Son las diez de la mañana de un sábado de julio de 2011. Estoy sentado en un pupitre en una ronda de unos quince. Soy uno más en esta primera clase de Metodología en la que por fin los aspirantes a antropólogos vamos a hacer una investigación de campo. Es imposible que sepa entonces que una decisión que estoy por tomar en los próximos minutos va a impulsarme a escribir Con esta luna.
El aula es chiquita, Puán, tercer piso al fondo. Da la impresión por el tabique de material distinto al resto que se trata de un aula más grande que se dividió en dos. Hay en el ambiente ese aire un poco incómodo de los inicios de cursada. De los otros compañeros solo conozco a dos: una compañera que cursó conmigo Antropología biológica y otra que fue alumna mía de un taller literario y que por ser la que más conozco elegí sentarme a su lado.
La profesora es amable y clara en la presentación de la materia. Una materia que a todos nos entusiasma porque vamos a poder aplicar en la práctica los conceptos que venimos masticando de hace años. Esta materia es, para muchos de nosotros, nuestra primera salida a la cancha; y en la cancha, se ven los pingos: tanto es así, que luego de esta breve presentación la profesora nos pide que cada uno cuente el tema de investigación que eligió.
¡A la mierda!, me digo, y miro alrededor buscando señales de asombro, que no encuentro: ¿soy el único que acaba de enterarse de esto?
Por suerte la presentación arranca en la otra punta. Voy alternando la escucha de lo que van diciendo mis compañeros con el debate interno sobre mi respuesta.
Mi primer reflejo es ir elaborando una disculpa, decir lo que pasó, que no sabía que a la primera clase ya había que venir con el tema elegido. Enseguida me doy cuenta de que es algo que se dijo en la clase teórica, a la que no puedo asistir porque a esa hora laburo. Todos estaban al tanto menos yo. Las presentaciones de mis compañeros tienen una solidez que presiento ningún tema que yo pueda elegir en estos minutos va a poder tener.
Y los compañeros van contando: Clases de danza afro en un penal de mujeres en Ezeiza; Chicos migrantes en la Escuela media; Un templo de budismo laico nipón; Los arbolitos de la calle Florida; La asamblea barrial de Plaza Dorrego; Un centro de prácticas de artes marciales en Muñiz... el círculo va dando la vuelta y a medida que se acerca mi turno, me va creciendo una certeza.
Hacía poco había empezado a escribir un cuento, que a esa altura, ya por las veinte páginas, empezaba a sospechar que no iba a ser cuento. Una historia que se desarrolla durante el llamado conflicto con el campo, del 2008. Un momento que me interesaba trabajar por su potencia narrativa, por esa serie de tensiones —campo ciudad, peronismo antiperonismo, civilización barbarie, entre varias otras—, que en esos días se expresaron en discursos e imágenes muy potentes en una escalada que desembocó en la votación en el senado. Aquel texto arrancaba en ese momento: durante la madrugada del 17 de julio del 2008 dos grupos de taxistas están viendo en directo la transmisión de la votación en un bar.
Por eso, cuando ahora me toca contar sobre mi tema de investigación, llevado por la apuesta que me llevó a estudiar esta carrera, de usar herramientas de la antropología para trabajarlas en la ficción, digo, con una seguridad que me asombra:
—Me interesa investigar el mundo de los taxistas de la noche.
Mientras hago un silencio para acomodar mi pensamiento, la profesora asiente, me felicita por la originalidad de la elección y me pregunta:
—¿Y tenés acceso al campo?
—Hay un bar, de esos 24 horas, en una estación de servicio. Ahí vamos con unos amigos, de madrugada. Siempre paran los mismos taxistas.
—¿Y conocés a alguno que pueda ser tu informante?
—No. Pero puedo probar.
—¿Y con qué pregunta vas a ir al campo?
—Todavía no sé.
Son las diez de la noche de un miércoles dos semanas después de aquella primera clase. Camino por Estado de Israel hacia la estación de servicio donde está el bar. Cuando entro, veo que no hay nadie sentado a la barra; de las diez mesas, solo dos están ocupadas. En una de las más alejadas de la tele, en la que pasan un amistoso entre Argentina y Brasil, tres hombres toman café. No prestan atención al partido. Están concentrados en su charla.
—Buenas —digo y entonces se me quedan mirando, callados, extrañados—. Disculpen que los moleste, quería saber si podría charlar un poco con ustedes, soy antropólogo y estoy haciendo un estudio sobre este lugar.
—...
—Sobre lo que es este lugar para los taxistas que paran acá a la noche.
—...
—Es un estudio para la facultad.
Sostienen el silencio mientras me miran y yo pienso que deben estar pensando: ¿y este loco suelto de dónde salió? La entrada al campo no es como en los libros. La situación es incómoda y no da la impresión de que vaya a terminar bien. Pero ya estoy en el baile. Así que sigo:
—Estoy interesado en estudiar los espacios públicos de la ciudad, como este, donde la gente se encuentra y se relaciona.
—...
— Yo hasta hace poco vivía por acá, veníamos seguido con unos amigos, y siempre me llamó la atención este bar porque parece que todos se conocen, parece que hay algo distinto que en otros espacios, en la ciudad en general cada cual anda en su mundo.
—...
— Sé que puede sonar un poco raro pero eso es lo que quiero estudiar...
—Sí, la verdad que suena raro —me interrumpe uno de ellos, sobrador; de bigotes grises, poco pelo canoso, ojeras profundas y bolsas en los ojos, viste jeans y buzo rojo. Sentado a su lado, un tipo grandote lo calla con un gesto. Me da la impresión de que está por retomar lo que acaba de decir el otro. Que el centro que acaba de mandarle el otro va a tomarlo de cabeza y me va a despachar con alguna sentencia lapidaria. Pero me equivoco. Porque me dice, con tono amable:
—Sí, la verdad que suena raro. Pero sentate, tomate un café —y me señala la silla libre.
Agradezco y me siento al lado del tercer hombre, que no dice palabra y me saluda. Tiene una sonrisa rara, a lo Benny Hill, constantemente plantada en la cara, ojos azules detrás de anteojos de marco de metal. El que había hablado al principio, que está sentado en la silla frente a mí, ahora me dice:
—Mirá, hay cosas que no se entienden, hay cosas que son como son y no hay nada que entender. ¿Por qué los argentinos somos como somos? Y: somos, listo, no hay nada que entender, no te matés en buscarle la vuelta, explicaciones. Somos así.
Y esta charla durará horas. Porque a medida que estos tacheros se van yendo a laburar aparecen otros, a quienes los que están conmigo a la mesa me van presentando. Listo. Ya entré al campo. De ahora en adelante, en las siguientes semanas, cada vez que aparezco, hay alguno que me conoce y me integra a la charla. A la tercera vez que voy, uno de ellos me saluda:
—Eh, ¿qué hacés, Levistró?
Y entonces aparecieron la preguntas: ¿Por qué estos taxistas eligen este bar y no otro? ¿Eligen este espacio sólo por cuestiones ligadas a lo práctico en relación con su trabajo? ¿Existen otras “paradas de descanso” con otras prácticas propias del espacio? ¿Cómo se relacionan las distintas paradas de descanso? ¿Hay una construcción de un “nosotros” entre estos taxistas? Si es así, ¿quiénes son los “otros”?
Parada de descanso: Construcción y prácticas del espacio en un bar de taxistas de la noche: así se llama el trabajo que presenté después de meses de entrevistas y notas, entre cafés de madrugada y observación participante. Y fue recién entonces cuando tomé la decisión de que Con esta luna no iba a ser cuento sino novela. Porque después de las preguntas y el marco teórico me vino la certeza de que con este material, con ese ambiente pasado por el filtro del trabajo de campo, podía instalarme a explorar el mundo ficcional que se me abría. Ahora tenía, sobre la mesa de trabajo, suficiente material para recortar y pegar, para ponerme a armar ese collage que es un texto de ficción.
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