El vértigo de la política argentina en el año 1974 nada tiene que envidiarle a la velocidad de la red 5G. Al comenzar todo era amor entre Juan Domingo Perón, quien había superado proscripciones y reconquistado el poder por los votos meses antes, y la gran movilización social y juvenil que había impulsado su regreso tanto como la derrota autoinfligida de las dictaduras militares.
Pero en enero el presidente desautorizó al gobernador bonaerense Oscar Bidegain, afín a los Montoneros; en febrero forzó la renuncia de ocho diputados de la Juventud Peronista; en marzo impulsó la intervención de Córdoba tras una insurrección contra el gobernador Ricardo Obregón Cano y el 1º de mayo, en la primera movilización por el día del trabajador desde su regreso a la Argentina, frente a la Casa Rosada, aulló contra los “estúpidos”, “imberbes” e “infiltrados”.
Cuando se disponía a detallar lo que sucedería si “los malvados” no cejaban, los Montoneros y otras columnas de jóvenes ya no lo escuchaban. Expulsados, habían arriado sus banderas y abandonado la Plaza de Mayo.
Exactamente dos meses después, Perón estaba muerto. La presidencia quedó en manos de su viuda, María Estela Martínez, que en su carrera de bailarina y analista amateur de artes esotéricas había elegido el nombre de Isabel.
Ese momento de locos de 1974 es el que eligió Julián Gorodischer para su novela Claudia Vuelve (editorial Marea), sobre la inolvidable revista Claudia, aquella dedicada a “la mujer moderna”, que se hundía como el país entero en el caos económico y la violencia. Y que, aferrada a la esperanza insensata, anunció una “extraordinaria primicia para las socias del Club de Claudia”: la “Mujer del Año 1974″ sería Isabel Perón.
Comienza entonces la misión de la periodista Paola Ravenna, que vive abriendo cada vez más los ojos ante los acontecimientos delirantes —todo parecido con la realidad no es una coincidencia— que observa en el círculo rojo de aquellos días. Sin contar las dificultades de hacer encajar a Isabelita —como la llamaba, con condescendencia, todo el mundo— en el modelo vanguardista del ama de casa chic a la que instruía Claudia: Isabelita, que hojeaba el ¡Hola! importado de España, donde había sido amiga de la hermana de Francisco Franco, mientras le hacían la toca:
—Los ruleros grandes van en la nuca; quiero una onda tipo Catalina la Grande —imaginó Gorodischer las órdenes al secretario González.
La novela hilvana realidad y ficción para contar una época impar de la Argentina desde un mundo de relaciones muy particular: la prensa y el poder, pero también la intimidad de las redacciones de medios. Se ubica para eso en los ojos del pasante, Carlitos, aka el Nene, que se forma a los tumbos, puro ensayo y error, y aprende mucho más que periodismo.
“Marca su nivel”
Claudia nació con las ínfulas de una Marie Claire argentina y salió a buscar un público de mujeres que no comulgaran con el tradicionalismo de Para Ti ni fueran tan hacendosas, debido a su menor estatus económico, como las que compraban Vosotras. Se adelantó un poco a la gran ola de renovación del periodismo argentino pero pronto se acomodó entre los grandes nombres como Primera Plana, la famosa revista de Jacobo Timerman, Panorama o Confirmado.
En la novela de Gorodischer, el publisher de Claudia, César Civita, propietario de la editorial Abril, y el director del periódico La Opinión, Timerman, son amigos y han acumulado prestigio e influencia en los sesenta. Llegaron a 1974 ponderados como “los dos editores con mejor llegada a las embajadas de Israel y los Estados Unidos en Buenos Aires” nada menos que por José Ber Gelbard, el ministro de Economía de Perón que permanece —aunque sus días están contados— en el gobierno de Isabel. Es Gelbard quien imagina una operación de prensa para mejorar la imagen de la presidenta. La movida se pone en marcha, aprobada por Mina Civita, la esposa de César y editora general, y Adriana, la hija de ambos, que se moldeaba a sí misma a partir de la imagen de Oriana Fallaci.
La importancia de Claudia, por increíble que parezca hoy, se contaba en cifras, como las campañas publicitarias de cigarrillos que mostraban a la modelo Claudia Sánchez con su pareja, el Nono Pugliese, derramando glamour en distintas postales del mundo, con el eslogan “Marca su nivel”. La prensa en los sesenta fue tremendo negocio: solo el mercado de revistas creció tanto que las mensuales llegaban a casi cinco millones de ejemplares por mes, que sumaron un millón más hacia 1973, según la Dirección de Contralor de Publicaciones.
Primera Plana llegó a vender 100.000 ejemplares porque salía en un país que llegaba a una cima de movilidad social —desde entonces todo iría cuesta abajo— por la educación universitaria, con una clase media que tenía dinero para gastar y ganas de ir al Instituto DiTella (que, dicho sea de paso, convocó a 400.000 asistentes en 1967), comprar discos y leer libros como el que Primera Plana puso en tapa con el título “La gran novela de América”, de un colombiano desconocido, García algo, llamada Cien años de soledad.
El ama de casa chic
Con un ojo en los semanarios estadounidenses y europeos —información ágil, generosa con los detalles de color, los aspectos visuales y el comentario— las revistas argentinas sufrieron una suerte de “efecto Primera Plana”, desde Panorama —un proyecto de Civita, en sociedad con Time-Life—, cuyo primer número se agotó en dos días, hasta Claudia, pasando por Confirmado, otro emprendimiento de Timerman.
Un trabajo de Isabella Cosse y otro de Eugenia Scarzanella recordaron que, sin mover a la mujer del hogar donde debía ser esposa, madre y ama de casa, la revista le abrió un mundo más rico: en “Las grandes firmas” leyó a Alberto Moravia, Somerset Maugham, Italo Calvino o Julio Cortázar; la psicóloga Eva Giberti la ayudó a analizar los problemas de la familia, los niños y los adolescentes desde la perspectiva de una nueva generación; en las mesas redondas que Adriana organizaba en el Abril Roof, el último piso de la editorial, científicos y artistas debatieron para ella el mundo que se transformaba ante sus ojos; en 1973 le regaló los fascículos de una pequeña enciclopedia del sexo, “Claudia secreta”.
Cosse y Scarzanella también destacaron “la connotación chic” que asumió la moda en la revista, algo que la novela trata en detalle: al mando de la poeta Olga Orozco, aka La Pitonisa, y el pasante, fue perdiendo la cabeza como una versión apacible y estetizada de la locura nacional. “Amo esos esperpentos gráficos de ‘Moda’: sutiles collages que, por fin, le confieren a estas páginas finales de la revista un sesgo artístico d’auteur que ni en la prensa francesa”, escribió el seudónimo María L., de Boulogne, al correo de lectoras.
De ahí que en la novela a Gelbard le importe poner todas sus fichas en la celebración de la presidenta en Claudia: su imagen se trabaja “disgregada e informalmente, en una época que todavía no vio nacer a los voceros profesionalizados”, y dado que ella sólo se viste según lo que la sección de moda de Claudia diga el mes anterior, conseguir que la revista muestre “un matiz isabelista” sería el “instrumento necesario para que Gelbard pueda congraciarse con menciones positivas a la jefa y goce de su beneplácito dentro de Palacio”.
Se dice más fácilmente de lo que se hace, descubrirá pronto el ministro, en la novela.
Isabelita de novela
“Claudia Vuelve provoca el placer de leer una prosa absolutamente contemporánea con paisaje urbano argentino, con humor y suspenso de autor. La historia de una redacción en los setenta enmascara una mirada inteligente, renovada, sin prejuicios, sobre nuestra conmovedora humanidad”, escribió la dramaturga y directora Eva Halac para la salida de la novela de Gorodischer, también autor de La ruta del beso, Orden de compra y La ciudad y el deseo.
En esa redacción brillan Héctor Zimmerman, autor definitivo del “estilo Claudia”, a la vez “optimista, colorido y sobrio”, una pluma —como se decía entonces sobre alguien que escribía muy bien— humillada por los pedidos corporativos a los que vende su firma por el salario. No brilla, en cambio, Paola Ravenna, “la malquerida”, como la llamó Gorodischer, la que empezó en Abril en la oficina de personal y se abrió paso dificultosamente en el correo de lectoras, las notas sobre decoración o la sección “Practi-Claudia”; ella, que podía dar una clase sobre la escritura de Marcel Proust o la de Marguerite Duras.
“Nadie, en las sucesivas cinco décadas de periodismo e investigación sobre medios gráficos argentinos, se detendrá en Paola Ravenna. Ella es la gris imprescindible de toda redacción que se precie de primera línea”, la honró Gorodischer. “Es parte de esa genealogía de adelantadas que cambiaron, con su gracia, a la prensa de misceláneas”. Y que de pronto, entregada como un sacrificio a la tarea sucia de embellecer a la mujer en la Casa Rosada, recibe la atención que nunca tuvo en su vida, cuando Isabelita escucha una de sus ideas de promoción y le dice a su personal:
—Déjenme sola con ella. ¡Retírense!
Las desventuras de los periodistas de Civita y Timerman en el makeover de la imagen de la señora incluyen el envío de Enrique Raab a Chapadmalal a cubrir un no-acontecimiento al que habrá que darle publicidad. En segundo plano, el inminente genocida Emilio Massera anda de bromance con José López Rega, fundador de la Triple A y todopoderoso ministro de Isabel, acompañados por unas vedettes.
Raab, desaparecido en 1977, tenía un talento “que volvía maravillosas las historias comunes, que hacía prodigiosos a los seres que pasaban desapercibidos para los otros, que detectaba, implacable, el alma vulgar de los personajes famosos”, según lo describió Susana Viau, a quien se le podrían haber aplicado las mismas palabras; Ana Basualdo, que recogió las crónicas de Raab en un volumen, lo describió como “el reportero más dinámico de cualquier redacción, el que mejor daba cuenta de una manera de entender (unidos) el periodismo, la cultura, la política y la calle”.
Por último, Orozco surge como un personaje enorme en la novela de Gorodischer, al igual que en la vida real. La poeta empleó ocho seudónimos diferentes para sus variadas tareas en Claudia, donde escribió sobre literatura como sobre tango, respondió el correo de lectores o vaticinó los caprichos de los astros; una selección de esos trabajos se publicó en el libro Yo, Claudia.
La novela de Gorodischer, quien llegó al periodismo en los noventa, cuando la opulencia de aquellas redacciones se apagaba, cuando no había ya roof garden ni tertulias y las grandes crónicas se escribían mayormente al margen del empleo, como libros, describe también la Buenos Aires de aquella época, el Bárbaro donde bebían los intelectuales y los artistas en la cortada Tres Sargentos, al que llegaban con los vespertinos —porque los diarios se imprimían en distintas ediciones a lo largo del día— y las revistas importadas —porque no había internet— y una modelo famosa fumaba como si el desprestigio de la industria tabacalera no estuviera a la vuelta de la esquina.
La aproximación al período -el desbarrancadero después de la muerte de Perón- contado desde el gran rulero de la toca de Isabelita distrae de las monstruosas decisiones de aquel gobierno y sus funcionarios, la hiperinflación, el Operativo Independencia, el camino al golpe de 1976. Y también amortigua la impresión de ver el backstage de las relaciones peligrosas entre poder y periodismo, entre política y medios, como una comida de amigos en una parrilla de la ruta, mientras la caída de Richard Nixon en los Estados Unidos comenzaba un efecto dominó que tocaría al pasante, a la Argentina y a toda América del Sur.
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