A la reciente novela El Presente se le podrían aplicar merecidamente ciertas teorías feministas que amanecieron en los años 70 del siglo 20 –con antecedentes insoslayables, claro está, como conceptos y ficciones de la genial Virginia Woolf- que, con la voz cantante de Hélène Cixous, proponían salirse del canon literario tradicional, escribir fuera de la economía masculina (en cuanto a producción y administración de recursos escriturales) típica del discurso patriarcal.
En su ya histórico manifiesto –texto político, poético, de punzante ironía que no ha perdido vigencia- La risa de la medusa (1975), Cixous convocaba, alentaba a las mujeres a permitirse ejercer el poder de escribir, de tomar la propia palabra: “Escribir más allá de la usurpación… ¡que nada te detenga!”. Escribir en tanto mujeres, con todo lo que nos ha constituido a lo largo de la historia; descolonizarse de imágenes y valores patriarcales, ir hacia una escritura “más cerca del cuerpo y del inconciente” (como quedó anotado por Christiane Makward y Madeleine Cottenet en el Dictionnaire Littéraire des Femmes de Langue Française, 1996). Lo interesante de remarcar es que la gran intelectual HC entiende, y nos hace entender, que “ese país de escritura” no sería patrimonio exclusivo femenino: así es que ella ubica a determinados escritores como Shakespeare (“el ser de los mil seres”), Kafka, Heinrich von Kleist, Jean Genet al lado de Marguerite Duras, Colette, Clarice Lispector, Ingeborg Bachmann…
Cixous acuña la expresión “écrire femme” en el citado ensayo fundacional donde hace su radical incitación a tratar de prescindir del discurso masculino hegemónico de oposiciones binarias hombre-mujer (activo/pasivo, cultura/naturaleza, razón/sentimiento), siempre jerarquizando lo masculino sobre lo femenino. Inspiradora de estudios de género y precursora de la teoría queer, HC debió enfrentarse a interpretaciones erradas, reduccionistas de la denominación “escritura femenina”, por cierto a años luz de lo que se suele considerar la definición normativa de femineidad tradicional.
Cixous habla de reapropiarse de un cuerpo que fue confiscado, al que se le censuró la palabra: “Escribite”, le dice a cada mujer, “es necesario que tu cuerpo se haga oír”. Desafiante, acicatea a las mujeres a subvertir el canon, a quebrar el marco institucional, sencillamente a ponerse fuera de la ley. A prestar atención a los propios ritmos corporales. Y a no olvidar la risa, un recurso que puede ser específicamente feminista puesto que la mujer con agudo sentido del humor que no respeta ciertos tabúes, representa una amenaza.
“Para ver a la medusa de frente basta con mirarla: no es mortal. Es hermosa y ríe”, proclama en los años 70 esta talentosa mujer de origen judío, nacida en Orán (1937), Argelia francesa, cuyo apretado CV la registra llegando a París en 1968, obteniendo el doctorado en letras con una tesis sobre Joyce, fundando la revista Poétique con Todorov y Gérard Genette, adhiriendo prontamente al movimiento feminista (MLF en Francia), ganando en 1969 el prestigioso premio Medici con la ficción de rasgos autobiográficos Dedans, haciéndose amiga de Derrida… Su compromiso político la lleva a trabajar junto a Foucault en el grupo de Intervención sobre las Cárceles (GIP) y a proponer la incorporación de la extraordinaria directora Ariana Mnouchkine y su Théâtre du Soleil.
En 1974, Hélène Cixous funda, pionera, el universitario Centre d’Études Féminines et d’Études de Genre, en París. En 1975 da a conocer la primera de una decena de piezas teatrales, Portrait de Dora, publica en la revista L’Arc el crucial ensayo La risa de la medusa. Y prosigue hasta la actualidad su fecunda, fulgurante vida como escritora, poeta, dramaturga, filosofa, docente en importantes universidades del mundo. Encontrando tiempo en ese camino para casarse, tener hijos. Siempre trabando amistad con escritores y escritoras, entre los cuales nuestro Julio Cortázar.
En julio de 2017, de visita en España y entrevistada por Estrella de Diego en el diario El País, bella y elegante de rojo profundo, el pelo blanco cortísimo como de costumbre, declaraba Hélène Cixous: “Cuando empecé a escribir, la escritura era para mí una especie de metáfora de la femineidad, la capacidad de abrirse al otro (…) Los escritos tienen vida propia, te acompañan. Shakespeare me acompaña, es un amigo (…) El mundo no se divide en períodos: todos somos ultratemporales (…) Me considero una portavoz y creo que he inventado un arte libre de enseñar que entiendo como una comunicación, como compartir y pasarla bien juntos. Hay que escuchar al texto, oírlo construirse, hundirse, grabarse en el lenguaje… No hay nada más fantástico”.
Un presente mental continuo
En su nueva novela El presente (Cien Volando), quizás sin proponérselo premeditadamente, Cecilia Sorrentino se desliza, como sirena en aguas mentales, entre los géneros del género madre, esa écriture féminine que Cixous pone en valor: el diario íntimo, el epistolario, el fluir del inconsciente, la primera persona del singular, las estilizaciones del lenguaje que tanto tiempo han cultivado las mujeres acalladas en la esfera pública (“la lengua que se habla entre mujeres cuando nadie las escucha para corregirlas, una lengua a la vez singular y universal”). Además de dictar talleres de lectura, Sorrentino es autora de una nouvelle que destila inefable ternura hacia un personaje femenino rescatado de su inexorable rol secundario, Sillas en la vereda (Alción, 2015); y de deleitosos relatos, algunos publicados en la revista digital Damiselas en apuros: en un número reciente, al igual que Cixous con la medusa, CR toma en solfa, reescribe la mitología griega e imagina a Zeus, después de emplear algunos de sus ardides como violador, echando de menos el sentido del paso del tiempo de los humanos, en el cuento titulado Envidia).
En El presente, Sorrentino encuentra y pule la voz mental, personal y, sí, femenina de Sofía. Una mujer rondando los 70 que vive sola y que ha empezado a percibir que, como diría la llamada sabiduría popular, los años no vienen solos: el cuerpo quiere ir más lento (o no ir), la memoria flaquea, las de su edad se vuelven invisibles en la calle, situación que ella aprovecha para escuchar las conversaciones ajenas, para observar con agudeza y hacer deducciones o comentarios levemente cáusticos. A Sofía, en su casa, la acompañan la radio, los oyentes que llaman, dejan mensajes: ella los reconoce como parientes que la visitan en determinados horarios. Alguno, como Oscar de Chacarita, tiene en su voz el poder de enamorar, como señala una mujer que no es Norma de Oncativo (que ya le resulta una vieja conocida). Y de pronto, explorando el dial, escucha una entrevista al rector de una universidad del conurbano que le devuelve la esperanza en la bondad de los extraños que hacen el mundo más habitable.
Sofía se hace preguntas inquietantes, preguntas de mujer que ya se siente algo torpe en sus movimientos, que se fastidia con la tecnología que no para de avanzar, con el lenguaje que se empobrece, con el uso hartante de las palabras … Todo sucede en la cabeza de Sofía, en un presente donde se cuela el pasado por asociación libre y el futuro no parece tranquilizador. Así transcurren los días, las noches de una mujer contemporánea envejeciendo. Un universo de pláticas consigo misma, de pensamientos no fechados que se van desgranando a través de parrafadas de diversa extensión a través de las cuales se va armando una historia de vida donde hubo un marido, donde hay una hija y una nieta adolescente, también amigas.
Cecilia Sorrentino se mantiene rigurosamente fiel a la voz de Sofía, incluso cuando describe poéticamente la parábola de la primavera a través de árboles y flores que conoce bien. La frase de un taxista (“A esta edad, uno se rompe un hueso y empieza a morirse, ¿no, señora?”), la deposita bruscamente en la realidad y a la vez propulsa un desdichado hecho del pasado. Sofía la tiene clarísima: sabe escuchar la impaciencia en el tono de su hija pero encuentra reparo saltando una generación, en la complicidad y el amor de su nieta con la que aún podrá vivir una imprevista, hermosa aventura.
El presente es una novela atípica donde las lectoras probablemente encontrarán resonancias intimas, un discurrir afín, un irse por las ramas que podrán reconocer como propio. Y los lectores acaso se sientan un tanto voyeurs frente a ciertas revelaciones; si se trata de varones en plan de deconstrucción sincera, hallarán semejanzas; aceptarán, comprenderán diferencias profundamente humanas de personas que, como escribió Cixous retrucando a Freud, no configuran un continente negro que debería ser corregido. El continente mujer no tiene color, aunque si se trata de enmendarle la plana al fundador del psicoanálisis y recordando que aquel versículo Cantar de los Cantares que reza: “Soy negra pero bella”, acota Cixous: “En todo caso, somos negras y bellas”. Pero ya no nos callamos, como exhortaba la conocida frase, “Sois belle et tais-toi”, que diera título a un adelantado documental dirigido por la sublime actriz Delphine Seyrig en 1976 donde intérpretes francesas, inglesas estadounidenses y quebequenses hablaban del sexismo en la industria del cine.
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