Adelanto de la biografía del periodista José Claudio Escribano

A los 24 años se convirtió en jefe de la sección Política y todavía sus columnas de Opinión son consideradas de las más influyentes del país. Con sesenta años trabajando para el diario argentino, su nombre es símbolo de periodismo. Infobae adelanta un fragmento del libro de Hugo Caligaris y Encarnación Ezcurra que cuenta su vida y su trabajo

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Portada de "Escribano: 60 años
Portada de "Escribano: 60 años de periodismo y poder en La Nación" (Ed. Planeta)

Noviembre de 1993. La Argentina pasa por uno de esos raros períodos de estabilidad. Un peso vale un dólar, la inflación es bajísima y se instala la utopía de que por fin vivimos en un país normal. Cuando parece que no pasa nada, Escribano recibe una llamada urgente de Raúl Alfonsín, el ex presidente que cuatro años antes, en un período convulsionado y apocalíptico de la política nacional —es decir, normal—, había dejado el gobierno en manos de sus opositores. «Alfonsín me invitó a almorzar en el restaurante Happening de Puerto Madero —cuenta Escribano—. Quería decirme que había que ir al Pacto de Olivos». Por este acuerdo, el presidente Carlos Menem estaría habilitado para presentarse en las siguientes elecciones y ser reelegido mediante una reforma constitucional. Como contrapartida, el líder radical o tendría concesiones que le parecían muy atractivas: un tercer senador nacional por la minoría, la creación del cargo de jefe de Gabinete para dar paso a un sistema menos presidencialista y la eliminación del requisito confesional para los aspirantes a encabezar el Ejecutivo. Además, podría conformar el Consejo de la Magistratura y asegurarse, como gran conquista para un partido que se sentía muy fuerte en la capital, que el intendente no fuera designado a dedo, sino que la ciudad de Buenos Aires tuviera un gobierno autónomo, como cualquier otra jurisdicción del país.

Entre mollejas y bifes de chorizo, Alfonsín le explicó el pacto a Escribano. «Esto se va a hacer de cualquier manera. Menem va a agotar los medios para ser reelegido en 1995, por las buenas o por las malas. Bueno: que se haga con nosotros adentro, para que sirvamos de reaseguro», le dijo. Agregó que «con Menem se puede acordar» y que había intermediarios confiables. Escribano reflexiona: «Era evidente que uno de ellos era Carlos Corach. Estos reacomodamientos los podía hacer Alfonsín con una gran facilidad».

La noticia de un acuerdo entre los principales referentes opositores no sorprendió demasiado a Escribano.

—Esto de actuar desde adentro es una fórmula que en la política argentina la he visto aplicada muchas veces y por muy diversos protagonistas —dice—. Por ejemplo, gente de la Cancillería argentina, después del 24 d marzo del 76, me anticipó que el gobierno militar de modo alguno iba a romper con el Grupo de los 77 o No Alineados. Habían muerto el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser y el primer ministro indio Jawaharlal Nehru, pero todavía estaba vivo el mariscal Tito. Los No Alineados eran ese colchón que se quería establecer entre el hemisferio comunista y lo que llamamos Occidente. Los de Cancillería me dijeron: «Nosotros hemos hecho saber a los amigos de Occidente que nos vamos a quedar entre los No Alineados para poder trabar las decisiones más inconvenientes para el mundo del que realmente somos parte». La misma fórmula. Era lo mismo que quería hacer Alfonsín con Menem.

La posibilidad de que Menem fuera reelegido en 1995 venía a aguarle la fiesta al vicepresidente Eduardo Duhalde, que se sentía el príncipe heredero en aquel ciclo de aparente bonanza. Duhalde no olvidó fácilmente que había sido el pato de la boda del pacto. Solo en mayo de 2019, casi tres décadas después, se dejó retratar en una foto sonriendo al lado de su verdugo riojano.

—Alfonsín era travieso —dice Escribano—. Es muy interesante la forma en que, en sus encuentros conmigo, cambió la perspectiva respecto de los dos personajes más importantes de esa época dentro del peronismo: Carlos Menem y Eduardo Duhalde. En la segunda parte de los 80 y la primera de los 90, él me decía muy categóricamente: hay que desconfiar y estar prevenido sobre la autenticidad de las convicciones republicanas de Menem.

Después me anunció que tenía dispuesto ir al Pacto de Olivos.

El que pasaba a ser el malo de la película era Duhalde, y el de las convicciones republicanas era Menem.

Pacto de Olivos (Foto: NA
Pacto de Olivos (Foto: NA archivo/Presidencia)

—Más adelante, Alfonsí y Duhalde se hicieron amigos.

—Debo decir que en 2001, en las postrimerías del gobierno de Fernando de la Rúa, yo lo visitaba con alguna regularidad a Alfonsín en su departamento de la avenida Santa Fe y él me decía: «Yo me encuentro con Duhalde y con él puedo hablar con la franqueza y el intercambio de ideas que no tengo con Fernando». Agarrándose la corbata para copiarle el gesto, Alfonsín me dijo:

«Cuando trato de transmitirle un mensaje, Fernando no me mira a los ojos. Todo lo que hace es jugar con la corbata, enrollándola y desenrollándola. No me habla a mí: le habla a la corbata…». Alfonsín me transmitió dos sentimientos distintos con diferencia de pocos años. «Hay que ir al acuerdo de Olivos, hay que defender ese acuerdo. Duhalde no es una buena opción para el peronismo, y menos para el país». Y después me habló de Duhalde como un reaseguro de la democracia, cuando se estaba cayendo De la Rúa. Me hablaba con más respeto de Duhalde que de Fernando.

»Con Alfonsín mis relaciones han sido siempre cálidas, porque él era un hombre muy, muy cálido. Balbín hubiera dicho: siempre cordializando la cosa. Era un neologismo de Balbín, “cordializando”.

Escribano se siente muy cercano de Alfonsín en lo afectivo, pero no tan próximo en el plano de las ideas. Sintoniza mejor con los radicales más conservadores. Ya la propia denominación del movimiento alfonsinista le parecía inquietante: Renovación y Cambio.

Antes de la elecciones presidenciales de 1989 que le concedió la primera presidencia a Menem, Escribano se encontró con la mejor descripción de sus ideas políticas:

—Un día abrí un número de la revista Esquiú. Había una semblanza mía. Dije: este soy yo. Nunca me vi mejor reflejado. Nunca lo había pensado en términos tan explícitos, pero es evidente que eso estaba en mi interior. Me definían como alguien que soñaba con que el liberalismo pasara por la Unión Cívica Radical, y con esto yo me he identificado siempre, con las luchas del radicalismo que conocí, su lucha por las libertades públicas, por las garantías individuales. Eran años en que todavía no se hablaba de derechos humanos. Se hablaba de expresiones muy presentes en la Constitución nacional de 1853, con su reforma del 60. Libertades públicas y garantías individuales, y que las libertades se dieran en todos los órdenes, también en el campo económico. Cuando yo releo el programa radical de 1948 en el capítulo concerniente a las cuestiones agropecuarias, tiene una línea que dice: reforma agraria, inmediata y profunda. Yo no me siento identificado, nunca me sentí identificado con una política de esa naturaleza. Pero es muy interesante tenerlo presente, porque vemos que a Perón el radicalismo lo corría por izquierda, no lo corría por derecha. Otros, pero muy, muy minoritarios, eran los que lo corrían por la derecha.

La crónica de Esquiú decía textualmente:

La Nación recibe un importante apoyo publicitario estatal, aunque figuras calificadas de la empresa aseguran que ello no condiciona el producto periodístico. En realidad, su secretario general de Redacción, Claudio Escribano, es un hombre que a lo largo de los años ha representado invariablemente la tendencia a polarizar a la burguesía laica en torno a las posiciones políticas del radicalismo. Un enorme número de lectores de La Nación no son radicales. El proyecto Escribano —funcional a los intereses permanentes de la empresa— comporta una operación doble: persuadir a ese público, liberal o independiente, de que en la UCR encontrará su único cauce político realista, por una parte, y, por otra, incidir sobre el mismo partido oficial para vaciarlo de sus eventuales residuos populistas. Esta operación se encuentra hoy a punto de culminar a través del apoyo indisimulado a la candidatura de Eduardo Angeloz, el primer aspirante a la presidencia al que La Nación favorece claramente en varias décadas.

Carlos Menem y Raúl Alfonsín
Carlos Menem y Raúl Alfonsín (Foto: NA archivo/Presidencia)

El cordobés Angeloz, un candidato con el perfil perfecto para canalizar este plan, entró a partir de su derrota en un cono de sombras. Su muerte, el 23 de diciembre de 2017, fue consignada en segundo plano por los grandes medios de prensa, La Nación incluida.

En 1994, mientras estaban en marcha los preparativos de la Convención Constituyente que permitiría la reelección de Menem, Alfonsín se presentó en el despacho de Escribano, para pedirle un favor:

—Cuando estalló el tema de Fabricaciones Militares, con la venta de piezas de artillería que habían salido para Croacia, Alfonsín vino especialmente a verme al diario, preocupado por la temperatura que iba tomando el tema en el plano judicial. Vino para decirme: en algún lugar hay que cortar, esto no debe llegar al presidente de la Nación. Esto me lo dijo Raúl Alfonsín a mí. Era una convicción y una preocupación. Era verdaderamente más, era una gestión. «Sean cuidadosos sobre cómo plantean periodísticamente este tema, porque si esto toca al Presidente podemos romperlo todo»… Se refería al Pacto.

Desde 1992 se sospechaba que la Argentina les estaba vendiendo armas a los croatas y a los bosnios pese al embargo dispuesto por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Se suponía que era una consecuencia ilegal de la estrategia geopolítica de Menem de alinearse de modo incondicional con los Estados Unidos. Estos apoyaban a Croacia en una guerra yugoslava en la que los rusos se habían puesto del lado de los serbios. Las ventas clandestinas de armas fueron dispuestas por el Ministerio de Defensa, que conducía Oscar Camilión, y se extendieron aún más en 1995, cuando, al estallar la guerra entre Perú y Ecuador, nuestro país comenzó a proveer de armamentos también a los ecuatorianos. Ese año, una explosión en la fábrica de armas de Río Tercero, Córdoba, fue interpretada como un intento de ocultar pruebas.

—¿Alfonsín le pidió que bajara los decibeles cuando fue la explosión de Río Tercero?

—No, no fue por lo del polvorín. Eso pasó el 3 de noviembre de 1995, después de la Convención del 94. En verdad, Alfonsín me vino a ver dos veces. La primera fue solo por el tema de la venta de las armas a Croacia. Por Ecuador también, pero la primera conversación fue sobre Croacia. Lo de Ecuador, que estaba en guerra con Perú, fue una barbaridad desde todo punto de vista, porque fue infligirle una puñalada trapera al país que ha sido nuestro aliado en cuanta votación internacional hubo sobre la soberanía en las Malvinas. Perú es el país que libertó San Martín, es el país por el cual Roque Sáenz Peña fue a dar batalla voluntariamente en la Guerra del Pacífico.

—¿Qué le pidió Alfonsín, concretamente?

—Alfonsín me dijo: se debe cortar en la cabeza más alta antes de tocar al presidente de la Nación. No es posible que esto afecte al presidente de la Nación. Vino especialmente para decírmelo. Yo lo escuché y nada más.

—¿Cómo reaccionó usted?

—Lo escuché y me pregunté: ¿qué me está diciendo Alfonsín, qué razones tiene para ocuparse de Menem como se está ocupando?

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