Le beso la frente al pequeño Polichinela, te amo, y lo guardo en mi enorme valija viajera. En el después exacto la cierro y la estribo en el carruaje de mi bicicleta, exagerando el esfuerzo como una figura más de mi circo personal. Mi valija tiene agujeros para que los títeres respiren, y mi carruaje ventana. Ya había guardado a los personajes no-secundarios (la Novia Rosa, el Perro Federico, el Ladrón Franco, la Muerte Fascista) y sus piezas; los cartones del gran retablo; las bambalinas de seda roja; la trompeta pocket; las arpilleras blancas y verdes dobladas a lo lento; y mi forma de ser Polichinela, también. Ya sin máscara negra, con mi olfato tradicional más un recuerdo de cuero, aprecio que el público —personas de distintos tamaños en general— ya no existe. Hago mis ejercicios de taichi. Se van y llegan mariachis, corre el bálsamo de la comida callejera.
La Plaza Giuseppe Peppino Garibaldi empieza a descansar del sol mexicano y de nuestra ópera titiritera. Frente a mí, a un puñado de metros, sentado sobre un cajón frutero, con el torso relajado y jugueteando con unas estampitas luminosas, advierto a un hombre que no había visto antes. Definitivamente, no lo había visto antes: nunca. Sonríe, o no sonríe, pero está en silencio y me mira a mí, sin dudas, a mí. Tiene un rostro bellísimo, más bello que el de cualquier animal. Sus dos senos frontales exageran. No parece querer hablar, ni decir, ni callar: quiere estar en silencio. Lo inquietante es que me mira: una belleza.
Al incorporarse saca un periódico del bolsillo trasero del pantalón-desarrapo, y me dice que murió Frida Kahlo, que su último óleo fue El marxismo dará salud a los enfermos, una verdadera pena. Me maravilló el espectáculo, dice. Me apenó (mucho) el recuerdo y me alegró (más). Me apeno y me alegro, digo. Por todo dentro resistí una risotada, ¿de dónde lo habrá sacado? El periódico que lee es del 13 de julio y no advirtió que hoy es 28 de septiembre y el titular es Mao Zedong, la República Popular de China. Bien: en lo marxista y en el 1954, acierta.
Quise profundizar mi curiosidad —creo que me emula en edad— aunque para agrandar la sorpresa comienza a declamar, enfático, de memoria:
Oración Para Todos Los Días Al Jesús Crucificado de Esquipulas: Jesús Crucificado de Esquipulas. Divina Imagen milagrosa, que tres veces has sudado copiosamente, dando salud a todos los enfermos que te invocan, socorriendo a todos los necesitados que te aclaman. ¡Oh, cómo, mi buen Jesús, al paso que se multiplican mis pecados, amontonas para mi tantos favores!; te ruego, Sagrada Imagen, imán de los corazones, por tu Santísimo Sudor te compadezcas de mi alma abriéndome los ojos para el conocimiento de la gravedad del pecado. Santísima Imagen negra, te suplico me concedas el favor que te pido en esta Novena, a mayor gloria de tu Santísimo Nombre.
–AMÉN –fue lo único que me salió decir, impuesto de arrebato–.
Nos sonreímos apenas y me tiende una estampita del Señor de Esquipulas. Hace luces de colores en su reverso, donde encuentro la oración que escuché de su poética voz ¿argentina?
–No tengo más para agradecerle la función. Escribo un anecdotario con sus milagros. Cada vez son más –esta vez sí reímos–.
Me cuenta que dentro del cajón frutero lleva juguetes de plástico para ganarse el garbanzo, un diario de viajes y un libro de Jack London. Se vuelve a sentar en el cajón cruzando una pierna, esta pierna apunta al océano Atlántico y casi escrutando el suelo enciende un cigarro que fuma con diplomacia. Yo me siento contra el carruaje de mi bicicleta, sin intenciones de partir, y enciendo un cigarro que me besa.
–¿Refugiado político? –pregunto–.
–Eso y ambición de horizontes –ratifica que sí con la cabeza y denuncia una sonrisa prolongada como la palabra etcétera–. Vengo de Guatemala con lo puesto, me la rebusco para conseguir algo de guita. Me prometieron una Zeiss para fotografiar mocosos en los parques.
–Está difícil, hermano. ¿Qué lee allí?
–Ah, vea. Antes de su función leí este cuento, “Tu build e faier” de Jack London. Sucede en las zonas heladas de Alaska. El protagonista, apoyado en un tronco de árbol, al saberse condenado a muerte por congelación, se dispone a acabar con dignidad su vida.
–¿En su lugar que haría? –presiono–.
–Sospecho que lo mismo –redobla y ríe–. Soy doctor y lector, ¿sabe? Veo en esa bala una decisión inteligente, pasional y audaz.
–El doctor, vendedor de estampitas y juguetes, fotógrafo –hago un ademán de presentación teatral–...
–Guevara. Ernesto Guevara –recuerda–. Mucho gusto. Y usted es el titiritero –imita el ademán–...
–Taibo. León Francisco Ignacio Taibo. El gustazo es mío. Déjeme ver esos juguetes que usted vende.
–¿Feos, verdad? El plástico afea todo, Taibo –me dice Guevara mientras extiende uno–.
–Feísimos, cabrón. Pero me recuerdan al avión de madera que me regaló mi padre en Getafe, antes de partir en el Mexique.
–¿El Mexique? –Ernesto se sobresalta sin levantarse–.
–Pfff, larga historia, amigo. Soy un Niño de Morelia. Un titiritero huérfano de la guerra civil española.
–Lo escucho, lo escucho –Guevara abre los ojos como proyectores 35mm y me invade la verborragia–.
Precipitado, abro el carruaje de la bicicleta, abro la valija y me calzo a Polichinela y a mi máscara narigona. Respiro fuerte con mis turbinas, inflando la panza al borde de rozarle la cara y abracadabra, exhalo y despeino, narra Polichinela:
–Érase una guerr... –me interrumpe y me arranca del estro–.
–TAIBO, TAIBO –repite Guevara mientras extiende los brazos a lo ancho, agachando la expresión: me parece ver al Cristo negro afeitado–. ¡Disculpe, Taibo! Recordé que me espera el Patojo, un amigo. Es importantísimo.
–Pero... –me interrumpe de nuevo–.
–Espere, Taibo –anota con un lápiz que tomó de cualquier bolsillo una dirección dentro de Jack London, alcanzo a leer Calle Bolívar, arranca la hoja y me la obsequia–. Escríbame pronto, no sé cuánto voy a estar aquí. Recuerde que busco trabajo. Nos vemos en París, camarada.
Corre, cajón al hombro. Tose como una bestia. Inhala de una L. Lo saludo con Polichinela y le grito qué día es hoy. En el después exacto, ahorita, me cago en Dios: decido quedarme enmascarado en la Plaza a tomar santos tequilas y a comer la cantidad de tacos que hagan falta para ensuciar mi camisola blanca. Con lo que sobre en el gorro compraré un trapo rojo para gritar que viva la revolución, que carajo. Voy a descifrar por quién cantan los mariachis. Yo tambaleo, mis títeres no: de la guerra vengo, al retablo voy.
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