¿Existen familias normales?, tienden a preguntar quienes ven el título del libro por primera vez. Cuando lo dicen, me sorprende que todavía tomemos en serio conceptos como el de lo normal, pero es así, convivimos con esos términos impostores en nuestra jerga cotidiana. La expectativa de lo normal -como las de belleza, felicidad y afines– es una puerta condenada: no hace más que amplificar todo tipo de desilusiones y vidas desgraciadas (solo alimentan la economía de los psicoanalistas). De ahí viene seguramente el aire un poco absurdo que sobrevuela estos cuentos.
Suelo poner la atención al servicio de detectar de qué modo y hasta qué punto estamos enredados en convencionalismos sin darnos cuenta o sin cuestionarnos nada. Empezando por la lengua: nunca pude dejar de plantearme por qué unas palabras señalan unos significados y no otros. Seguramente por eso algunos de mis personajes “hablan mal” o, dicho de un modo más justo, intercambian significado y significante como les da la gana. Dicen “piedad” cuando quieren hablar de una flor, “espejo” cuando buscan un cinturón. No hay nada más entretenido que practicar un uso incorrecto de la lengua y ver que igualmente comunica.
La escritura trae al frente los intereses y obsesiones de cada uno. Eso mismo funciona como una especie de hilo conductor que une a los cuentos entre sí y los pone en relación con mi novela Una casa llena de gente. Por un lado, asoman en primer plano las maneras de relacionarse, el modo en que los lazos afectivos –enteros, estereotipados o rotos– influyen en los personajes. Por otro, estos cuentos parecen captar el momento en que surgen “comunidades involuntarias” en escenarios corrientes: gente que debe coexistir en el trabajo, el consorcio o que son reunidos por el puro azar. De esos cruces se desprenden situaciones que pueden dar la impresión de extrañas pero que en el fondo son muy habituales y producen formas de convivir. Algunas terminan funcionando, otras se adaptan pero forzadas; las hay que solo duran un momento y las que se arrastran toda la vida.
Las lloronas, por ejemplo, surgió de la combinación de experiencias que viví y observé en entornos de oficina, institución, empresa: esos semilleros donde las alianzas que se juran fidelidad para toda la vida y los romances fecundan en simultáneo con enemistades, cofradías extorsivas, exclusiones injustas, igual que en un jardín de infantes. Microespacios donde el fumar o no fumar reemplaza al ser o no ser. Y donde las armas son las palabras, los silencios, los rumores.
Para que no sobre tanto cielo retrata el contraste entre una familia ensamblada que no consigue armonizar por ninguno de todos sus extremos y una pareja de enanos enamorados que, en cambio, parecen haber aprendido a valorar lo esencial. Algunas familias normales muestra el intento que hacen muchas personas por apartarse de sus mandatos familiares, con la sensación de que lo logran, aunque están dando un larguísimo rodeo para volver a quedar atrapados en la casilla inicial: caer en la repetición de las conductas heredadas. Un círculo del que no se puede, a veces, escapar.
¿Cuántas veces nos pasa de mirar con desconfianza lo ajeno, lo Otro, para finalmente descubrir en eso una identificación que nos perturba y nos atrapa? En ese sentido, en Las hermanas Requena y en Foto de familia se pone en juego el desafío de acercar diferentes clases sociales. Mientras que en Diario de un animal y Luna en Nueva York, la amistad entre un hombre joven y una anciana se siente como un refugio mutuo.
Si hay un territorio donde mejor se verifica el experimento de juntar insectos en un frasco cerrado y estudiar sus reacciones, ese es el consorcio. De la suma de múltiples asambleas entre vecinos proviene Actas de consorcio, donde se ven el absurdo, el egoísmo y la indiferencia de los humanos en su máxima potencia. Ahí, como en la oficina, se magnifican hasta lo insólito los delirios de pequeñez (diría Ionesco) y el grotesco.
Escribí los cuentos de Algunas familias normales entre 2010 y 2014; fueron publicados en 2016 y reeditados en 2021 con modificaciones. Dos de los cuentos son nuevos, vienen desprendidos de Una casa llena de gente (2019). En la novela, Leila Ross, la protagonista –madre, esposa, hija, escritora y traductora– vive con los pies en el orden de las obligaciones cotidianas y con la cabeza sumida en el envolvente desorden de la literatura. Ella es como un árbol al revés: sus raíces están en la copa y vuelan, mientras que el follaje queda aplastado, sofocado, contra la materialidad de las cosas. El sueño de Leila es el último pedido que, en clave de absurdo, le encarga a su hija y que Charo no se decide –por lo estrambótico– a incluir en la obra que publica tras la muerte de la madre. Mientras que Literatura fue originalmente el primer diario de Leila –en donde se dirige a un escritor ¿amante, amigo?, ¿imaginario?- que dio lugar a la novela pero no quedó incluido en ella y aparece aquí reformulado tras la pandemia de 2020. El confinamiento aumenta la sensación de tedio doméstico y refuerza la distancia con el objeto de deseo, lo otro, la fantasía, lo que está afuera.
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