Los accidentes geográficos no nació en un viaje a las tierras nórdicas sino cruzando en diagonal y pisando las piedras anaranjadas de la Plaza de los dos Congresos junto a Janice Winkler, una calurosa tarde de noviembre de 2016. No siempre se puede recordar el momento de la concepción de una historia con tanto detalle. Ambas fuimos invitadas a un programa de radio. Ambas teníamos nuestros libros publicados y una novela juvenil escrita a dos manos que todavía busca hogar. En esa geografía salvajemente doméstica del barrio de Balvanera se ancla el primer mojón de esta novela que me acompañó cinco años extraños de mi vida.
Janice me pasó el poema “Un bello matrimonio” de Silvia Arazi y no podía sacármelo de la cabeza. Yo estaba casada con un extranjero altísimo, quien hacía seis meses había vuelto, transitoriamente, a su tierra natal. Nos estábamos separando, sin saberlo todavía. Recién iniciando un viaje interno sin boleto de retorno. Janice tampoco sabía que su vida iba a tener un par de reveses emocionales y el proyecto de escribir esta novela juntas se iba a truncar.
O no. Quedaron sólo dos de las cuatro manos originales, pero el proyecto estaba allí. Porque el indicio de historia que me regaló Janice, la de un matrimonio que vivía en un país nórdico una relación totalmente gris y desamorada, pero que soñaban al unísono que eran felices en un clima tropical, cobró cuerpo.
Dos días más tarde, le envié un primer capítulo. Luego de un tiempo de silencio, continué. Ya mi matrimonio se había roto; mi marido había sellado su pasaje sólo de ida a su país de origen y yo estaba tratando de reconstruir la vida compleja que me había caído en suerte. A veces, cuando un proyecto se destruye, sólo queda juntar los pedazos y convertirlos en algo.
De pronto, Greta y Henrik necesitaban hacerse carne. Le daba vueltas a la idea de hacerlos felices en un sueño compartido y recordé viajes y situaciones, e imaginé qué pasaría con ellos en distintas ciudades, climas, posibilidades. Ya no como un sueño, sino como la chance de reconstruir una y otra vez una historia de amor, como si el estribillo de una canción nunca se repitiera idéntico.
No es la novela de mi matrimonio ni la novela de mi separación. Tampoco refleja ninguna historia de amor que haya tenido y tal vez sí, quizás un poco de todas. Quizás fui Henrik o Greta o Hilde o Sven o Lucien o cualquiera de los demás personajes. Aunque nunca visité Oslo ni Manta, sí recorrí la génesis y la extinción de amores que nacieron para durar para siempre y, sin embargo, murieron luego de una más o menos larga enfermedad terminal. El ciclo vital de la pareja, o, como piensa Greta: “Así no puede terminarse un matrimonio. No puede morir como si nunca hubiese vivido. El final de un matrimonio debería ser, a lo sumo, una mariposa estrellándose contra un foco.”
La pandemia me daba picazón en la punta de los dedos y este libro estaba ahí. Si “los delfines volvían a Venecia”, ¿por qué no podía encontrar yo el norte y transitar por las calles de Roma otra vez? ¿Por qué no podía revivir los adoquines de San Telmo o imaginar en la boca la textura de la arena de una playa ecuatoriana? Caminar despacio por los callejones de la construcción de un universo múltiple, respirar en los recovecos húmedos de la piel de sus criaturas, guiada ahora por la certeza de que el tiempo oxida ciertos materiales para despojarlos de brillo, pero los llena de historia.
Silvia Itkin, mi editora en Obloshka, me dijo hace unos días: “Es como tener una cajita de música cerrada, la abrís, y en lugar de encontrar a una bailarina clásica, aparece una stripper” y creo que es una metáfora perfecta de la forma en que me sale escribir. Es tal vez la manera en que concibo la vida y la literatura, como una hermosa cajita que adentro contiene algo que no debe estar, disruptivo, muchas veces espantoso. Como dar la vuelta a la esquina y cruzarte con otra versión de vos mismo. Como si todos esos monólogos internos, esas conversaciones mentales llenas de palabras que permanecen muertas al no ser emitidas, pudieran desprenderse del cuerpo y nos dieran la posibilidad de vivir varias versiones de una (nuestra) misma historia.
Francisco Cascallares, desde la contratapa, lo explica así: “Todo lo que podría pasar pasa siempre y a la vez (...) en una novela sobre las variantes con las que versiones de los destinos de Greta y Henrik se van entretejiendo en sus crisis infinitas”.
A través de la cronología única o múltiple de Greta y Henrik, atravesados por la línea del ecuador, respirando el verano romano, masticando carne de reno noruego o perdiéndose en los pasillos de un edificio porteño, intento esbozar, o conjurar, o comprender qué sucede en las entrañas de esos amores cuya misma potencia los condena a la extinción. En definitiva, como dice el narrador de Los accidentes geográficos, “de lo importante a lo insignificante, nadie ama porque sepa. Sabiendo, es imposible amar”.
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