Tuve una ilusión, antes de comenzar la película: que hubiera un gran baúl familiar con todos los archivos existentes sobre Astor Piazzolla.
Al pasar los días confirmé que eso era una quimera. No existía tal baúl, aunque sí había una caja con centenares de fotos familiares desde principio de siglo XX. En esas fotos, muchas de las cuales no quedaron en el montaje del documental, descubrí al padre de Astor en 1920, Nonino, rodeado por decenas de personas que lo vitoreaban, liderando una carrera de motos. La afición por las motos —y la velocidad, símbolo de aventura— estaba impregnada en cada detalle. También en el texto “Alma of Bohemia”, inscripción que habían pintado a mano alzada Nonina y Nonino en una de las carpas que usaban para sus famosos picnics a las afueras de Nueva York. Ese graffiti hablaba del espíritu que los envolvía por esos años ’20.
O quizás esa inscripción podría haber sido realizada por el tío de Astor, hermano de su mamá. Seguramente ese tío —como muchos tíos— fue una figura importante para Astor: físicamente eran de veras parecidos. Nada de eso quedó en la película, porque la vida de Astor pareciera desplegarse sin cesar hacia todos los lados, inabarcable. Por eso yo quería hacer una película que fuera Piazzolla por Piazzolla, sin entrevistas a terceros, focalizada en un punto de vista en particular; para eso debíamos realizar un trabajo de detective, rastrear archivistas, coleccionistas abrazados a sus joyas, fragmentos de fílmicos olvidados en sótanos, y restaurarlos. Eso hicimos.
Por suerte con el correr de los meses también encontramos en la casa de Daniel Piazzolla, hijo de Astor, unas cintas de audio de los años ’50, donde Astor y la familia registraban de todo: concursos de silbidos, ensayos, emisiones de programas de radio, clases de pintura de Vicente Forte a Dedé Wolf, la esposa de Astor; peleas telefónicas con periodistas que atacaban a Piazzolla por componer tangos híbridos.
También aparecieron unos rollos fílmicos de una belleza impactante, de las décadas del ’50 y ’60. Filmados por Astor y su esposa muestran también lo cotidiano, los viajes, aquello que les llamaba la atención: eran la mirada de ellos.
Los casetes que encontramos al final de la búsqueda no tenían destino de ser públicos: eran charlas con su hija Diana para un libro que sería la primera biografía de Astor, y también un modo de reencontrarse, ya que Diana vivía exiliada en México y estaba distanciada de su papá.
Ahí me di cuenta de que esta película, además de retratar a un genio de la música, también contaría el fuego vincular entre padres e hijos. No solo Nonino y Astor: también Diana buscando a su papá y, por supuesto, Daniel Piazzolla y su padre. Y el amor entre todos ellos; esa palabra que a veces suena tan cursi, hasta el momento en que uno escucha la voz de Dedé Wolf.
Hay un fragmento que prefiero en la película, donde Dedé aparece cantando en el living de la casa con Astor al piano y Borges de oyente. Me cuesta entender que esa voz tan hermosa jamás grabó un disco. También en esa habitación estaba el pequeño Daniel, quien tenía la tarea de llevar a Borges del brazo hasta la parada del colectivo.
“Un día, en un asado, mi papá quemó sus partituras, y me dijo: ‘No importa lo que hiciste ayer, importa lo que hagas mañana’”: en ese gesto sintetizó Daniel Piazzolla el recuerdo de Astor. Daniel es un testigo privilegiado. A él no se lo contaron, él estuvo ahí. No solo fue integrante del octeto sino que es el último vivo de aquel grupo familiar de infancia.
Los llamaban “Las 3 D”: Dedé Wolf, Diana Piazzolla, Daniel Piazzolla. Y —claro— Astor. Salían en las revistas, se sentían en la intimidad como una familia perfecta. Luego de terminar la película encontré una foto de Dedé Wolf que posiblemente fue parte de una nota en la que hablaba de su separación. Al dorso de la foto ella escribió “Todavía no entiendo que nos pasó”.
Entre toma y toma, Daniel me confesó: “Escuché muchas veces la voz de mi papá en entrevistas, no tengo ningún problema con eso —fue un gran padre—, pero escuchar la voz de mi hermana Diana me emociona mucho”. Ese sentimiento fraternal se percibe en la película cuando las cintas giran y se detienen.
Asomarse a la intimidad de una familia no fue una ambición voyeurista en este caso: ayuda a dimensionar la unión de vientos entre la creatividad y ellos.
“Mi papá estaba adelantado, cuando me mandó el casete con su nueva composición desde Italia, casi me desmayo. Parecía Quincy Jones pero con música de mi papá”, recordó Daniel el momento en que escuchó el boceto de Libertango.
En general las personas que se declaran vanguardistas no son vanguardistas. Piazzolla era la excepción: sabía que su fuego era único.
Pocos artistas son capaces de crear un alfabeto propio. Basta con escuchar seis notas para entender que ese sonido es Piazzolla. Seguro ahora rápidamente vienen a la memoria sus melodías más famosas, como Adiós Nonino, pero su universo es profundo, a veces desconocido, como sus casi 40 bandas de sonido para películas. La mayoría de las personas conocen su música de forma desordenada; algunos no saben que Adiós Nonino estaba compuesto casi en su totalidad muchos años antes, en un tango llamado Nonino, dedicado a su papá. El adagio triste fue la parte que compuso luego de recibir la noticia de su muerte. En muchas de esas obras aparece un sello distintivo, que también se percibe en su orquesta del ’46, en la composición Lo que vendrá (antes de asistir al seminario con Nadia Boulanger) o en Tango del Diablo (una de sus obras que prefiero). Pero todas estas digresiones son misceláneas.
El centenario es un buen momento para animarse a redescubrir a Piazzolla, una oportunidad para desarmar el cliché que todos tenemos sobre él y sus composiciones. Recuerdo que en una de las proyecciones en Buenos Aires había una fila entera de amigos cincuentones que habían llevado a sus sobrinos como en un pase de manos, para que conocieran a Piazzolla. Al terminar escuché a un adolescente deslumbrado con el octeto: “¡Tío, esto no es tango!”.
En esa frase entusiasta otra vez aparecía, inocente, una necesidad de dar nombre, de etiquetar, de comparar; algo natural a fin de cuentas.
Yo también comencé la película con ideas preestablecidas, me preguntaba si todos esos mitos en la vida de Astor serían tan precisos como él los contaba, dignos de una película de Elia Kazan. Al desarrollar el documental encontré pruebas de todo: fotos del pequeño Astor viajando con los guitarristas de Gardel en un barco en Long Island; otra de Astor y Jack LaMotta; el dibujo que Diego Rivera le dedicó retratando al pequeño bandoneonista mientras trabajaba para Rockefeller en el famoso mural.
Antes de hacer el documental también pensaba que ese sonido mágico de su bandoneón era la música de Buenos Aires, de Mar del Plata, de Montevideo; sin embargo, entendí que esa música también era Nueva York, la ciudad de su adorada infancia.
Además estaba seguro de que ninguna imagen sería capaz de retratar el misterio musical de su bandoneón, o su espíritu, porque en general hay cosas que no se deben ilustrar porque en el acto de ilustrarlas se desvanecen. Pero apareció la excepción a la regla: Saul Leiter, un fotógrafo neoyorkino que en los años ’50 captó lo intangible con su ojo. Había algo que, para mí, unía esos dos mundos.
Viajé a Nueva York para que los herederos me autorizaran el uso de sus imágenes; increíblemente la dirección de su casa la ubicaba en la misma manzana en donde Astor vivió. Saul Leiter y Astor nunca se conocieron, pero por enésima vez el destino daba pruebas de su existencia en la fantástica vida de Piazzolla.
*“Piazzolla, los años del tiburón”, de Daniel Rosenfeld, se puede ver en América Latina en HBO o su plataforma HBOgo, que otorga una semana gratuita para probarla.
MÁS SOBRE ESTE TEMA: