Tal vez estamos ya en condiciones de leer a estos escritores sumergidos por la gran ola –y, en ese sentido, la gran estafa– del boom: Ribeyro, Fuenmayor, Juan Emar, Piñera, Garmendia. Este tiene, notoriamente, la desventaja de estar casi en la línea de flotación de las Eminencias. Vale decir, comparte por incomprensión de una nombradía prestada. El distanciamiento entre los narradores asociados del boom es que la familiaridad –Julio, Gabo, Pepe– disocia a veces a los integrantes del grupo (nunca José o Pepe por Donoso, nunca Carlos por Fuentes, nunca Mario ni Marito, ni siquiera Varguitas, por Vargas Llosa, nunca Juan Carlos por Onetti quien, sin embargo, tuvo una distancia equilibrada en relación con la travellin’ band inextricable).
Los sumergidos, por su parte, merecen compartir una cualidad presocrática. Bien pueden ser Macedonio, Felisberto, Virgilio… En esa seleccionada franja, Garmendia podría perfectamente ser –gracias a Difuntos, extraños y volátiles– Salvador.
Leer Difuntos, extraños y volátiles demuestra lo contrario: un don del relato cercano a Gógol o a Poe, en el sentido en que estos están orientados respecto de los precursores: Pushkin, Tolstoi, Dostoievski; Hawthorne, Melville, Whitman.
Un deslizamiento hacia lo confesional, lo indiscreto, casi lo irrelevante no es más que una estrategia para pasar inadvertido, como se puede encontrar en Ribeyro, en Felisberto o en Virgilio Piñera. Tras ese movimiento en apariencia involuntario, Garmendia no oculta sus uñas de guitarrero, emprendedor, capaz de solucionar una novela en una balada. Lo gogoliano en esta aventura es menos ambiciosa que descriptible, y consiste en una especie de capacidad única para mostrarse cómodo en ambientaciones nunca antes habitadas. O incómodo, en la medida en que la narrativa –o la literatura en general– se adapta a los escrúpulos tallados en el interior de su a veces inaccesible materia.
Garmendia reconoce como nadie “la estofa de la que están hechos los sueños” o su indiscernible simulador, la epidermis del insondable delirio. Difuntos, extraños y volátiles se encarga de demostrarlo como si cada narración fuera un ejemplo.
Se trata también de una escala, de una gradación, a la que solo una escritura muy refinada puede darle el relieve y el envión necesarios. De modo que “los héroes” de Garmendia tienen la conciencia agujereada por lagunas y olvidos. La percepción misma tiene blancos, transformaciones y obsesivas microscopías: ‘los pequeños seres’ de su novela más famosa no son solo los mediocres y anónimos habitantes de la ciudad sino también los amenazantes engendros de esta perspectiva al revés, como dice César Aira.
Hay algo que conviene destacar en esta colección de relatos breves, y es que Salvador Garmendia, un novelista de “especificación sólida”, como le gustaría a Henry James, y que conserva en cada una de sus novelas una estructura casi ósea, adquiere, cuando cambia de género literario –de novela a cuento, por ejemplo, y lo hace a menudo– una radical y vertiginosa singularidad. Con radical y vertiginosa intento decir apenas que cambia por completo: parece dejar de ser el escritor que es y convertirse en otro (u otros) sin cambiar de identidad ni de ejes expiatorios de sus expiaciones. La piel, la carne, las estaturas, los tamaños, el deseo o el padecimiento del vuelo, el deseo o el sacrificio de volar. Toda una serie de delgados o afincados vínculos podrían establecerse mientras la narración avanza, retrocede o se estanca. Toda una serie de vínculos sensibles e intrincados, como si una inervación particular permitiera desplegar o desarrollar minúsculos detalles que comienzan en el relato “Difuntos, extraños y volátiles” y encontrara destrezas, nunca tomadas como tales, que explora y explota “Ensayo de vuelo”. Cierta fantasmidad va encontrando lo indistinto y lo disímil, va ensayando en, por decirlo de algún modo, “formas de ser” la adecuación o inadecuación a la escena, el esfuerzo que requiere el cambio de materia y de circunstancia.
El mundo, mejor dicho, los pequeños mundos que giran en Difuntos, extraños y volátiles es, en escala, tan integral y sólido como el (o los) de las novelas. El contraste que establecen puede apreciarse como esta adjetivación que subvierte su no del todo diáfana secuencia y la convierte, como a los Reyes Magos, en sustantiva: Difuntos, Extraños y Volátiles, sin que consigamos en mayúsculas, como en alemán, diferenciarlas. El gesto y la contorsión del relato es pura concentración y fijeza, aunque nada parezca detener el movimiento. La velocidad, y al mismo tiempo la morosidad descriptiva, de “¡Tran!” no se diferencia de la bonhomía de paseante con que se narra “La diablesa de armiño”, especie de Venus de las pieles retratada sin un dejo decadente, con una dosis de latinoamericano y parpadeante verismo. Y ese simiricuiri de “Difuntos, extraños y volátiles” que en su momento me costó saber qué era (hasta que una joven venezolana satisfizo mi pedido; hoy, para estas cosas, basta wiki, pero escamotear la espera no mejora los resultados de una pesquisa).
En efecto, todos los gestos de estilo de Garmendia lo alejan de un manipulador retórico. Nos permiten ver ese mundo en minúscula que él ve con inusual pericia narrativa, pero sin confianza en los efectos. Como ocurre con los grandes torturados de la literatura, Gógol y Kafka, para nombrar solo dos, ese mundo en dos dimensiones que los cuentos transmiten se abre, como dice Aira, a infinitas perspectivas microscópicas.
La matriz de la mayoría de los cuentos que Garmendia escribió, que fueron muchos, está presente ya en Difuntos, extraños y volátiles. Son tan distintos de los que solía ofrecernos la buena literatura del boom –la mejor literatura del boom–, que bien valen la misa inoportuna que celebramos los herejes en las estribaciones de situación tan situada en el panorama de la narrativa hispanoamericana. Los diversos extrañamientos de los que “la exitosa” ayuda a apropiarnos, desde los alumnos de una generación castrada a los ángeles caídos en costas caribeñas, desde los dictadores exiliados con buenos recursos en países ajenos a la extradición hasta las sórdidas habitaciones en las que puede dársele la bienvenida a Bob, poco tienen que ver con estos personajes obsedidos por trampas y triunfos de una sociedad que parece capacitarlos solo para ser freaks. Con astucia subrepticia, a menudo imperceptible para su bien, incursionó en universos cerrados que no parecían aptos para la narrativa en el momento en que los incorporaba. El rumbo de precursor, no obstante, le resultaba indiferente. Es ese sentido de lo trash el que anticipa todo en Garmendia, con un ápice de serena violencia imaginativa e intelectual. Aunque la resistencia parezca en algún caso el recurso doméstico de una especie de surrealismo sobreviviente –como podrían parecer los conejitos de “Carta a una señorita en París”, de Cortázar–, Garmendia se confina a la voz, a la garganta, al órgano excretor de cualquier región de extrañeza, y no parece responsable de defender a las personas del verbo, ni a sujetos ni a predicados de una gramática excelsa y excluyente. El verbo de Garmendia transmuta y diverge, distorsiona y transmigra. De ahí que no haya personajes sino adjetivos evanescentes y en fuga, en busca de una mortalidad ya sin cuerpo, menos barroca que sinóptica.
La otra gran apertura de este libro particularmente irrazonable y adverso, pleno de singularidad, es su abandono. Su abandono de rumbo y de perspectiva, como si lo aguardara desde la gestación esa captura de posteridad que reclama la permanente lectura.
Después de Difuntos, extraños y volátiles, a Garmendia le quedó el hábito o la costumbre del cuento, tal vez porque encontró el íntimo don que lo favorecía escribiéndolos, tal vez porque la costumbre es la más fuerte de las voluntades ingobernables. El brujo hípico y otros relatos, enmiendas y atropellos, El único lugar posible, Hace mal tiempo afuera, La casa del tiempo, El capitán Kid, Cuentos cómicos y La vida buena componen el resto de su obra cuentística.
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