120 años de Louis Kahn, el arquitecto místico y nómade que consagró su vida a las obras eternas

Su mezcla de modernidad y antigüedad enfrentó las modas de la época y sus colegas lo consideraban un “artista” incapaz de alcanzar el éxito. Sin embargo, el gran arquitecto estadounidense apostó hasta el destino de sus tres familias secretas para dejar su huella en la historia

Louis Kahn (Robert Lautman/Louis Kahn Project Inc/Kobal/Shutterstock)

Aunque fue uno de los más grandes arquitectos de la segunda mitad del siglo XX, ni siquiera sus parientes sabían el año exacto de su nacimiento ni su verdadero nombre, ni el origen de las quemaduras en su cara o las particulares circunstancias de su muerte a los 73 años en un baño de Penn Station, en Nueva York, en 1974. Tan reservado como simpático, Louis Isadore Kahn, sin embargo, era capaz de saber, incluso, lo que quería un ladrillo. Y eso les contaba a sus alumnos en la Escuela de Diseño de la Universidad de Pensilvania, donde enseñó hasta el final de su vida. “Un ladrillo quiere ser algo más. Quiere ser mucho más. Tiene ambiciones. Un simple y ordinario ladrillo quiere ser algo mejor que esto y así debemos ser todos”. ¿La arquitectura? Después de apostar a ella su vida y su alma enteras, y dejar en el camino una complicada sucesión de mujeres, hijos y proyectos frustrados, para Kahn la arquitectura era algo “inexistente”. Lo que existía, decía, era el espíritu de la arquitectura, cuya presencia se hacía posible a través de las obras. “Un arquitecto puede construir una casa y una ciudad en el mismo suspiro, si solo las piensa como un único maravilloso, inspirador y expresivo reino”, explicaba en clases, entrevistas y libros.

Sin duda, el “reino” que construyó en honor al espíritu universal de la arquitectura, 120 años después de su nacimiento, el 20 de febrero de 1901 bajo el nombre de Itze-Leib Schmuilowsky en lo que hoy es Estonia, sigue en pie. Y se trate del Instituto Salk, el Museo de Arte Kimbell, el Parlamento Nacional de Bangladesh o el Instituto Indio de Administración Ahmedabad (que el año pasado estuvo por ser demolido hasta que las autoridades fueron acusadas de “vandalismo cultural”), hace falta apenas una imagen cualquiera de sus edificios para entender por qué, aunque se lo ignore todo acerca de la arquitectura contemporánea, Louis Kahn tocó una grandeza casi sin igual.

El camino, por supuesto, no fue fácil. Llegado en 1906 a los Estados Unidos, donde su año de nacimiento se registró como 1902 por error, su familia tuvo que mudarse 17 veces durante los primeros dos años hasta que logró instalarse en un departamento compartido con otros inmigrantes en Filadelfia. Demasiado pobres para comprarle lápices, sus padres lograron que el joven Louis, que tocaba el piano en un cine mudo y sentía vergüenza en la escuela por sus cicatrices en la cara, se conformara con dibujar con palitos quemados sobre las baldosas de un patio. Su padre cambiaría el apellido familiar recién en 1915 y Louis Kahn, nacionalizado estadounidense en 1914, terminaría sus estudios universitarios gracias a una beca en 1924.

Instituto Indio (Wikipedia)

Fue uno de sus tres hijos, Nathaniel Kahn, el más joven y el único hombre, quien recopilaría mucha de la información sobre la vida de su padre en la película Mi arquitecto: el viaje de un hijo, que en 2003 fue nominada a un Premio Oscar como Mejor Documental. Pero el motivo no era analizar su legado, celebrado desde hacía décadas, sino conocer a través de colegas, clientes y parientes quién era aquel hombre que hasta sus 12 años, cuando murió, apenas le había dejado algunos recuerdos al visitarlo casi a escondidas y sin dejar demasiadas pruebas en la casa donde vivía junto a su madre, la paisajista Harriet Pattison, a pocos kilómetros de donde Kahn vivía con su primera y única esposa, Esther Israeli, con quien tenía una hija veinte años mayor que Nathaniel, Sue Ann Kahn.

“Tu padre amaba a las mujeres”, le dice a Nathaniel uno de los risueños taxistas que entrevista en su documental, que solía llevar a Kahn hasta su estudio en Filadelfia unas cuarenta veces al mes, cuando no estaba a la búsqueda de nuevos proyectos e inversores en puntos tan remotos como India, Japón, Pakistán o Israel. Aún así, en Filadelfia, la ciudad que tuvo como base durante toda su vida, Kahn construyó un solo edificio, tal vez el menos vistoso: el Laboratorio de Investigaciones Médicas Richards. Por distintos motivos creativos, comerciales y también religiosos (Kahn era judío y esa, explica uno de los entrevistados en Mi arquitecto, no era una razón menor a la hora de perder oportunidades en los Estados Unidos de mediados del siglo XX), sus competidores no le permitieron participar en los planes para reformar el centro de Filadelfia en la década del sesenta. Nada de eso logró que Kahn abandonara su vocación. Y aunque al morir estaba endeudado por más de medio millón de dólares, siempre trabajó contra la adversidad y contra las convenciones sociales (a veces de una manera demasiado egoísta, como señala su hijo Nathaniel) para dejar su huella en la historia de la arquitectura.

Monumentalismo, un estilo en oposición a todas las modas

Biblioteca Exeter (Wikipedia)

El monumentalismo que Louis Kahn adoptó a partir de la segunda mitad del siglo XX cambió el curso de lo que se podía imaginar al trazar las líneas, el sentido y los materiales de un edificio moderno. Para hacerse una idea de lo que esto significaba en los Estados Unidos de la posguerra, hay que considerar que las formas arquitectónicas predominantes, es decir, aquellas que despertaban el interés de los grandes inversores, propietarios y constructores, incluían en primer lugar el acero y el vidrio, una tendencia que había crecido desde comienzos del siglo hasta convertirse en un sello de prosperidad. Kahn no encontraba en eso nada que lo entusiasmara: los diseños le resultaban previsibles y aburridos, atrapados en un sistema de valores que no le comunicaban otra cosa que una obediente sumisión a ideas ajenas. Pero esto cambió en 1951, cuando viajó a Italia gracias a una beca del Instituto Americano en Roma y experimentó el fascinante magnetismo de la arquitectura antigua. Los edificios de Roma, Grecia y Egipto provocaron un impacto a partir del cual reformuló su vida.

En oposición al flujo cambiante de las modas, el monumentalismo aspiraba nada menos que a la eternidad. Y para eso hacía falta todo el peso material y la luz que pudiera conseguir. De esta manera, Kahn adoptó la idea de que si Dios solo se hacía presente a través de sus obras, entonces las suyas también tenían que aspirar a la perfección, de modo que fueran un reflejo divino de la eternidad. Era 1951, Louis Kahn acababa de cumplir 50 años y sólo entonces descubrió lo que quería como arquitecto: edificios modernos con el aura y la presencia de lo antiguo. Su primer logro fue Trenton Bath House, en New Jersey, que en 1955 marcó con sus líneas rectas simples, espacios cuadrangulares y paredes altas con bloques de concreto y techos piramidales de madera el despegue de una estética que se reafirmará en 1965 con el interior de la Biblioteca Académica Phillips Exeter, en New Hampshire, con sus cruces y gigantescos círculos de concreto desnudo, el Museo de Arte Kimbell, en Texas, iniciado en 1966 con techos abovedados abiertos a la luz natural, y el sorprendente Parlamento Nacional de Bangladesh, terminado en 1982, ocho años después de la muerte de Kahn.

Una ética personal y laboral hecha de sacrificios propios y ajenos

El proyeto y Trenton Bath

Saber que sus obras eran lo único en lo que estaba dispuesto a invertir toda su energía y su tiempo convirtieron a Louis Kahn en un obsesivo, capaz de dormir sobre una alfombra con tal de interrumpir lo menos posible su productividad en el estudio. Pero fue en las inmediaciones de su profesión, también, donde las cosas comenzaron a mezclarse con “el amor por las mujeres”. De hecho, fue en su funeral, en marzo de 1974, donde su esposa Esther Israeli, la arquitecta Anne Tyng y la paisajista Harriet Pattison descubrieron que durante los últimos veinte años de su vida Kahn había formado con ellas tres familias paralelas, cuyo fruto eran, respectivamente, Sue Ann Kahn, Alexandra Tyng y Nathaniel Kahn. Sin cruzarse, Anne y Harriet habían trabajado junto a Kahn durante años, colaborando con obras como el techo de la Galería de Arte de Yale, Trenton Bath House y el Museo de Arte Kimbell. En 1953, al enterarse de que estaba embarazada, Anne viajó a Italia por decisión propia para “evitar el escándalo”. Y al enterarse de su embarazo en 1962, Harriet también decidió afrontarlo como madre soltera. Aunque las apariciones en las casas de sus dos hijos extramatrimoniales eran tan esporádicas como fugaces, Kahn no dejaba de escribirles ni a ellos ni a sus madres, que al parecer nunca dudaron de su amor y se autoconvencían de que debían entenderlo.

Hasta qué punto las convenciones sociales de la época, su singular sentido de la libertad y una poderosa vocación llamada a trascender su propio tiempo le sirvieron como excusa para hacer y deshacer vínculos sería motivo de discusión para sus hijos y mujeres durante el resto de sus vidas. Mientras tanto, Kahn no hablaba de su intimidad con nadie, trabajaba convencido de que su obra era más importante que cualquier dependencia personal y profundizaba su existencia de nómada, viajando frenéticamente de país en país y de familia en familia. Esther Israeli, Anne Tyng y Harriet Pattison, en distintos momentos, habían sido sus inspiradoras, sus socias y también sus críticas. Y aunque él se esforzaría en ser tan cariñoso como se lo permitiera su agenda, en ocasiones les prohibiría a Anne y Harriet participar de las fiestas de inauguración de los edificios en los que habían trabajado para evitar el tipo de coincidencias que se darían sólo tras su muerte. En paralelo, ni sus familiares estaban seguros de qué tan exitoso era Louis Kahn, a pesar del tiempo que pasaba en el extranjero. “No sabíamos que era famoso porque no tenía dinero”, cuenta uno de los primos de Kahn en Mi arquitecto, un rabino que explica que, respecto al uso de su tiempo y su dinero, entendió que “no había que hacer preguntas”.

Proyecto de la Sinagoga Hurva

La devoción de un artista y el fracaso de un comerciante

Hasta que su marido descubrió su objetivo como arquitecto, Esther Israeli, su primera y única esposa desde 1930, mantuvo a Kahn con su trabajo como laboratorista. Para ella era evidente que el genio y la tenacidad de su marido estaban ahí, a la expectativa de una revelación. Solo hacía falta la paciencia y el dinero para que su instinto se desarrollara por completo, y fue con su ayuda que Kahn armó en los años cuarenta su primer estudio de arquitectura (donde conocería a la madre de su segunda hija). Pero lo esencial era la devoción por la arquitectura, donde sus competidores solían llamarlo “artista” de manera peyorativa al explicar por qué, aunque otros tuvieran mayor éxito comercial, las obras de Kahn, marcadas por su lucha contra lo simple y adecuado, estaban llamadas a perdurar por las virtudes de la calidad por sobre la cantidad. Lo mejor, creía Louis Kahn, siempre era su trabajo siguiente. Y por esa razón, a veces, se consumía en diseños que no siempre prosperaron. El mejor ejemplo es la Sinagoga Hurva, en Jerusalén, destruida en 1948. Entre 1968 y 1973, Kahn propuso una reconstrucción radical, que transformaría a la sinagoga en uno de los edificios modernos más impresionantes del judaísmo. Su muerte dejó los diseños incompletos y nadie se atrevió a continuarlos.

En oposición a los proyectos inconclusos, el Instituto Salk, en California, terminado cuando Kahn tenía 65 años, es probablemente una de sus obras emblemáticas, con una perfecta integración entre la luz, el mar, la cruda materialidad del concreto y la practicidad. Con su patio central de cemento y un cauce de agua proyectado en línea recta hacia la vastedad del Pacífico, este edificio es uno de los más premiados, y sin duda la caída del sol sobre la singular amplitud del patio es capaz de trasladar a los observadores a un tiempo muy distinto al que rige sobre los laboratorios de investigación científica que todavía funcionan en el lugar. El Instituto Salk fue una prueba de que integrar lo antiguo y lo moderno era posible, en especial luego de que su participación en el rediseño del centro de la ciudad Filadelfia fuera rechazada bajo acusaciones de ser poco práctico y ajeno a todas las convenciones urbanas (contra cualquier criterio semejante, Kahn diseñó uno de sus trabajos más exóticos: la sala de conciertos flotante Point Counterpoint II, un barco metálico de 60 metros de longitud concluido en 1976 en el que, hasta 2017, navegó la American Wind Symphony Orchestra).

El Instituto Salk, en California

Una vocación construida contra todo riesgo

Desconocer el lenguaje de los negocios, explican los viejos colegas de Louis Kahn en Mi arquitecto, es la prueba de que los “artistas” no pueden conseguir los mejores contratos simplemente porque son incapaces de entender lo que quieren los clientes. A la búsqueda de algo mejor que eso, lo cierto es que esta dificultad marcó la mayor parte de su carrera, y por eso jamás pudo abandonar la enseñanza universitaria mientras planeaba sus singulares edificios. Lo cierto es que las primeras lecciones contra la adversidad llegaron a la vida de Kahn cuando no era arquitecto. La más dura fue a los tres años, cuando vivía en Estonia y la luz del carbón en el horno de la cocina lo fascinó a tal punto que intentó agarrarla con sus manos. El carbón le quemó una gran porción de la cara y las manos, provocando cicatrices visibles para siempre. La anécdota dice que su padre afirmó que prefería verlo muerto antes que mutilado, aunque su madre dijo que esas terribles cicatrices colaborarían con su carácter.

Forjado a la fuerza, ese carácter lo ayudó a soportar la inmigración, la pobreza, las dificultades económicas de dos guerras mundiales y la crisis de 1929, y le dio la seguridad para darle a su interpretación del monumentalismo un tono, a veces, demasiado místico para sus contemporáneos e incómodo para sus clientes. En comparación, Kahn se sentía libre para imaginar y crear, y eso le permitía establecer con el dinero una relación distinta. “El dinero estaba ahí, pero no le interesaba. Nunca fue dueño de nada”, cuenta Esther Israeli en una entrevista. Durante la construcción del Museo de Arte Kimbell, en Texas, el contraste entre el estilo de trabajo de Kahn, obsesionado con corregir, pulir y rediseñar lo que fuera necesario para alcanzar la perfección, y el pragmatismo instantáneo de los ingenieros que debían llevar adelante sus planes se volvió tan evidente, que lo comparaban, en los duros términos de las costumbres sureñas, con “una de esas esposas que llegaba con soluciones para los problemas que uno había resuelto ayer”.

Un legado, una muerte y un nombre

Parlamento Nacional de Bangladesh (Wikipedia)

Los años acumulados sobre las obras de Louis Kahn pueden agrietar los materiales, pero el elemento arquitectónico que las hizo notables perdura perfecto como siempre. Las líneas y los espacios del Instituto Salk o la grandiosidad del Parlamento Nacional de Bangladesh son pruebas fehacientes de una aspiración a superar la prueba del tiempo. Fue esta búsqueda mística, también, la que hizo que, durante sus visitas a India y Bangladesh, Kahn fuera llamado “gurú” por sus colaboradores, que admiraban su persecución de lo eterno en consonancia con la eternidad. “La forma es lo que detectamos como la naturaleza de algo”, decía Kahn durante sus lecciones magistrales. “Una obra de arte no es algo vivo, pero te hace sentir vivo. Se nos presenta como un sentimiento conocido. Y por eso el arte enseña a los hombres que ellos pueden unir lo que la naturaleza no puede”.

Kahn murió de manera inesperada y a solas, como había pasado la mayor parte de la segunda mitad de su vida, en un baño de Penn Station, en medio de la noche, luego de regresar de un viaje a Pakistán. Nadie reclamó su cuerpo durante tres días y la única documentación que llevaba era su pasaporte, cuya dirección estaba misteriosamente tachada. Según Harriet Pattison, lo había hecho porque pensaba abandonar a su esposa de una vez por todas e irse a vivir con ella y Nathaniel, aunque al enterarse de su solución para este enigma irresuelto para siempre, Anne Tyng insistió en que él jamás habría hecho algo parecido. Tal vez otra respuesta es que, en ese último instante, Kahn había aceptado que jamás habría otro hogar que sus obras. Según el hombre que lo vio agonizar, no parecía pacífico. En la necrológica publicada más tarde, se decía que solo tenía una hija. Un detalle que, probablemente, Kahn desestimaría a la luz infinita de la eternidad.

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