Cuando Martín Caparrós publicó por primera vez el libro El Hambre, en 2014, los números estremecieron. Mil millones de personas no comen lo que necesitan cada día a lo largo del planeta. El escritor argentino -que actualmente vive en Madrid-, realizó una exhaustiva investigación y recorrió lugares tan diversos como la India, Bangladesh, Níger, Madagascar, Sudán, España, Estados Unidos y la Argentina. El intento de entender las causas y razones del hambre derivó en un texto que nos interpela como humanidad, nos incomoda. El Hambre tuvo gran repercusión internacional, fue traducido a varios idiomas y se convirtió en un clásico de la no ficción contemporánea.
Seis años después de su publicación, y en medio de la pandemia, el libro fue relanzado, actualizado, y desafortunadamente las cosas no mejoraron. ¿Es un tema que tiene solución? ¿Somos todos culpables? ¿Qué rol juegan las religiones? Esas son algunas de las cuestiones que el texto busca responder, llamando a la reflexión.
Esta nueva edición de El Hambre forma parte de la Biblioteca Martín Caparrós, un recorrido por la obra del escritor que comenzó Literatura Random House con la publicación, el año pasado, de la novela Sinfín y que incluirá más de veinte títulos de la prolífica obra de Caparrós.
Junto a El Hambre fue reeditada la novela Un día en la vida de Dios, aquella en la que un dios femenino y caprichoso, funcionaria de una corporación dedicada a administrar universos, crea la Tierra, inventa al hombre y le ofrece la muerte como estímulo vital. La publicación de la obra de Caparrós incluirá un nuevo título, Ñamérica. A continuación, el diálogo que el escritor mantuvo con Infobae.
-En su libro El Hambre demuestra que actualmente se trata de un problema político, a diferencia de lo que ocurría en épocas pasadas, en las que influían otros factores. ¿Cree que el hambre puede acabarse o reducirse con este modelo social? ¿Es necesario un cambio de modelo?
-El hambre siempre fue un problema político; la gran diferencia es que ahora sí, desde hace unas décadas, estamos en condiciones de producir comida para todos. Y sí, el hambre puede reducirse un poco con este modelo social. De hecho, hay países donde se ha reducido últimamente: China es el mejor ejemplo, con un estado autoritario y un sistema bruscamente capitalista. Pero el capitalismo global hace que los países ricos concentren la riqueza alimentaria que necesitan tantos cientos de millones de personas que no comen suficiente. Creo que la solución definitiva de ese problema solo llegará si alguna vez ese orden cambia, si aceptamos la obligación de repartir los bienes de un modo equitativo, que nadie tenga menos que lo que necesita, que nadie tenga mucho más y que la comida se produzca para alimentar a todos, no para enriquecer a algunos.
-En una parte del libro menciona que un político amigo se interesó en su trabajo, que incluso ocurrió lo mismo con el actual presidente, pero que los posibles planes para combatir el hambre después se diluyeron por esos “vericuetos de la política”. ¿Le pasó que alguien más con poder haya tomado conocimiento de su trabajo y haya intentando hacer algo, haya tenido un plan, se le acercó alguien con intenciones de hacer algo?
-Bueno, hace unos años, cuando se publicó la edición italiana del libro, un eurodiputado de ese país, que encabezaba un grupo de izquierda en el Parlamento Europeo, me convocó para que organizáramos una serie de propuestas en ese cuerpo, pero la cosa no prosperó. De todos modos, el cambio necesario no pasa porque algún político se entusiasme sino porque millones se decidan: que les parezca que no quieren seguir tolerando tanta vergüenza. Eso, que pasó en el último medio siglo con el movimiento ambientalista, es lo que alguna vez debería suceder para que termináramos de una vez por todas con el hambre. Se puede, pero es necesario quererlo.
-En un capítulo desarrolla la cuestión de los “desechables”, aquellas personas sin esperanzas de integrarse alguna vez a la sociedad formal, “los que sobran en el mundo” ¿Cree que es un proceso irreversible?
-Lo que es irreversible es que con la automatización, la inteligencia artificial y demás avances técnicos se necesita cada vez menos mano de obra. Lo que no es irreversible es que todas esas personas que ya no son indispensables para la producción sean desechadas, tiradas a un rincón porque dejaron de ser utilizables. De hecho, suelo pensar que el gran conflicto social de las próximas décadas será la pelea por el reparto del trabajo y la apropiación de los beneficios de esa automatización: si los siguen acaparando los patrones o si se ven obligados a repartirlos con esos trabajadores que ya no tienen dónde serlo. La idea de la renta universal, por ejemplo, que cada vez se debate más, va en esa dirección.
-¿Podrán en algún momento los estados dar vuelta la pelea contra las corporaciones globalizadas y tener la incidencia que tuvieron antes del quiebre de los años 80, 90?
-Bueno, es como si un intendente quisiera manejar las leyes nacionales que afectan a su ciudad: es otra escala, se le escapa. Es difícil pensar que los estados puedan volver a controlar corporaciones que ya funcionan en el ámbito global. Para controlarlas habrá que pensar y poner en marcha otro tipo de instituciones, igualmente globales. Es el otro gran desafío próximo.
-En el epílogo menciona que con la pandemia “es un poco más difícil hacerse los boludos”, que empezó a morirse gente que antes no se moría y empezaron a tener hambre personas que antes no, ¿considera que esto puede ser un disparador para una toma mayor de conciencia en personas que creían que esas cosas nunca le iban a pasar?
-Creo que puede serlo, sí. Lo que no sabemos es qué pasa cuando mucha gente “toma conciencia” de algo: las decisiones colectivas que se toman a partir de esa conciencia pueden ser muy variadas. Esa es, creo, la gran pregunta ahora: ¿qué haremos con todo lo que “aprendimos gracias a la pandemia”?
-Otro tema que aparece mucho es la cuestión de las religiones. Incluso asegura que “su retorno es uno de los golpes más duros de estos años”. También destaca que no hay casi hambrientos ateos. ¿Cómo se explica esto? ¿Qué papel juegan las religiones en la reproducción del sistema actual, en ese conformismo del asistencialismo que opera sobre los efectos, pero no resuelve el problema de fondo?
-Hablo del retorno de las religiones porque crecí en una época en que parecía claro que los dioses agonizaban. Y ahora el islam y el cristianismo han vuelto a ser fuerzas políticas importantes. Para escribir El hambre escuché a personas que lo sufren en muchos países: la mayoría me hablaba de algún dios, de que si estaban así era por él, y que la solución llegaría cuando ese dios quisiera. Es una puesta en escena de eso que ya sabemos: que no hay mejor forma de contener a los que la pasan mal que ofrecerles la justificación de un poder superior y la promesa de un reino imaginario donde van a ser recompensados: ese es el cuento de las religiones, ¿no? Hablemos de populismo…
-Y retomando el tema de las religiones, también se reeditó Un día en la vida de Dios, la novela con esos hombres del “tercer pedrusco” que fueron creando a sus propios dioses, en todo tiempo y lugar. ¿Somos naturalmente “seres religiosos”? ¿Nuestros temores más profundos nos conducen a ese camino?
-No somos “naturalmente” nada: somos producto de la cultura en que vivimos, y por eso nuestra “naturaleza” va cambiando. ¿O no les parecía natural a nuestros bisabuelos que las mujeres se quedaran en sus casas y no votaran? La religión es la consecuencia más interesante, más imaginativa de ese invento de la Dios de mi novela: la muerte. Si viviéramos vidas infinitas no se nos habría ocurrido refugiarnos en la ilusión de ningún Paraíso…
-¿Qué nos puede adelantar sobre su nuevo libro, Ñamérica, que se publicará en los próximos meses?
-Es una tentativa -un poco al estilo de El hambre- de contar y entender qué es ahora América Latina. Es, también, el resultado de 30 años de recorrerla, pero está basado en reportajes y análisis que hice en los últimos tres: la región ha cambiado muchísimo y creo que no ha habido muchos intentos de dejar atrás ciertos clichés y pensar cómo es ahora, cuáles son sus características, sus problemas, sus perspectivas actuales. Lo estoy corrigiendo en estos días y me tiene muy entusiasmado.
-Lo saco un poco de los libros, ¿cómo está viendo a la Argentina en este contexto de pandemia y de permanente enfrentamiento político?
-Triste, monótona, tan parecida a la Argentina de antes de la pandemia. Por momentos da la sensación de que podemos procesar cualquier situación para convertirla en el mismo círculo vicioso: el país calesita en todo su esplendor. Ojalá me equivoque una vez más.
-Y por otro lado, ¿qué reflexión le merece la muerte de Diego Maradona? ¿Pudo seguir lo que se fue conociendo de sus últimos días?
-Su muerte fue la ocasión para crear otro de esos escandaletes que tanto nos excitan. Pero no sigo el culebrón de acusaciones; es otra de esa gran cantidad de cosas que los diarios publican y no me interesan en absoluto. Y en este caso, además, es una pena: si siguen chupando de esa teta escandalosa, tanta mala leche va a terminar por hacernos olvidar del gol contra los ingleses.
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