Un día cualquiera del año 1958, una joven mujer decide tirarse un lance: toma la guía telefónica y busca el nombre de un tal Pier Paolo Pasolini -a quien solo conoce a través de sus libros-, disca, y del otro lado atiende el propio escritor. Perdido por perdido, Cecilia Mangini le habla emocionada de su admiración por Ragazzi di vita, la novela que él había publicado en 1955 sobre los chicos pobres de barrios periféricos de Roma, relatando sus comportamientos y costumbres con resabios de una cierta autenticidad del mundo rural, inmersos en la miseria, la promiscuidad, el aburrimiento, la ausencia de principios morales, los rebusques de los pequeños hurtos y la prostitución, con los horizontes cerrados y un destino probable de cárcel. Un mundo que Pasolini describió con crudeza sin atenuantes, lirismo desencantado y hallazgos lingüísticos en los diálogos, donde registra distintos dialectos, formas del lunfardo suburbano.
Al dar a conocer esa novela, PPP fue acusado de obscenidad y pornografía: a mediados de los años 50, chocó a católicos y comunistas que el autor pusiera en evidencia de esa forma tan directa la situación de niños y adolescentes de los suburbios de la capital. Incluso se le inició un proceso judicial del que zafó gracias a la porfiada defensa de gente como el poeta Giuseppe Ungaretti, que les escribió a los jueces en defensa de Ragazzi... A este escritor friulense, instalado en Roma en 1950 junto a su madre Susanna, nadie se lo había contado puesto que se mudó él mismo a la barriada de Rebibbia, poblada de inmigrantes proletarios pobres, muy cerca de una cárcel.
A este escritor, pues, que aún no ha dirigido ninguna película (Accatone es de 1961), Cecilia Mangini le cuenta que quiere hacer un documental sobre los niños y adolescentes de las afueras de Roma, inspirándose en Ragazzi di vita; y que le encantaría que su interlocutor le escribiera los comentarios en off. Pasolini gentilmente le dice que sí, que cómo no. CM no puede creer en tanta buena suerte, ella tampoco ha hecho cine todavía, solo ha tomado muchas fotografías: Ignoti alla città será su primer documental, engalanado nada menos que con la participación de su venerado Pasolini, sus textos, su voz, su presencia física.
Aunque en el siglo XXI los ignoti retratados por Mangini serán altamente puestos en valor en ciclos, festivales, reseñas y films documentales sobre la carrera de la cineasta, en la segunda mitad del XX, el corto es rechazado por la Mostra de Venecia y objetado por la censura (en esa época los cortos se daban en salas comerciales, junto a largometrajes), lo que provoca un fuerte debate parlamentario. De alguna manera, una secuela de la desaprobación que había recibido en su momento Ragazzi di vita, de PPP, con quien la directora debutante realiza la primera de tres obras conjuntas. Las otras dos: Stendalì. Suonano ancora (1960) y La canta delle marane (1962), documentales que se proyectarán, junto con Ignoti alla città, en el Foco Cecilia Mangini que comienza hoy domingo 21 en la Sala Lugones y el Museo Sívori (el sábado 27).
Ambas programaciones se completan con otros capolavori de Mangini: Maria e i giorni (1959), La passione del grano (1963), Divino amore (1964), Essere donne (1964), Tommaso (1965), Sardegna (1965), La brigia sull collo (1974). Cortos y mediometrajes a los que se suman realizaciones que la directora -nacida en 1927- codirigió en nuestro siglo: Un viaggio a Lipari (2017) y Facce (2019), basadas en fotos fijas, tomadas por ella en los ’50, en las islas Eolias y en su amada región de la Puglia, respectivamente, con su cámara Zeiss Super Ikonta 6x6. (Para informes e inscripción, entrar acá).
El cine como testimonio social y político
Nacida en Mola -pueblito de la provincia de Bari, la región de la Puglia- en julio de 1927, Cecilia Mangini murió en Roma en enero pasado. Hija de un padre comerciante en pieles en pequeña escala y de una madre perteneciente a la piccola nobilità toscana, a los 6 la niña se traslada con su familia a Florencia, capital de la Toscana, pero sigue veraneando en la Puglia con sus abuelos paternos. Allí disfruta de una libertad y una sociabilidad sin distinción de clases, al revés de lo que le sucedía en la Toscana, donde la aristocrática familia de su madre le imponía rígidas reglas de conducta. El padre, vuelto pacifista después de la Primera Guerra en la que había participado, se arrima al socialismo reformista de Leonida Bissolati, manteniéndose apartado del fascismo, ya imperante a partir de 1936.
Cecilia adolescente es enviada pupila a un colegio suizo para alejarla de las penurias de la inmediata posguerra. Ya interesada en las artes, recibe un flechazo fulminante con La gran ilusión (1937) de Jean Renoir. Y de regreso en Florencia sigue alimentando su amor por el cine, un amor para toda la vida. Va a ciclos especiales de cinematecas, descubre los grandes films de Dziga Vertov, Robert Flaherty, Joris Ivens, que habían sido censurados durante el fascismo, y se entusiasma con el neorrealismo italiano.
A los 25, se va a Roma y conoce al realizador Lino Del Fra, que se convertirá en su marido y compañero de aventuras artísticas. Cecilia Mangini, que se había leído todo lo que estaba a su alcance en materia de cine, empieza a escribir en revistas prestigiosas como Cinema Nuevo, Cinema ’60, L’Eco del Cinema, a la par que hace fotos callejeras: su vocación por dar testimonio a través de la imagen se ha despertado. Sus tomas son de una belleza fresca, lejos de toda pose. (“En la calle, la humanidad vive, lucha, se divierte, sufre: todo eso está disposición de quien lleve una cámara y quiera registrarlo”, declarará más tarde).
En el verano del ’52, Cecilia parte con su marido y su Super Ikonta a las islas volcánicas Eolias, donde fotografía a los excavadores en las canteras de piedras pómez. Una serie que da cuenta del árido paisaje, de las condiciones de vida y trabajo del lugar. Expresivas y muy variadas imágenes que el realizador y fundador del festival Cinema del Reale, Paolo Pisanelli, transformará en un film en 2017: Un viaggio a Lipari, donde queda plasmado el enfoque antropológico de Mangini, su empatía con los oprimidos. Justamente, ese mismo año se realiza en Roma una gran muestra de sus fotos ampliadas bajo el título Vissioni e pasioni (1952-1965), que además de las imágenes documentales, ofrece los retratos que la artista hizo de Pasolini, Fellini, Moravia, Malaparte y otros amigos. Según sus palabras, “ser fotógrafa para mí significa despojarme de toda idea preconcebida y acercarme… no diré a la verdad, que no existe, pero sí a algo más profundo, muy recóndito, que la foto puede revelar”.
En 1958, Mangini deviene la primera mujer que dirige un documental en Italia, el antes citado Ignotti allá città. A quienes le decían que no era un oficio para una signorina, ella les respondía: “Ma si, va bene, ¡io lo faccio!”. Y obvio que lo hizo, lo siguió haciendo a la vez que escribía artículos, participaba en cineclubes y festivales, fotografiaba. En 1959 logra realizar, con respaldo de Pasolini, Stendalì-Suonano ancora en la Puglia meridional y en dialectos del lugar, registrando a las últimas prefiche, mujeres pagadas para llorar en los funerales, vestidas de negro con pañuelos blancos, entonando rítmicamente misteriosos cantos en un ritual arcaico. Un mundo cercano a las raíces de infancia de la cineasta que, en ese año, también hace Firenze de Pratolini, con textos del gran escritor Vasco Pratolini. De vuelta en el interior profundo, realiza en 1960 Maria e i giorni, protagonizada por la anciana que maneja una granja en la Puglia. Con discreta delicadeza, muestra la intimidad familiar de una vivienda campesina, sus espacios y objetos, la presencia de la religión.
El tema de los arrabales suburbanos y su población es casi una constante en la obra de Cecilia Mangini: reaparece en La canta delle marane (1961), una jornada estival en la periferia romana, los chicos arrojándose gozosamente a los grandes charcos para refrescarse en esos instantes de felicidad que les concede la pobreza extrema.
Campesinado, marginalidad, feminismo
A CM siempre le gustó definirse como anarquista, sin negar inclinación hacia el socialismo. De ahí su fidelidad a ciertas temáticas que encara hasta sus últimos años, como en In viaggio con Cecilia, que codirige con la joven Mariangela Barbanente, registrando los últimos cambios que afectan a la Puglia, producidos por la industrialización. Este film se confronta a sus cortometrajes de los ’60 (Brindisi ’65, por caso) develando los problemas ambientales, de salud, psicológicos, legales. También, indirectamente, con La passione del grano (1963) sobre un antiguo ritual campesino de Lucania, o Tommasso (1965), donde revela la distancia entre las promesas de los nuevos empleos y la mediocre, decepcionante realidad de un obrero. “Creo que el documental puede ser una puesta en escena de la realidad, con un texto poético para ser más eficaz”, comentaba Mangini al diario El País en 2020. “Mi realismo ha sido más bien infiel a la realidad. Nunca atendí ni a reglas ni a prejuicios, solo a que la voluntad ética y estética tuvieran el mismo valor”.
En 1962 -junto a su marido y al crítico de cine Lino Micciche- la directora y guionista encara ¡All’armi, siem fascisti!, donde se evoca el ascenso y declinación del movimiento fascista en Italia y sus reverberaciones en la era republicana. Un encargo del Partido Socialista próximo a alcanzar el poder que quiere exhibirse como una fuerza plenamente democrática. Los directores se desvían un tanto de la bajada de línea y le dan un tinte marxista, denuncian la connivencia del gobierno actual con la Iglesia oficial, y también el totalitarismo de Stalin. La censura retrasa el estreno, pero cuando finalmente esta producción llega a las salas se convierte en un suceso de público y de crítica.
Entre los documentales más elogiados y vistos de la cineasta, hay que citar Essere donne (1964), en principio un pedido, esta vez del Partido Comunista Italiano. Y CM hace la suya: un mediometraje de media hora donde contrasta a las sofisticadas modelos vestidas, enjoyadas, repeinadas y maquilladas, con mujeres de toda edad de clases medias y populares, trabajadoras en su terruño o en los sitios adonde emigraron. Mangini hace un fino análisis de las condiciones laborales rutinarias y agobiantes, el compromiso sindical, las demandas de las madres -horarios apropiados, jardines de infantes-, la sobrecarga del trabajo doméstico, con una mirada solidaria, intuitivamente feminista. Casi a la par del momento en que Betty Friedan publicaba La mística de la femineidad en los Estados Unidos. La comisión de censura, presidida por el crítico de L’Osservatores Romano (órgano del Vaticano) decidió que el film carecía de cualidades artísticas, pero resultó que Essere… se ganó un premio importante en el festival de Leipzig 1965, con un jurado que encabezaba nada menos que Joris Ivens.
En 1965, Mangini prosigue con su crítica al insaciable consumismo de esa época, el mito de la felicidad de adquirir objetos, centrándose en una celebración muy representativa y las fiestas de fin de año en Felice Natale, donde aplica un fuerte sentido de la ironía.
Entre otros documentales, cabe destacar La scelta donde, en 1967, se atreve a tratar un dilema moral todavía en discusión actualmente en muchos países -hoy día es noticia en España porque se acaba de aprobar por amplia mayoría el derecho a una muerte digna-: la práctica de la eutanasia. En este film, frente a la enfermedad terminal con mucho sufrimiento de su padre, un joven decide ayudarlo a morir.
Luego de hacer La brida sul collo (1974), acerca de un niño rebelde fichado como inadaptado en la escuela de un barrio suburbano de Roma, Cecilia Mangini tiene un paréntesis como realizadora pero sigue escribiendo, dando conferencias, participando en guiones de películas afines a su pensamiento como La Villeggiatura, Antonio Gramsci- I giorni del carcere o Regina Coeli. Convocada por jóvenes realizadores ya en el siglo XXI, protagoniza documentales que dan prueba de su vitalidad, inteligencia y lucidez intactas, como ocurre en Non c’era nessuna signora a quel tavolo, de Davide Barletti y Lorenzo Conte.
En 2019, Paolo Pisanelli, que le tenía mucho afecto personal y gran estima como cineasta -la llamaba cariñosamente “la dama rock del doc”-, revisando cajas en la casa de Cecilia Mangini encuentra dos que contienen los negativos de su viaje a Vietnam, en plena guerra, en los años ’60. Y le propone armar juntos una película documental con esas imágenes. Asi surge Due scatole dimenticate-Un viaggio in Vietnam, que se dio a conocer el año pasado, codirigida por ambos, recurriendo a un diestro montaje y a la música para mostrar un país arrasado. Previamente, en 2018, a instancias de Pisanelli, el dúo había realizado Facce, a partir de fotos tomadas por la veinteañera CM en las fiestas patronales de un pueblo de Puglia.
La artista que decía que el documental es el cine más libre, el que mejor convenía a su índole libertaria, pasó la pandemia desencadenada en 2020 guardada en su casa de Roma, arropada por exquisitos cuadros y su amplia biblioteca, solo quejándose del cierre de las librerías (“me mancano terriblemente, la mia droga”), proyectando hacer un film sobre Grazia Deledda (1871-1936), “la rivoluzionaria” gran escritora casi olvidada en la actualidad que tempranamente vio venir el fascismo, ganadora del Nobel de Literatura en 1926 (la segunda mujer en recibirlo, luego de Selma Lagerlöf), autora de Cósima, La senda del mal, Cañas al viento, novelas editadas en español.
Cecilia Mangini murió en enero de este año, pero antes de morirse estuvo tan viva viviente que fue capaz en 2019 de tomarse el avión e ir a París, convocada por el director Stéphane Batut, para debutar como actriz, haciendo de una pícara nona, en Vif-argent, opera prima bien recibida por la crítica.
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