Una noche inexacta, imprecisa, sin fecha, Walter Benjamin está recostado en su cama. Tiene un cuaderno sobre las piernas y un lápiz en la mano. Está particularmente reflexivo. Sus ojos acaban de achinarse y una sonrisa pícara se apropió de su rostro. Acaba de fumar hachís. Mira por la ventana de la habitación, vuelve la vista a su cuaderno y escribe: “Pasa un auto haciendo mucho ruido. Dos pinos parecen estar saltando juntos”. Continúa: “La observación es un medio para mantenerse despierto”. Se acomoda los anteojos, larga un suspiro espontáneo y vuelve a escribir: “Siempre el mismo mundo; pero uno sigue teniendo paciencia”.
Entre 1928 y 1934 escribió algunos apuntes, protocolos, relatos y crónicas sobre su relación con las drogas, puntualmente con el hachís, pero también con el crock y la mescalina. Son textos descriptivos y reflexivos, aunque también, por momentos, surrealistas. Ediciones Godot los reunió en un libro publicado este año con traducción de Nicole Narbebury e introducción de Martín Kohan. El título —escueto, directo— es Hachís. Para 1928, año en que comienza a reflexionar sobre sus experiencias alucinógenas, Benjamin ya había estudiado en cuatro universidades —la Universidad de Friburgo, la de Berlín, la de Múnich, la de Bern—, ya había traducido al alemán a Charles Baudelaire, ya se había casado con Dora Sophie Pollack, ya había sido padre, también ya se enamoró de Asja Lācis, había escrito, por ejemplo, El capitalismo como religión y llevaba años con esa tarea titánica, la que consideraba su gran obra, El libro de los pasajes. Tenía, en ese entonces, 36. Ya no quedaba nada de esa juventud nebulosa, por el contrario, era el intelectual que, pocos años después, realizaría inexorables contribuciones a la teoría estética y al marxismo.
“El efecto se hizo esperar. Habían pasado 45 minutos y empecé a desconfiar de la calidad de la droga. ¿O acaso era que la había guardado demasiado tiempo?”, escribe al día siguiente de uno de sus “viajes”, recordando, no sólo imágenes, también sensaciones. Una líneas antes lo aclara, para que no queden dudas de nada: “Me acosté en la cama, leí y fumé”. Entonces empieza el relato. Está en Marsella, en una habitación, “descontento, porque seguía sin aparecer ningún efecto”, entonces sale a la calle. Recuerda que pasaron cuatro meses de la última vez que consumió hachís, recuerda el “hambre voraz”, y se percata que pronto le volverá a ocurrir. “Desde lejos, una vidriera con carameleras, papeles de aluminio brillantes y hermosos pasteles apilados me hacían señas”. Entró, algo confundido por unos sillones muy raros, como “quirúrgicos”. Cuando aparece el dueño, de bata blanca, le pregunta algo que lo descoloca: si quería afeitarse o cortarse el pelo. Entonces se entra a reír a carcajadas y es en ese preciso momento en que se da cuenta de “que el hachís había empezado a hacer su trabajo hacía rato”.
En la introducción del libro, Martín Kohan dice que “con la droga no solo se vive o se tiene una experiencia, sino que se hace una experiencia”. Y en ese sentido explica que si bien en Benjamin, en este libro, en estos viajes, no hay “una experiencia fuera de lo común”, lo que sí hay es escritura, que ahí radica toda su fuerza. “En la escritura está lo fuera de lo común, la escritura es extraordinaria; en la escritura está también Benjamin, Benjamin en su singularidad, el que traza incomparables recorridos urbanos, el que se descubre instantáneamente fisionomista, el que descompone y recompone palabras”. Es lo que hace cuando se pone a escribir bajo el efecto del hachís: juega, arma, desarma. Al otro día, cuando el trance concluyó, brota una narración reveladora en la que el lenguaje alumbra las huellas de lo vivido. Entonces se enrosca en sus propios pensamientos, va, viene, busca, avanza, retrocede, reflexiona, fundamentalmente reflexiona. Pero bajo el trance la escritura es otra. Por ejemplo: “La fantasía se torna civilizatoria”. O: “Cada imagen es un sueño para sí misma”.
Luego, ya concluido el trance, dormido y descansado, escribe y descubre el poder de “la verdadera magia canónica” del hachís. Se percibe “fisionomista” observando los rasgos, las arrugas y las miradas de los rostros que pasan a su lado. También se replantea el paso del tiempo: “A quien acaba de consumir hachís, Versalles no le parece tan grande y la eternidad no le dura demasiado”. Algo de la percepción y su posible radicalización: “Me pongo tan sensible: me da miedo que un papel pueda ser dañado por la sombra que se refleja en él”. Además nota que el café “hace que todo consumidor de hachís llegue al clímax de su placer” porque “intensifica el efecto de la droga como ninguna otra cosa”. Hay paranoia: “La muerte como la zona que está alrededor del trance”. Hay alucinación cuando ve “espíritus que flotan”. Es la escritura la herramienta para comprender las sensaciones: “Ahora me encuentro en un estado de nostalgia inerte, de nostalgia que se hunde. Siempre es un guiño ambiguo al otro lado del nirvana”. Después de tanto soliloquio: “Bajo estas circunstancias, ya no se podía hablar de soledad. ¿Acaso yo era mi propia compañía?”
Luego de esa etapa, quizás una etapa perdida e intrascendente en su gran obra intelectual que hoy recupera Ediciones Godot, la vida de Benjamin no se extendió demasiado. Llegaría un final horrible, lleno de angustia, como si caminara por un callejón sin salida y es la muerte quien, detrás, lo acorrala. Entonces toma una decisión difícil pero, vista en perspectiva, redentora. Benjamin estaba en París cuando se inició la ocupación nazi. ¿Qué podía hacer un intelectual judío y marxista en esa Francia de sangre? Tenía que escapar. El plan era cruzar a España, luego a Portugal y finalmente subirse a un barco y llegar a Estados Unidos. Su amigo y compañero de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno, le había conseguido las visas necesarias para estar de tránsito en España y para entrar en Estados Unidos donde lo esperaba. Le faltaba el permiso para salir de Francia. Junto a otros intelectuales y activistas, llegó el 25 de septiembre de 1940 al pueblo catalán de Portbou, pero los policías españoles no lo dejaron pasar. Al carecer de la documentación necesaria, Benjamin fue tomado prisionero.
Los uniformados lo escoltaron hasta un hotel para que, al día siguiente, volviera a París. Ahí lo esperaba la Gestapo y el peor destino posible. Pero siempre supo que esa posibilidad estaba. Entonces decidió proceder con el plan: hacer uso de las pastillas de morfina que llevaba en el saco. Si tenía que morir, él iba a decidir cómo. “En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar”, escribió en la madrugada del jueves 26 de septiembre, posiblemente con el mismo lápiz que usó cuando escribía bajo los efectos del hachís. ¿Qué bien me vendría fumar ahora?, habrá pensado y, desde aquí, podemos adivinar su última sonrisa. Tenía apenas 48 años y una obra intelectual inquietante que se complejizaba y agudizaba con el correr del tiempo, con la suma de lecturas y perspectivas y con la acumulación de experiencias. Experiencias como estas, las del hachís, que dejó documentadas y que, al leerlas hoy, lo acercan, lo humanizan, lo vuelven menos predecible y lo bajan de ese pedestal inalcanzable. Un hombre que disfrutaba de leer, de escribir, del amor, de la política, del pensamiento, y también de un buen cigarrillo.
* Hachís, de Walter Benjamin (Godot) puede leerse también en ebook.
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