infiel» cuya relación con Borges evita la estilización que busca seducir a lectores agradecidos por la oportunidad de reconocer la cita del maestro. El juicio de Catelli sobre Fogwill es certero y poco ostentoso: «Fogwill se acercó a Borges e inmediatamente se alejó de su sombra». El realismo sucio de Fogwill vuelve imposible la imitación o la cita hiperculta de Borges.
Broch visita a Juana Bignozzi
En el otro extremo de la concurrida obra de Borges, este libro incluye un texto magistral sobre Juana Bignozzi y Hermann Broch. A la crítica, Borges le plantea el desafío de un autor cuyas obras han recibido una atención que creció con los años. Fue anticipando la teoría y rindió a los críticos frente a esas anticipaciones. Por eso, la visión de Catelli, que se enriquece por la cuidada organización cronológica de los sucesos textuales, tiene la originalidad de quien no desea ser original sino exacto. Responde a una pregunta a la que estamos condenados: ¿cómo seguir hablando de Borges?
En la poesía de Juana Bignozzi, el desafío crítico es muy distinto: ¿cómo hablar sobre quien no se ha hablado lo suficiente? En el comienzo mismo de su ensayo, Catelli aclara que este no será ni cronológico ni sistemático. Como si nos advirtiera: escribiré con la libertad del «ensayo literario», sin plan académico, ni hipótesis que se esfuercen por imponerse como citas en la crítica futura. Sin embargo, con algo de buena suerte, un ensayo así conseguirá la circulación académica y volverá a resonar en lo que se escriba después.
Como no quiere ser ni cronológico ni sistemático, lo que aparece es esa otra dimensión del ensayo, descuidada muchas veces en las versiones académicas: presentar una comparación que permita leer de una manera diferente. La comparación imaginada por Catelli se resume en un concepto que la precede y la sostiene: el «estilo de la vejez». No la novedad que instala a un poeta en relación con los otros, no la ruptura vanguardista que mira hacia un porvenir que quizá no llegue nunca, sino un estilo que, para el juvenilismo inclinado a la novedad, es póstumo. Y que, sin embargo, no se priva de la violencia de un gesto juvenil y fundante de un futuro que, posiblemente, ya sea tiempo pasado.
Sutilmente, Catelli lee en Juana Bignozzi el incumplimiento de un mandato materno, una traición a la madre puesta en escena en épocas donde ese mandato de mujer a mujer sostiene las construcciones de la ideología y de mucha literatura. Catelli entiende que Bignozzi no cumple la orden y que de allí proviene su originalidad. Esta posición a contrapelo, que, como lo habría hecho Walter Benjamin, encuentra en los textos las formas con que transgredieron los mandatos, Bignozzi la despliega triunfalmente en lo que se ha dado en llamar un estilo tardío. En ese punto, renunciando a las ideas que vienen de la historia de la música, Catelli introduce a Hermann Broch.
La originalidad de una mirada crítica tiene que ver con aquello que es capaz de unir y que antes no estaba unido. En este caso Bignozzi y Broch, que definió el estilo tardío como lo que un artista puede lograr cuando cambia radicalmente, pero no en la dirección que su obra anterior anunciaba. Para demostrar su tesis del estilo tardío en Bignozzi, Catelli da otro paso audaz: deja a Broch e incorpora a su lectura a Riffaterre para analizar el elenco de formas descriptivas que Bignozzi pone en juego en su «estilo tardío». Por supuesto, el caso deslumbra por el altísimo oficio poético de Bignozzi y por la originalidad con que Catelli combina, sintetiza, presenta y sustrae perspectivas muy diferentes.
Enseguida, Catelli señala otra proeza de Bignozzi: escribir un poema largo en el marco de la literatura moderna. Tiniánov nos ha persuadido de que la extensión es forma (aunque esto fuera sabido desde la épica). Catelli trabaja especialmente esa longitud, que caracteriza uno de los poemas del «estilo de vejez» en Bignozzi. Y aporta un señalamiento fundamental: ese estilo, que alcanza su máxima intensidad en Las poetas visitan a Andrea del Sarto, le permite romper con la tradición ideológica, social y coloquial de una poesía de comienzo escrita por Bignozzi y Juan Gelman en los tempranos años sesenta.
Leída por Catelli, la de Bignozzi es una poesía donde lo «autobiográfico» aparece plegado, ocultado o expuesto de maneras que se cruzan no sólo con lo que la poeta escribe a partir de una escena subjetiva, sino también con estrategias y lenguajes que no pertenecen exclusivamente al registro de lo subjetivo. Con su lectura de Bignozzi, Catelli abre un camino de crítica poética poco recorrido, si se exceptúa la revista que ella menciona, Diario de Poesía, y los textos de Martín Prieto y Daniel García Helder publicados allí.
Contar la vida
La problemática histórica y crítica de la literatura autobiográfica tiene un momento decisivo en el libro de Adolfo Prieto La literatura autobiográfica argentina, que marcó a quienes éramos jóvenes en los años sesenta y, sin duda, fue referencia para los estudiantes de Prieto en la Universidad Nacional del Litoral. El ensayo de Catelli comienza citando la advertencia de Prieto sobre el carácter potencialmente desconocido de textos autobiográficos no editados, pero escritos con el intento de alcanzar un develamiento subjetivo. De la autobiografía, advierte Prieto, sabemos solamente algo que hipotetizamos como existente. Una especie de «arritmia editorial» marca con su intermitencia la edición de obras autobiográficas. La misma arritmia y el mismo juego de malentendidos son los peligros que acechan la lectura.
En «La veta autobiográfica», Catelli elige textos atravesados por la subjetividad explícita o cifrada de escritoras, en un arco que va de Norah Lange a Alejandra Pizarnik. Pese a los obstáculos señalados de periodización y de edición, traza un mapa convincente, uno de cuyos hitos es la narración de la infancia en las memorias de Victoria Ocampo, María Rosa Oliver y Norah Lange; y el otro, los diarios de Alejandra Pizarnik, escritos en la contemporaneidad de vida y escritura, que Catelli caracteriza como una sucesión férrea orientada hacia el presente (y dirigida por el presente del acto de escribir).
El talento comparatista que Catelli demuestra en este ensayo le permite (como a todo inteligente comparatista) captar no simplemente la similaridad sino la diferencia. Buscar parecidos es mucho más sencillo que pensar conjuntamente textos que se distinguen por sus diferencias. Entre Ocampo y Pizarnik, se señala una fundamental: Pizarnik no pertenece a la elite social ni se mueve con la certeza de que su camino se cruza siempre con una configuración colectiva nacional. Ocampo escribe dentro y a pesar de su inserción en tal espacio. Hija de inmigrantes, Pizarnik está afuera. Esta observación permite enunciar una regla que sordamente, secretamente, rige la diferente relación con las lenguas extranjeras prestigiosas y las lenguas que llegaron con la inmigración (judía, en el caso de Pizarnik), que no tienen pergaminos ni culturales ni de hegemonía política en Argentina.
Observaciones agudas sobre la formación intelectual de estas escritoras no sólo iluminan cada trayectoria biográfica y estética; tienen también un efecto demostrativo del potencial hermenéutico de una perspectiva que permite trazar líneas entre objetos lejanos, descubriendo así diferencias y contactos entre los más próximos, que, justamente por creerse próximos, no reciben la atención que merecen. Por otra parte, Catelli, sensible a los matices de la escritura, prueba que también es capaz de rastrear estas diferencias por caminos que no son sólo estéticos sino de una sociología de los intelectuales: Bourdieu más Barthes. De este modo, el recorrido por los escritos autobiográficos se abre no sólo al registro de las continuidades, como si la vida fuera una sucesión de pormenores inevitables, sino también a los imprevistos que emergen en un mismo suelo social, como sucede con las alejadas opciones políticas de Victoria Ocampo y María Rosa Oliver.
La singularidad de los diarios de Alejandra Pizarnik, que Catelli juzga como una ampliación de la «retórica de la subjetividad», ocupa otro ensayo: «Materia y lectura en los Diarios de Alejandra Pizarnik». Comienza con una epifanía autobiográfica, que le aconteció en París a Nora Catelli, cuando recibió, en 1997, una valija con los Diarios, que procedió a fotocopiar a lo largo de dos días. En esa tarea, que suponemos febril, Catelli descubrió, al ir entregando las páginas para su reproducción técnica, el aura del estilo y el proyecto escriturario de Pizarnik. Anota que la valija contenía «una masa inmensa confesional y repetitiva», un verdadero desafío para la crítica.
Catelli desglosa en párrafos las decenas de listas temáticas que Pizarnik fue componiendo como una suerte de desmesurado y monstruoso mapa: la lengua, el género, las citas, las drogas y las pastillas, los nombres propios. Singularmente, no son estas palabras, sino el efecto que crean cuando aparecen traídas por Catelli, lo que apoya y convalida su tesis contraria a toda percepción ahistórica y acrónica. Catelli sostiene que Pizarnik «pertenece a una generación, la de los niños judíos argentinos, que a pesar de seguir una doble escolarización o de participar, ritual o religiosamente, de la memoria de sus antepasados europeos, la veían compensada por un proyecto del cual lo europeo era el pasado, y lo argentino no era su repetición sino su superación». He copiado la larga cita porque creo que hay momentos desafiantes, cuando una lectura, sin hacer grandes gestos, corrige los lugares comunes de las ideologías que sucumben a la perspectiva comunitarista (Pizarnik judía), perdiendo la novedad que es evidente en algunos casos latinoamericanos, y que se define por diferentes temporalidades que afectan el momento de llegada, de asimilación institucional en la escuela y de acceso a la ciudadanía literaria, que es una de las formas fuertes de la pertenencia.
La «veta autobiográfica» que Catelli sigue en Victoria Ocampo, en Norah Lange, en Alejandra Pizarnik está invariablemente sostenida por textos y no por inferencias que remitirían las construcciones de lo subjetivo a una crítica biográfica que siempre es sospechosa y, en ocasiones, improbable. En el camino abierto por Adolfo Prieto, Catelli sabe que lo autobiográfico debe ser descubierto como objeto explícito (no como fantasía de lectura) y sólo después ser interpretado en relación con secuencias más amplias y perspectivas histórico-sociales.
Lo autobiográfico es una dimensión de los textos que, en el caso de los analizados por Catelli, debe ser tomado al mismo tiempo de dos maneras: al pie de la letra, para respetar su materia subjetiva (esto dijo de sí misma, esto confesó, esto recordó, esto anotó todos los días); y alejándose de la letra, para encontrar las fisuras y los escondites donde la subjetividad prometida se convierte en una subjetividad distinta a la de la promesa, que es y no es la misma. Una crítica inteligente conoce esta duplicidad, que afecta también a la ficción. Sabe que sus fuentes autobiográficas son siempre dudosas y también son lo más confiable que ha recibido porque llegan por mano directa y traen la marca de la escritura.
Ni confianza ni desconfianza: la dimensión autobiográfica no se rinde ante esta disyuntiva de lectura. Se abre en cambio, como lo demuestra Catelli, frente a la severidad con que el crítico vigila su propio sistema de atribuciones, asociaciones, paralelos entre textos y, sobre todo, su conocimiento del suelo histórico, social y estético donde se apoyaron los sujetos que decidieron escribirse, porque siempre sus razones son variables, su sinceridad deber ser examinada, y lo que dicen (como le sucede a cualquiera que hable de sí mismo) tiene varios fondos.
La sensibilidad frente a lo autobiográfico encerrado o expuesto hace posible una interesante lectura de esa dimensión en las vidas de filólogos y comparatistas, que recorrieron trayectorias no sencillas, no exentas de conflictos institucionales, de desplazamientos y exilios, como si pagaran así su voluntad de cruzar fronteras culturales. Es bien conocido que Erich Auerbach escribió Mimesis en Estambul y que ese monumento a la tradición comparatista, erigido con lo que parecían ser los últimos restos de una cultura, tuvo como espacio de ejecución tierras extranjeras. Catelli recuerda que otro desplazado de su patria lingüística y cultural, Edward Said, extrajo del archivo el exilio de Auerbach y «lo convirtió en eje de reflexión acerca de las nociones de centro y periferia». En efecto, Said y Auerbach prueban que el desplazamiento en el espacio es un avatar doloroso. Pero que también fortalece la potencia de los desplazados, convertido en impulso de universalidad (o de occidentalidad) y no en alimento de nostalgia. Edward Said encontró en Auerbach una continuidad a la que él le daría una proyección escatológica. No escribieron las Tristia, sino que afirmaron sus derechos, incluido el de un eurocentrismo amplio e incluyente, como resulta de la lectura, muy atenta a matices, que propone Catelli.
La filología porteña
En el ensayo «María Rosa Lida: posición americana, filología y comparatismo», Catelli dice lo que no podría decirse sobre Edward Said, por la razón sencilla de que el tema son los filólogos del espacio hispanoparlante, esos desconocidos, si se piensa en la proyección occidental de figuras como las de Auerbach o, décadas más tarde, la del propio Said.
Por eso el interés y la novedad (aunque hayan transcurrido siete u ocho décadas) de María Rosa Lida, a quien Catelli califica con tres adjetivos que indican la exclusión o amenazan con ella: argentina, judía y mujer. Lida pone un sello latinoamericano a la filología que, hasta ella, tenía marcas exclusivamente hispánicas. En la historia se recuerda también la actividad de un español, Amado Alonso, «influyente pero necio», dicho sea con las afiladas palabras de Catelli, y una línea de seguidores y discípulos que influirán sobre la enseñanza de la literatura hasta los años sesenta en la Universidad de Buenos Aires, donde todavía hoy funciona el Instituto de Filología. Catelli ofrece las pruebas de que el filólogo Amado Alonso no calibró con justicia la dimensión intelectual de María Rosa Lida, ni sus aportes a los temas más variados, incluido un original artículo sobre Borges que evitó los lugares comunes que proliferarían en los años siguientes, como si María Rosa Lida adivinara ese futuro ya cercano. De nuevo, Borges piedra de toque de los grandes lectores.
Este ensayo de historia es revelador y novedoso en varios sentidos. Catelli señala que María Rosa Lida inicia una reorganización del canon que le adjudica justamente a Borges un lugar clave en la tradición literaria occidental. La audacia de ese gesto quizá no pueda medirse hoy, pero justamente la historia enseña a librarse de cómodos malentendidos donde los valores del presente son adjudicados al pasado como si gozaran de una intacta eternidad retrospectiva. Hoy puede adjudicársele a Borges todos los lugares sin levantar polémica. No tenía tal fortuna antes de los años cincuenta del siglo pasado. Por eso, una vez más, el recorrido histórico de Catelli es, en sí mismo, una reorganización del canon crítico.
Catelli se pregunta sobre el lugar desde el que habló María Rosa Lida. La bien fundada respuesta concierne a la historia de las instituciones, de los intelectuales y de las ideas. Filólogos como Lida estaban convencidos de que la tradición occidental, que hasta la tercera década del siglo xx parecía relativamente estable, se mantuvo protegida en los lugares más lejanos, como América, y se salvó así de sucumbir despedazada por la fuerza de los absolutismos que la expulsaron de Europa.
Como en las autobiografías que Catelli analiza en los ensayos que ya se comentaron, no hay arbitrariedad en la elección de las protagonistas de este sobre María Rosa Lida. Por razones que todavía necesitan investigarse a fondo, libres del carácter épico que el feminismo suele atribuir a los cambios, libres también del belicismo de una lucha cuerpo a cuerpo que estas fundadoras originales no habrían entendido, fueron mujeres las que escribieron un capítulo de emancipación intelectual que comunicó tradiciones culturales y lenguas diferentes. Y lograron, lo que no es un detalle menor, ocupar espacios académicos de prestigio.
Lida fue una gran comparatista. A la luz de las historias biográficas que Catelli presenta, podría decirse que Victoria Ocampo también lo fue, aunque desconociera el significado académico de ese término. Y sería injusto olvidar que Ana María Barrenechea, desde el Instituto de Filología Hispánica de la Universidad de Buenos Aires, sugirió a sus estudiantes de primer año la perspectiva comparatista cuando enseñaba una asignatura apropiadamente llamada Introducción a la Literatura.
En esos años, más precisamente en 1962, Eudeba publicó La originalidad artística de «La Celestina», obra gigantesca de María Rosa Lida. Si se me permite una corta inclusión biográfica, puedo asegurar que esa obra magna era inalcanzable para la incultura de los que cursábamos los primeros años universitarios. Pero nos enorgullecía que ese monumento crítico hubiera sido escrito por una argentina. Algunos de nuestros profesores, que se habían formado en el mismo período que Lida, nos instigaban a una erudición cuyas fuentes estaban muy lejos de nuestros saberes incipientes, pero que respetábamos precisamente por su lejanía y su dificultad. Entre ellos, en primer lugar, Ana María Barrenechea.
Nunca olvidaré el impacto y la extrañeza frente a la primera clase del año 1960, el de mi ingreso a la universidad, cuando Barrenechea arrancó con el Cantar de los Cantares. Tampoco olvidarán los estudiantes de Letras aquel curso dictado por María Rosa Lida sobre Cristóbal de Castillejo, poeta que cultivó el octosílabo, ese metro que viajó de España a nuestra poesía pampeana. ¿Sería por eso que había elegido a Castillejo para su seminario? Cuando la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA anunció ese seminario, era tanto su prestigio que algunos nos abstuvimos, temiendo que la insigne visitante percibiera de inmediato nuestras inconsistencias y lagunas en el terreno de la filología hispánica. También nos intimidaba el volumen físico e intelectual del libro sobre La Celestina y el recuerdo muy próximo de las reiteradas menciones a María Rosa Lida que Ana María Barrenechea no escatimaba en clases y comentarios escuchados en el Instituto de Filología. María Rosa Lida era, en ese espacio académico, lo que hoy se llama una «celebridad».
Pero nos separaba un muro de libros, y también se interponían las lenguas clásicas que se seguían estudiando sin el deseo ni la convicción que habían caracterizado el ethos en las décadas anteriores. Ante nosotros, se abría un mundo de contemporaneidades donde, naturalmente, las vanguardias del Instituto Di Tella eran más accesibles que los clásicos.
Mucho después, en 1989, encontré a Yákov Malkiel, ya viudo de María Rosa Lida, en Berkeley. Me invitó a almorzar sólo porque se enteró de que yo llegaba de Argentina; me preguntó por algunas calles —Reconquista, Viamonte— que rodeaban la facultad y los institutos con la emoción que produce lo que se ha perdido, ese sentimiento que siempre tiene algo de desubicado en el presente, de inmanejable arcaísmo, como si Malkiel mencionara textos y personajes de la tradición clásica o del linaje literario español, que le venían a la mente cuando yo le preguntaba por María Rosa Lida con la curiosidad urgente de quien busca, en el presente, respuestas sobre sucesos del pasado.
La mezcla
Catelli nos permite leer un capítulo de su autobiografía intelectual en «A propósito de una fuente de Borges», que ya se ha comentado más arriba. Vuelvo a este ensayo porque, con discreción, recorre una historia de sus propias lecturas. En el primer párrafo figuran los nombres de la etapa inicial de un aprendizaje: la clásica y hoy olvidada Teoría literaria de Wellek y Warren que «sería sacrificada en aras de la lingüística, la Antropología estructural, El grado cero de la escritura, Análisis estructural del relato, Genette, Althusser, Lacan y Tel Quel». Pero más importante que este elenco de autores, best-sellers cultos en los años sesenta del siglo xx, es el reconocimiento de que «se leían comparatistas» sin la conciencia de que pertenecían al campo de la literatura comparada.
Este tramo de historia intelectual, que Catelli comparte con otros de su generación, prueba que a los críticos puede sucedernos lo que a un personaje de Molière: hablamos o somos hablados por una teoría sin saberlo. En los ensayos de este libro se menciona varias veces a María Teresa Gramuglio. También a ella podría aplicarse la hipótesis de que muchos «argentinistas» investigaron y escribieron desde perspectivas comparatistas, sin utilizar esta etiqueta. Las razones son dobles: por un lado, el carácter cosmopolita europeo de la formación literaria de escritores argentinos (ya se ha hablado de Borges, pero la lista que encabeza incluye a Lugones y a Girondo); por el otro, la atención casi podría llamarse obsesiva con la que la crítica y el ensayo argentinos dan vueltas alrededor de la «cuestión nacional», cuyas huellas se extienden, como línea conflictiva pero ininterrumpida, desde el novelista Manuel Gálvez y Lugones hasta Borges.
Catelli no es una excepción en esta línea de reflexiones y polémicas. La caracterizan bien las palabras con que ella define a Gertrudis Gómez de Avellaneda: «Se muestra como mujer que sabe que debe leer como si no fuese mujer, y, al mismo tiempo, que no puede olvidar que lo es». Catelli es una argentina que eligió leer con la perspectiva cosmopolita del comparatista, y al mismo tiempo no puede olvidar que esa es su literatura, la literatura de su país.
En su ensayo sobre Oscar Masotta, Catelli retoma esta figura signada por la suma o la síntesis, según el caso, de tradiciones ideológicas y teóricas, puntos de vista, pertenencias culturales, afincamientos y exilios. Hay «muchos y superpuestos Masottas», que le permiten definir la mezcla y contaminación que caracteriza a la cultura argentina, construida en un lugar «americano, periférico y multiforme». Definido ese lugar, que marca la subjetividad de quien lo ocupa, Catelli se ocupa de las persistencias y las transformaciones de la personalidad intelectual de Masotta, quien, por otra parte, realizó varios giros espectaculares cambiando perspectivas teóricas y objetos de estudio. Seguir estos cruces, y el de otros intelectuales, abre un camino, y Catelli sugiere una fuente para comenzar a explorarlo. Menciona una mesa redonda realizada en 1977 y publicada en la revista Virtualia. De todos modos, nunca parece dispuesta a clausurar una pregunta, y la mención de esa mesa redonda abre otra perspectiva. En esta actitud de apertura hacia nuevas fuentes, Catelli es generosa.
Ejemplar como historia de las ideas psicoanalíticas en Argentina —que hace honor a la de Hugo Vezzetti, a quien Catelli valora y cita—, es una exposición detallada de Nicolás Rosa, Noé Jitrik, nuevamente Masotta (desde su lacanismo español) y escritores devenidos psicoanalistas como Luis Gusmán y Germán García. La cronología de emergencias y llegadas que propone Catelli en este ensayo es comparable al aporte realizado en los textos sobre María Rosa Lida y la consolidación en Argentina de la filología clásica e hispánica.
Se trata, en ambos casos, de una narración de importaciones, discusiones y desplazamientos que prueban, una vez más, el cruce temprano de las teorías con la crítica literaria. Es bien sabido que fue en la biblioteca del escritor y psicoanalista Enrique Pichon-Rivière (que, en París, había conocido a los surrealistas) que un joven Oscar Masotta encontró los primeros textos de Lacan. Como una corriente a veces muy visible y poderosa, más recatada en otros casos, al organizar materiales que ya son históricos, Catelli muestra que el psicoanálisis es una dimensión ineliminable de la cultura de la elite intelectual argentina, incluso antes de convertirse en una especie de explicación generalizada de la subjetividad, sobre todo por el impacto periodístico de las notas breves y accesibles de Pichon-Rivière. Quizá lo más atractivo de este recorrido por la historia de las ideas sea que uno de sus protagonistas fuera Masotta, un intelectual de varios mundos: primero sartreano, crítico de literatura que se ocupó de Arlt, y ensayista sobre el pop en Buenos Aires; amigo de escritores a quienes transfirió la novedad lacaniana; finalmente, psicoanalista exiliado en Barcelona. Una vez más, los pobladores del paisaje son subjetividades de mezcla.
Escribir lecturas
Las notas agrupadas en este volumen bajo el título de «Reseñas» demuestran la capacidad crítica de Catelli. Antes de estas notas más breves, conviene repasar su texto sobre los ensayos de Juan José Saer, considerados ni tan convincentes ni tan atractivos como sus ficciones. Catelli, como Sergio Delgado y María Teresa Gramuglio, no cree que los ensayos saerianos sean el hijo pobre de una familia de vástagos deslumbrantes, aunque sea posible compartir la opinión de que Saer no se preocupó con igual intensidad por sus ensayos como por sus ficciones.
Catelli se adelanta en ese camino para leerlos con la hipótesis de que la insatisfacción de algunos lectores de Saer novelista respecto de sus ensayos es producto de un descuido deliberado. Saer no los trabaja con la precisión con que elaboró sus ficciones. Y, sin embargo, le pareció necesario escribirlos, aunque resultaran afectados por un origen académico, que no estimaba demasiado cuando, durante largos años, fue profesor de literatura en Bretaña.
Leyéndolos con la atención que merecen, Catelli descubre una diferencia con los ensayos de otros escritores contemporáneos, como Ricardo Piglia. Por eso, puede afirmar que Saer no padece la tentación de lucirse con «el hallazgo raro, el desvío ocurrente, el brillo de la sentencia». Saer no necesita de sus ensayos para sentirse gran escritor. Su ficción es el pedestal de su calidad literaria. Y sus ensayos son, como señala Catelli, ensayos en el sentido de pruebas. No pretenden ser una justificación de su obra, ni una guía para leerla, sino dejar las huellas del camino seguido por un lector «esforzado», que reconoce lo imposible de toda lucha contra la opacidad. Lejos de Borges, para quien entre ensayo y ficción hay una línea esfumada de recorrido impredecible, Saer muestra en sus ensayos un más acá de su literatura.
Llegamos, finalmente, a lo que el índice de este volumen agrupa bajo el título de «Reseñas», aunque no parece el más adecuado a los textos que reciben ese nombre. Difícilmente podría llamárselos reseñas, aunque hayan aparecido en la prensa. Conservan un fuerte aire de familia con los «Ensayos», como se titulan los que se han venido comentando. Pertenecen al mismo «género», aunque sean, en algunos casos, no en todos, más breves. Lo que esta sección muestra es una variedad de intereses. La sección de «Ensayos» condensa las obsesiones de Catelli. La sección de «Reseñas» permite descubrir los desvíos, los caprichos, los enamoramientos con textos o autores. Allí hablan el gusto, las preferencias y los encargos: Manuel Puig, Edgardo Dobry, el surrealismo de Enrique Molina, difícil de colocar en otra parte que no sea el proyecto original de su poesía, César Aira, Luis Gusmán y dos grandes críticos: Enrique Pezzoni y Adolfo Prieto; por supuesto, Borges regresa trayéndolo a Bioy Casares y Saer regresa con su opus final, La grande.
El método es el mismo: una fidelidad extrema a las formas textuales unida a una inteligencia sin prejuicios formalistas sobre las materias. El método también vuelve a probar la sensibilidad histórica de Catelli, que articula precisas secuencias temporales para ubicar los textos considerados. Estos ensayos finales no son reseñas en sentido estricto porque no parecen impulsados por el apuro y la pulsión del momento. La reseña conserva el relente y el encanto del género periodístico, aunque se denominen reseñas las que también se publican en revistas académicas.
La reseña tiene como estos textos (y quizá por eso se los agrupó bajo ese título) la variedad de quien puede cambiar de objeto, la segura libertad de una crítica que no necesita saberlo todo para escribir sobre un libro, al que se encara con determinación, pero sin haber llegado quizá al final de un recorrido. La reseña es libre en sus opciones. Nunca es necesario terminar de explicar por qué se ha elegido un texto. Las explicaciones las traerá el tiempo. La reseña, escrita en el calor del presente, da menos tiempo que el ensayo. De todas formas, la larga y dramática historia de Walter Benjamin nos obliga a pensar que estas diferencian caen cuando no se encuentra el camino y se recomienza, o cuando se ha encontrado el camino muy rápidamente y el texto recibe un comentario, pero después queda abandonado a su suerte.
En este caso son, más bien, ensayos reflexivos, quizá menos sistemáticos que los precedentes, donde la filología, la cronología, la historia literaria y el análisis de estilo impusieron sus perspectivas hasta alcanzar una compleja síntesis sobre autores que, salvo Borges, no fueron tema de una exposición más extensa. Podría decirse que los «Ensayos» agrupan a los elegidos de toda una trayectoria crítica. Y que las «Reseñas» son los paisajes laterales indispensables en un largo recorrido. De todos modos, se elija la figura que se elija, son obra de la misma mano y de la misma sensibilidad.
En el futuro, alguien menos próximo a este libro podrá señalar desvíos que, en la admirativa cercanía con que lo he leído, todavía no percibo. Alguien hará la historia de estos ensayos, como Catelli hizo la historia de los textos que eligió leer para escribir. No es necesario agotar hoy las causas de sus elecciones, sino mostrar que, incluso dentro de la patria chica de la literatura argentina, es posible la mirada que otros comparatistas, otros filólogos y otros ensayistas tuvieron sobre el vasto paisaje de Occidente. El libro de Nora Catelli pertenece con todo derecho a nuestra cultura de mezcla.
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