A pesar de haber llevado al papel un libro de cuentos y cuatro novelas, no me resultó fácil emprender la narración de El recurso de la noche. Sostengo que a medida de que se escribe surge un compromiso mayor con el lector: es el hecho de pensar un destinatario que toma un libro para hojearlo y después paulatinamente se va sometiendo a lo que le contás. Pascal Quignard, a quien sigo bastante, advierte que el autor sodomiza y quien lee, se entrega.
Para que esta conjunción sea perfecta cada palabra debe estar meditada para que la trama subyugue. Cuando digo meditada, estoy diciendo que el vocabulario debe ser estrictamente el necesario. El inicio de El recurso de la noche me remontó a mis novelas anteriores. Creo que hay una sintaxis propia, una manera de encadenar una oración que ya se me convirtió en piel y no me abandona. Prefiero las frases cortas desprovistas de ornamentos pero que pegan en la lectura. Siempre pienso que los golpes de vista en los renglones deben ser precisos. Debo convocar a que continúen con la historia. Es mi compromiso. Me comporto como los directores con el montaje: ese recorte justo de la cámara que permite entrever y, por eso, apasiona. Lo que no se dice pesa mucho más que lo explícito.
Me propuse novelizar el proceso mismo de escritura. Conté la vida de Aníbal Silvano como una épica del hombre común, quien reconoce como única batalla la de prepararse el café del desayuno. La vida está llena de nimiedades para que los acontecimientos terribles no nos angustien demasiado. Quizá la atención en la escritura o vida de Silvano precisamente se encuentra en el hecho de que él transite como el hombre al que los días no lo apasionen con fuerza. Quien lee mi novela sentirá el sacudimiento, esa pulsión la llamaría Sigmund Freud, del que se priva Aníbal Silvano. Ese es mi estrategia y mi objetivo: incomodar no solo con el horror, sino también con la falta de voluntad.
Hubo en la literatura muchos héroes y seres desafortunados. Dar nombres es crear un catálogo inútil que casi siempre deja afuera a alguien. Pese a todo, Aníbal Silvano libra el peor combate con él mismo: su propia epopeya y también pesadilla. Su campo de batalla es su computadora, cada hoja que vuelca en Time New Roman 12 y la sospecha de que su vida sin aristas le sirve a otro que él desconoce, una sombra que lo persigue y le “roba” su relato.
Dejé que el lector de El recurso de la noche se distrajera como Aníbal Silvano con una colonia de insectos encerrada en una lata. Las luciérnagas siempre me llamaron la atención por el hecho de vida en comunidad y por la facilidad de desplazarse en la noche y, luego, desaparecer en el día.
Nada es arbitrario ni ingenuo en la literatura. Ya Roland Barthes advertía que las secuencias de un texto se encadenaban y se subordinaban unas o otras. Sigo este principio: Aníbal Silvano contempla sus bichitos de luz, cree que los puede manejar como cautivos, porque nadie más que él sabe cuál es su propia celda.
En el momento en el que estoy escribiendo estos renglones trato de sujetar imágenes para que no escapen en manos de otro como el texto de vida de Aníbal o de la misma manera que las lucecitas de la colectividad de bichitos que siguen a los jefes sin cuestionar su destino.
El punto final de El recurso de noche suspende la clausura de la novela. Intenté que el lector continuara la historia, como cuando se va al cine y uno queda aturdido en la butaca mientras desfilan ante sus ojos los créditos de la película porque cree que debe haber algo más.
Esa urgencia terminal forma parte de mi objetivo. Nunca creí demasiado en los puntos finales. Para mí son pausas, grandes hiatos, en los que la conmoción del lector busca un alivio. Se le conoce más técnicamente como “pacto de lectura”.
Una búsqueda más.
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