Se puede decir que el de Mariano Tenconi Blanco es un teatro de la desmesura. Tal vez parezca contradictorio, si uno piensa que La vida extraordinaria, la obra que está en cartel en Timbre 4 todos los sábados y domingos, tiene a dos actrices, dos músicos y un escenario minimalista. La desmesura de Tenconi está en la ambición de contarlo todo: desde el origen de la vida hasta el fin del mundo.
“La desmesura: me preocupa pensar que es uno de los signos de mi personalidad”, dice el dramaturgo en diálogo con Infobae Cultura. “El teatro me salvó la vida. Yo era un muchacho sin rumbo, que había estudiado Ciencias Económicas por influencia familiar y era muy infeliz y no encontraba una salida y lo que yo quería era escribir y el teatro fue el lugar donde me dejaron escribir. La búsqueda como autor y como director empieza en esa suerte de la pasión absoluta que tiene que saberlo todo y contarlo todo”.
En Todo tendría sentido si no existiera la muerte, una maestra de escuela con una enfermedad terminal tiene como última voluntad, el deseo de filmar una película pornográfica. La muerte y “la pequeña muerte” —como los franceses le dicen al orgasmo— se enredan en una trama que por momentos es disparatada, por momentos de una crudeza atroz. En El barco, la Argentina se constituye como un territorio inventado por los libros: una idea borgiana donde vida y literatura dialogan y la literatura es el término más real. En La vida extraordinaria, dos mujeres ordinarias, una maestra y una modista sin grandes épicas, cuentan sus biografías en forma de melodrama. Viven en Ushuaia y, mientras cuentan sus tragedias —con una comicidad asombrosa—, un asteroide que avanza hacia “la ciudad del fin del mundo” le da una sensación de inminencia. En última instancia, las obras más recientes de Mariano Tenconi Blanco intentan, si no responder, al menos provocar insistentemente sobre el mismo interrogante: ¿qué es la vida?
“Algo sobre lo que me pregunto un montón es por la muerte”, dice Tenconi. “Creo el teatro es muy poderoso para narrar lo efímero del tiempo, porque se hace y se fue. El teatro efectivamente es algo efímero. Rubén Szuchmacher hizo un libro que se llama Lo incapturable; el teatro está siempre yéndose, muriéndose. En Todo tendría sentido…, que cuenta la muerte de un personaje, en un punto es la definición de lo que era la obra: todos nos moríamos todo el tiempo cuando terminaba la función. El teatro es el arte donde todo el tiempo se muere y donde están los fantasmas. Solamente en una obra de teatro el fantasma del padre vuelve para hablarnos”.
La literatura o la vida
La desmesura de La vida extraordinaria también está en la cantidad de materiales con los que se narra: una voz en off —Cecilia Roth— presenta cada parte y le da paso a las actrices —las magistrales Valeria Lois y Lorena Vega— que hablan, monologan, recitan poemas, imitan la voz de los hombres, escriben cartas, citan textos, rememoran la infancia, tartamudean en llanto, miran al pianista y la violinista que expresan lo inefable de las palabras con la música y, finalmente, se quedan en silencio y leen.
“Cada proyecto de escritura es también un proyecto de lectura”, dice Tenconi Blanco. “Es como la paradoja de la biblioteca: un libro te lleva a otro libro que te lleva a otro libro. Yo quería leer a Joyce como Dios manda y ponérmelo como proyecto de escritura. Indagar todas las zonas en torno a ese libro”. Con esa idea —y la clave está en que dos personajes, un hombre y un perro, se llaman Ulises—, “parte de la búsqueda fue cómo hacer que todas las formas de escritura formen parte de una obra de teatro”.
—Aunque no se lo menciona nunca, una presencia muy significativa en La vida extraordinaria, es Borges. ¿Por qué?
—Porque es mi autor favorito. Es el que más me gusta leer y releer y enseñar y tiene algo en lo que es el mejor maestro, que es en la posibilidad de inventar procedimientos. Yo le pongo bastante atención al pensamiento formal del teatro. En La vida extraordinaria pensaba cómo expandir los límites del teatro, cómo hacer para que el teatro haga más. También está la idea de que las protagonistas son lectoras. En algún punto toda la obra es un gran homenaje a los lectores. Hay sentidos ocultos sembrados que los que lectores pueden descubrir fácilmente, están para divertirnos y para ser un eslabón más en la cadena de lecturas. Muchas veces pasa que la literatura argentina no reconoce al teatro como parte propia, ni tampoco el teatro se reconoce así. Roberto Arlt es una gran influencia del teatro argentino. Diría incluso más sus novelas que las obras de teatro. En ese diálogo, es bueno que el teatro pueda ser parte de la cadena de la literatura argentina.
—La pregunta por Borges venía también por otra característica de La vida extraordinaria, que es el melodrama. En principio, Borges y el melodrama son términos contradictorios. Pero, ¿qué te permite el melodrama?
—Creo que tengo dos respuestas. Una es un poco más autobiográfica. Siempre digo que, como diría Piglia, mi mito de origen son mi mamá y mi abuela hablando en la cocina de la novela de la tarde. Hay algo de esas voces femeninas que siempre me hicieron sentir muy naturalmente pegado al melodrama. Muchas veces me hablan de Manuel Puig, que es un escritor que amo…
—Justamente, te lo iba a decir.
—Es que lo amo, pero nunca hice nada por copiarlo. Está en mi ADN: hay algo en mí que me pone melodrama. Tal vez como lector, Saer me gusta más que Puig. Pero me sale más Puig. También creo que el melodrama es una forma moderna de tragedia, atravesada por el consumo y el capital y el siglo XX. Me gustan los géneros porque tienen normas claras, me ordena trabajar con un género. El melodrama funciona muy bien en el teatro. No sé qué tanto funcionan el policial o el gótico, pero el melodrama sí.
—Otra cosa que aparece en tus obras es la risa. ¿Qué hay detrás de la risa?
—Tiene mucho que ver con la tradición de mis maestros. Alejandro Tantanian fue mi maestro de dramaturgia y fui su asistente durante mucho tiempo. Ricardo Bartís fue un maestro con el que descubrí que me gustaba mirar. En ese punto, la tradición teatral de Buenos Aires, muy influenciada por el Parakultural, El Caraja-ji, las Gambas al Ajillo y el Sportivo Teatral siempre hicieron que no nos tomáramos del todo en serio. Cuando empecé a escribir teatro, tenía en claro que había que tomarse en serio la idea de no tomarse tan en serio. El melodrama es un recurso donde se cuenta una tragedia, pero genera otro discurso. Y, si el teatro se muere todos los días, el humor también es una forma de tomarse menos en serio esa muerte. Una vez una amiga, Violeta Urtizberea, me contó que se le murió un hámster y lo pusieron arriba de una estufa en mínimo y de pronto revivió, vivió una semana más y se volvió a morir y lo pusieron y revivió. A la cuarta vez dijeron “Bueno, ya está”. Quizá si nos pudiéramos morir dos o tres veces nos tomaríamos con menos gravedad la muerte.
El teatro como arte colectivo
Si bien el decorado de La vida extraordinaria es más bien minimalista y hasta los músicos van vestidos de gris, hay una serie de elementos —una mesa, unas sillas, bancos, cajones, una escalera, un tobogán, un micrófono de radio— que las actrices continuamente van reubicando en el escenario y que se convierten en una parte fundamental de la trama. A veces para sentarse, para saltar —al vacío— o para deslizarse —en una caída al infierno—, a veces para ascender en medio de la euforia.
—¿Cómo se arma una puesta tan compleja?
—Cuando empecé a dirigir, creía que tenía que tener todas las respuestas y, entonces, cuando había cosas que no sabía cómo resolver —que eran muchas porque recién empezaba— me ponía mal, sentía que los actores no iban a confiar en mí, que no era lo suficientemente sólido. Con el correr de los años me di cuenta de que lo que tenía que hacer era armar buenos equipos y escuchar a todo el mundo. Después tomás las decisiones, pero si te rodeás de gente talentosa e inteligente, mucha gente tiene cosas poderosas para aportar. En este caso, me gusta mucho que la obra sucede en un montón de lugares que no es ninguno: no teníamos que armar ni la librería ni Ushuaia ni la escuela ni la casa de Ulises. Había que armar un lugar donde pudieran estar todos esos lugares a la vez. Trabajamos el espacio; lo hicimos con Ariel Vaccaro a partir del radioteatro como influencia, como los efectos especiales del radioteatro. Él armó una maqueta grande y Jazmín Titiunik, que es coreógrafa y bailarina, me ayudó a sacarle el jugo. Al final, el movimiento parece el de un tablero con fichas.
—Nunca se trabaja solo en el teatro.
—Para nada. De hecho, le saqué una foto a Lorena que, para acordarse la letra, las escribe en unas cartulinas grandes. Me hacía acordar a la mujer de Tolstoi, que escribió Guerra y paz cuatro veces: si escribís cuatro veces una novela de mil páginas, la quinta ya pensás que es tuya. Acá pasa lo mismo. Alguien que escribe toda la obra de nuevo para aprendérsela de tal manera que parece que se la olvidó y que la dice como si se le ocurriera en el momento tiene un vínculo con tu propio texto que no lo tenés vos. Hay que entender y atender que si un texto le genera problemas al actor hay que ver cuál es el problema.
—Claudia Piñeiro decía que una obra se termina de escribir en los ensayos.
—Pienso lo mismo. Había trabajado mucho La vida extraordinaria y Todo tendría sentido… y las dos ganaron premios. Pensaba que las iba a estrenar como las había escrito y, sin embargo, las tuve que trabajar un montón. Con La vida extraordinaria, que la estrenamos en el Cervantes, tuve que parar los ensayos de un fin de semana para reescribir los unipersonales. Escribís un montón porque es la mejor forma de corrección. Si hay algo que está dicho de más o de menos o está mal dicho, lo escuchás una, dos, tres veces y a la cuarta empezás a moverte en la silla. Cuando voy a montar una obra, lo único que me importa es el montaje y si hay una escena que está brillantemente escrita pero no le encontramos la solución y se tiene que ir, se va. No importa que sea la mejor escena de la obra. En una novela, el lector puede parar, seguir en el colectivo, en un café, le encuentra la vuelta. Acá el espectador está encerrado. Si me tomé diez minutos de licencia, empieza a mirar el reloj y dice “Esto no termina más”.
El hacedor
—¿Podrías hacer microteatro?
—Si es por la extensión temporal, me gustaría la gimnasia de contar algo en menos tiempo. Podría asumir el desafío. Pero, en todo caso, la diferencia que puedo tener no con el espacio Microteatro sino con el teatro de pequeño formato, y siempre respetando que cada quien haga lo que quiera, es la idea de que el teatro moleste lo menos posible. Que entres con tu copa de vino y que dure poquito y haya cosas ricas para comer y que el teatro entre, como un caballo de Troya. El teatro es lo más increíble del mundo. No se puede reemplazar con nada. Esos cuerpos te narran algo que no te lo va a dar ningún otro tipo de narración. Hay una identidad que está inscripta en los cuerpos que no se recupera en ningún otro lugar que no sea el teatro. El teatro es una experiencia enormemente profunda y mi defensa como artista es la de hacer que el teatro sea lo máximo. Lejos de querer hacer que la experiencia esté reducida y moleste poco, cuanto más exuberante y definitiva, más irreemplazable.
*La vida extraordinaria puede verse en Timbre 4, México 3554 (CABA). Durante marzo las funciones son sábados a las 21:30 y domingos a las 20:30. En abril, sábados a las 21:30 y domingos a las 17:00 y a las 20.30. Las entradas se compran en la sala y también online, aquí.
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