Un poeta es un animal de fuego. La primera vez que John Keats tosió sangre, el 3 de febrero de 1820, le escribió en una carta a su amigo, también poeta, Charles Armitage Brown: “¡Conozco el color de esa sangre! Es sangre arterial. No puedo engañarme con ese color. Esa gota de sangre es mi sentencia de muerte. Debo morir”. Tenía 24 años, dos hemorragias pulmonares y una tuberculosis avanzada. Los médicos le aconsejaron que se vaya a un lugar donde el clima sea más cálido que en Londres. Entonces partió hacia Italia con Joseph Severn. Luego de un eterno viaje en barco bajo un cielo temiblemente tormentoso, hicieron una cuarentena de diez días debido a un presunto brote de cólera en Gran Bretaña. El 14 de noviembre Keats pisa las costa romana y trata de acomodarse pero los dolores no cesan. En una carta a Brown, le dice: “Tengo la sensación habitual de que mi vida real ha pasado y de que llevo una existencia póstuma”. Su instintivo pronóstico era acertado: murió el 23 de febrero de 1821. “Se hundió gradualmente en la muerte, tan silencioso, que todavía creía que dormía”, escribió Severn.
Del otro lado del Atlántico y con un siglo y medio de distancia, en la ciudad de Chivilcoy, Julio Cortázar se encuentra con su obra. Algo de su juventud, de su irrefrenable sensibilidad lo conmueve. Una década después tomará la decisión de hacer algo más que una biografía. Es, como le dijo a Ana María Hernández en una carta de 1973, “una tentativa de vivir a un poeta por medio de la poesía, escribiendo desde su mundo, leyendo sus admirables cartas como si yo hubiera sido el destinatario, y contestándolas”. No llegaría a publicarlo en vida —Cortázar murió en el 84— y sus lectores lo tuvieron en sus manos en 1996: Imagen de John Keats es el título. “Simplemente me divierte ir paseándome por mi memoria, del brazo de John Keats, y favorecer toda clase de encuentros, presentaciones y citas”, dice en sus primeras páginas. Entre diario, ensayo, crítica literaria y biografía, es fácil imaginarse a Cortázar en ese proceso de relectura y escritura, sumido en la fascinación mientras toma un “jugoso mate donde una diminuta selva perfuma para mí”, escribe. Entre todas las definiciones que da del poeta inglés, esta sobresale: “animal puro”.
¿Cuál es la pureza de Keats, de la que tan convencido está Cortázar? En primer lugar, su “grito ansioso” de “sacrificar todo a la pureza de un solo canto perfecto”, porque, escribe el argentino, “la total medida de un poeta es someterse a su poesía, reducirlo todo a ella, serla”. Sin embargo hay que entender la época: las primeras décadas del siglo XIX, el fulgor de la poesía romántica, los años previos a la era victoriana. Keats, al igual que William Blake y Lord Byron en Inglaterra, Walt Whitman en Estados Unidos y Gustavo Adolfo Bécquer en España, es un poeta romántico, sin embargo Cortázar lo aparta categóricamente: “Surgiendo en el centro mismo de la flor romántica, cabeza de tormenta liberadora, la obra de Keats revela de inmediato un rasgo que le aparta y aísla de las voces comunes (...) Keats se muestra tempranamente inclinado a celebrar desinteresadamente la realidad”. A Cortázar le interesa limpiar a Keats de todo “narcisismo confesional, de todos los fetiches del romántico que desconfía de sí mismo”.
Escribe el autor argentino, ahora sí, con más convicción que fascinación, con más lucidez que algarabía: “Sólo los débiles (más bien: los que se sospechan débiles) tienden a afirmar lo autobiográfico, a exaltarse compensatoriamente en el terreno donde su actitud literaria los torna fuertes y sólidos”, y pone un asterisco que al final de la página, como nota al pie, completa de forma breve y a modo de sentencia: “Se es autobiográfico como se es antisemita: por flojera”. A contramano del romanticismo que ahonda en los sentimientos subjetivos para crear, sostiene Cortázar, Keats no busca hallarse a sí mismo sino perderse: “Ya en el reino de las frases simbólicas, cabe decir que intuía oscura pero lúcidamente que sólo perdiéndose se encontraría con más pureza. Pudo decir: Yo soy lo que no soy. Sólo los grandes pueden afirmarlo, por eso la pluralidad de los poetas se aferra angustiosamente a su ámbito personal, se conforma con ser lo que es y decirlo lo más bellamente posible”.
El 31 de octubre de 1795 Frances Jennings, esposa de Thomas Keats, dio a luz a su primer hijo. Luego vendrían tres más, sus hermanos menores. En el verano de 1803 estudió en la escuela de John Clarke en Enfield y ahí conoció la literatura, primero los clásicos, luego la Historia y finalmente los renacentistas: Pierre Ronsard, Goethe y William Shakespeare, por supuesto. A los ocho años, una carta llega a la escuela: su padre estaba muerto. Había ido a visitarlo a él y, en el camino de regreso a su casa, el clima inestable y el suelo pantanoso complicaron cosas tan simples como ir y venir en el mundo: el caballo que resbala y relincha y Thomas Keats que cae hacia la muerte. Dos meses después, su viuda decide casarse para preservar económicamente a sus hijos. Podría haber salido bien, pero no fue así. Frances Jennings se separa de su nuevo esposo y John y sus hermanos terminan en la casa de su abuela materna, en el pueblo de Edmonton. Como una maldición, la muerte vuelve, esta vez a sus catorce: su madre, de tuberculosis. Entonces se buscó un destino: de día trabajaba como aprendiz de médico, de noche duormía en un pequeño altillo.
Quería ser doctor, sí, pero en términos prácticos. Quería el respeto y la seguridad que tienen los doctores. Pero su verdadero anhelo era otro: ser poeta. Cuando empieza la carrera universitaria y lo toman como ayudante de cirugía en el hospital, el tiempo se le escurre entre los dedos. ¿En qué momento escribir? Es una encrucijada: la medicina le daría estabilidad económica a él y a su familia, pero la poesía era la única cosa que le arrebataba momentos felices a la grisácea cotidianeidad. No era simplemente narrar con un lenguaje florido sus emociones, la literatura era (y es) otra cosa: leer con ojo clínico, naufragar entre estilos y géneros y escribir cosas nunca antes escritas. Keats creía en eso, vislumbraba un camino enorme en esa odisea. Por el contrario, la medicina le parecía un espacio cerrado, repetitivo, funcional. En 1816, meses después de recibir la licencia de boticario, le dijo a su tutor: hasta acá llegué, quiero ser poeta. De esa época es un poema titulado “A los mismos” donde concluye con estos versos: “¿No oís el zumbido / de las obras poderosas? / Escuchad un momento, naciones, y enmudezcan”.
Entonces nace el Keats poeta, como una criatura que vive dentro de otra y de pronto se libera. Publican algunos de sus poemas en diferentes revistas y edita sus primeros libros. La crítica no lo tiene en cuenta y la masa lectora mucho menos. No era algo que a Keats le interesara realmente: el prestigio, sabía, pronto llegaría. Mientras tanto, ya libre de la medicina, se dedicó a viajar y, desde luego, escribir. Al volver, publicó Endymion, un largo poema dedicado al poeta inglés Thomas Chatterton que se suicidó a los 17 años en 1770. Es un poema escrito en coplas y basado en el mito griego de Endymion. Unos versos: “Todos los cuentos encantadores que hemos escuchado o leído: / una fuente inagotable de bebida inmortal, que se / derrama sobre nosotros desde el borde del cielo”. El crítico John Wilson Croker lo describió como una “idiotez imperturbable”, y Lord Byron, poeta contemporáneo, se burló al decir que a Keats lo “apagó un artículo”. Era una muestra corporativa de que la poesía debía seguir siendo aristocrática. Keats, como tantos otros poetas, no venía de buena familia ni había ido al Eton College o a la Harrow School.
Para entonces, dice Cortázar, “John ahora sabe: que que ser poeta no es tener identidad, es ser un camaleón; que su mundo es lo imaginado, aprehensión de belleza que es verdad; y que el presente no es tiempo sino ser”. Es que a este poeta inglés no le interesaba “pertenecer”, mucho menos después de ese ataque. Siguió, entonces, como siempre, con “la aptitud pavorosa para quedar mal con todo el mundo de la república literaria. Sólo sus amigos lo comprendieron”. Y en esa búsqueda es que el mundo se le abre: llega el amor. Una chica, Isabella Jones, que conoce en mayo de 1817, mientras estaba de vacaciones en Bo Peep, cerca de Hastings. Para definirla usa las palabras hermosa, talentosa y lectora, y advierte que no pertenece a la clase alta de la sociedad. Es un dulce y sensual “amor de verano”. Como el que tiene con Fanny Brawne en septiembre de 1818, aunque este segundo es más duradero. Se profundiza en abril de 1819 cuando ella y su madre viuda se mudan cerca de su casa. Se miran los ojos, comparten lecturas en la cama, hacen del amor un oasis perfecto.
Pero Keats ya está enfermo y de pronto la sombra de la muerte irrumpe intempestiva. Una carta fechada el 13 de octubre de 1819 dice: “Mi amor me ha vuelto egoísta. No puedo existir sin ti. Me olvido de todo, pero de verte de nuevo mi vida parece detenerse (...) Me sentiría exquisitamente miserable sin la esperanza de verte pronto. Me sorprende saber que los hombres pudieran morir como mártires por la religión. Eso me estremecía pero ya no, porque podría ser martirizado por mi religión, que es el amor. Podría morir por eso. Podría morir por ti“. En unos días cumpliría su último año, 24. Tenía dos hemorragias pulmonares y una tuberculosis avanzada. Entonces los médicos le dicen lo que ya todos sabemos: que se vaya a un lugar donde el clima sea más cálido que en Londres. Morirá en Roma, Italia, en el silencio poético de su propio sueño. Dejará, además de un legado ético en cuanto a la forma de vivir la vida, una obra que cambiará la poesía inglesa para siempre. “Yo no sé de otra poesía más leal, más honrada que la de John”, cierra Julio Cortázar en Imagen de John Keats esta discusión.
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