“Él y su instrumento se funden en uno solo... Así, él sigue aferrado al bandoneón, apretando los dos puños como si estuviera asiendo las astas de un toro. Penetra en lo más profundo de la música, golpea ambos extremos del instrumento a pesar de las protestas de éste, lo extiende bruscamente, lo empuja, lo aprieta y lo oprime, se aferra a los botones como el piloto de un auto de carreras que toma una curva muy cerrada, y luego deja que cada nota le resbale por la pierna —mientras con la mano izquierda pasa hábilmente la partitura— para luego pescar las notas al aire y elevarlas de nuevo consigo. Él suspira, respira, susurra, llora y piensa con el instrumento, descansa en las melodías que emanan de él, sueña con él, hace temblar los fuelles al marcar el ritmo sobre la negra madera, y luego, lo mira con sorpresa, como si estuviera sosteniendo entre sus manos una forma de vida irreprensible que emite gritos y rugidos”.
La vívida descripción escrita por el periodista y eminente historiador alemán Paul Badde permite acercarse al impacto que significaba ver, sentir a Piazzolla haciendo música. El hombre que rompió los límites de lo que Discépolo definió como un “pensamiento triste que se baila” (el tango). El genial músico, el cascarrabias sempiterno, el seductor vitalicio. El autor de varias de las canciones más hermosamente tristes de la música popular argentina, capaz de proyectarse al mundo en dos o tres acordes. Pensar en “Adios Nonino”, “Libertango” y “Años de soledad” como muestras-botón, apenas, invita a la experiencia íntima de una dulce melancolía que no distingue de tiempo ni lugar. Pese a eso, Piazzolla es un tesoro nacional: si el aeropuerto de Río de Janeiro se llama “Antonio Carlos Jobim”, el de Buenos Aires debería llamarse “Astor Piazzolla”.
Se cumplen 100 años del nacimiento de Astor Pantaleón Piazzolla, un 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata. Sus padres fueron “Nonino” y “Nonina”, Vicente Piazzolla y Asunta Manetti, los dos marplatenses y evidentes descendientes de italianos. Astor se llamó Astor por Astor Bolognini, un amigo de su padre, que había sido primer cello en la Orquesta Sinfónica de Chicago, y Pantaleón por su abuelo paterno. Sus abuelos habían emigrado del norte y del sur de Italia: de Lucca, en la Toscana, y de Trani, en la región de Puglia. Cuando Vicente y Asunta decidieron mudarse a Nueva York, el pequeño Astor -afectado por una deficiencia física que lo acompañaría toda su vida- tenía 4 años. Así se crió en el Lower East Side de Manhattan, y aprendió el tango de los discos de Gardel y De Caro que su padre solía acompañar con el acordeón y la guitarra.
Su primer bandoneón se lo regalaron cuando tenía seis años. Su padre siempre quiso que fuera músico y lo hacía escuchar a la orquesta de Julio de Caro. Pero cuando se apareció con una caja, Astor pensó que eran los patines con los que soñaba. A “Nonino” le había costado 19 dólares en una casa de compra y venta de objetos usados. Piazzolla cuenta en sus memorias que nunca supo a quién había pertenecido, pero lo conservó toda su vida.
En esos años conoció a Carlos Gardel y participó como canillita en la película El día que me quieras. Un día se animó a tocar el bandoneón frente al mito. Y el “Mudo” le dijo: “Pibe, vos tocás el bandoneón como un gallego”.
Cuando la familia regresó a Mar del Plata en 1936, comenzó a tocar en varias orquestas de tango de la ciudad. A los 17 años se trasladó a Buenos Aires: ahí estaba su destino. Formó su propia orquesta en 1946, compuso nuevas obras y experimentó con el sonido y la estructura del tango. Tres años después disolvió la orquesta, insatisfecho con sus propios esfuerzos y todavía interesado en la composición clásica. Tras ganar un concurso de composición con su pieza sinfónica, inequívocamente bautizada “Buenos Aires” (1951), se fue a estudiar a París con Nadia Boulanger. Completó su formación clásica pero nunca dejó de lado su amor por el tango. Regresó a Argentina en 1955 pero se mudó nuevamente a los Estados Unidos, donde vivió de 1958 a 1960. Cuando regresó a Argentina, formó el influyente Quinteto Nuevo Tango (1960), con violín, guitarra eléctrica, piano, contrabajo y bandoneón. Se iniciaba la leyenda del revolucionario.
Piazzolla fue un compositor genial de tangos modernos, que tuvo formación clásica -de música “clásica” y de tango “clásico” también- y cuya obra refleja e inspira profundos sentimientos, en la ciudad del mundo en la que sea. Aunque haya tenido un amor para toda la vida, a menudo decía que había tenido tres maestros: Alberto Ginastera, Nadia Boulanger y... Buenos Aires. Aunque Piazzolla retuvo el espíritu esencial del tango, introdujo la disonancia, tipos hasta entonces desconocidos de armonía cromática y eso se vio reflejado en una variedad rítmica más amplia que estiró los límites del género hasta una línea imposible. Ese limbo en donde ya no se sabe de qué se trata eso. La historia de si era tango o no, aquello que lo irritaba profundamente -no hacía falta mucho, por lo que se cuenta-, queda reducida a nada al momento en que esa música comienza a sonar. Fin de la cuestión.
La canción de Buenos Aires
La música de Piazzolla es radicalmente urbana. No puede pensarse fuera de lo que caracteriza la experiencia social-sentimental de las grandes ciudades contemporáneas: modernidad, inestabilidad, dinámica, polos opuestos de extraversión e incomunicación. Carlos Kuri, autor del muy recomendable libro Piazzolla. La música límite niega en principio la posibilidad de esa significación musical extrínseca. Pero concluye sin embargo que “el tango de Piazzolla es Buenos Aires, parece anidar imágenes, ruidos, sensibilidades de una ciudad íntima”. El tango tuvo su edad de oro al mismo tiempo en que Buenos Aires se transformaba en la metrópolis que es hoy: para sus habitantes, en símbolo de privilegio; vista desde el exterior, la metonimia misma del país, potenciada por el efecto de una música melancólica, existencial y trascendente.
La obra piazzolleana aprovecha y estira esas referencias del tango. Redistribuye, desplaza y se convierte en síntesis de sus elementos constitutivos más destacados para generar una nueva sensibilidad urbana. En los años 60, cuando la resaca de la “edad de oro” hacía languidecer “el pensamiento triste” y la potencia tecnicolor de la cultura rock todo lo empezaba a cubrir, el bandoneonista y compositor criado en Nueva York, el “pollo” de Gardel y Troilo, tenía algo para decir. Por eso atrajo atención de las clases medias, cultas, a caballo de su impulso renovador y modernista.
Sus composiciones combinan elementos del jazz, el tango y la música clásica, de Thelonious Monk y Miles Davis a Bartók y Stravinsky, pasando por Troilo y De Caro. Así parió una rara síntesis entre composiciones académicas y pura improvisación, lo cual confiere a su música una clara individualidad y atractivo. El notable jazzero cubano Paquito D’Rivera describió la música de Piazzolla como un “vehículo para fusionar la música latina con el jazz” y la equiparó con el bebop de Dizzie Gillespie y Charlie Parker. Aunque el bebop estaba firmemente anclado en estilos anteriores del jazz, fue claramente revolucionario. Por su parte, el “nuevo tango” de Piazzolla concordaba con esa nueva Buenos Aires, en cuyo seno se agitaban cuestiones diferentes y distintas sonoridades contemporáneas.
Lo que queda es esa música apasionada, dramática, transgresora. Se suceden los adjetivos para expresar la grandeza de su obra y en ese caso, se recomienda escucharla y sumergirse en la experiencia sensorial de percepción. Por encima de todo, aquí se habla de un músico que alumbró nuevas tonalidades, colores y novedosos ritmos así como armonías disonantes para darle más matices al tango. Su legado: una música universal a la que más bien le cabe el calificativo de “urbana”. Enseguida agréguese “porteña” y tendremos una aproximada definición de eso que hacía Piazzolla. La mejor música universal-urbana-porteña de todos los tiempos.
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