La Guerra de la Triple Alianza es una mancha oscura, negra, aciaga, en la historia de América del Sur durante lo que Eric Hobsbawn llamó el “siglo largo”, el XIX. Una mancha que es apenas nombrada y que remite a una época lejana, premoderna, donde el mundo era un lugar gigante y todo, absolutamente todo, podía ser arrebatado. Brasil, Argentina y Uruguay lucharon entre noviembre de 1864 y marzo de 1870 contra Paraguay, en ese momento comandado por Francisco Solano López. Los números son contundentes: Paraguay fue derrotado perdiendo un importante porcentaje de su población —del medio millón de habitantes que tenía Paraguay en 1865, aunque algunos calculan 1.300.000, quedaron apenas 200 mil terminada la guerra— y una considerable cantidad de tierras. Esa mancha oscura como el légamo que brota del fondo de la historia sudamericana se refracta en la vida y en la obra de un pintor, Cándido López, el “manco de Curupaytí”.
“Cándido López es un artista fundamental para la historia del arte argentino y también para documentar la Guerra de la Triple Alianza”. El que habla es el historiador, investigador y docente Gabriel Di Meglio, director del Museo Histórico Nacional —Defensa 1600, San Telmo, CABA— desde abril del año pasado, donde ayer se abrió una exposición titulada Panorama Cándido. “La idea de la exposición es anterior a mi gestión —dice en diálogo con Infobae Cultura— y nace en el marco del aniversario de los 150 años del final de la Guerra de la Triple Alianza, que fue en marzo del año pasado y que no se pudo hacer por la pandemia. Recuperamos esa muestra y la ampliamos porque el museo también tiene, además de los 32 cuadros de Cándido López que son espectaculares, una colección inmensa sobre esa guerra: varios objetos y documentos, y sobre todos fotos, porque es la primera guerra que se fotografió en la historia de América del Sur, para contextualizar la obra de Cándido López”.
Algo pasó en la cabeza de este pintor nacido en la Buenos Aires de 1840 cuando estalló la Guerra del Paraguay. Tenía 24 años y una vocación recién hallada que a la vez funcionaba como sustento económico: la pintura. Como retratista recorrió ciudades de la provincia de Buenos Aires y Santa Fe. En Mercedes, por ejemplo, retrató al recién asumido Bartolomé Mitre. Algo pasó por su cabeza, porque estaba aprendiendo muchas cosas de Ignacio Manzoni y Baldassare Verazzi, pintores italianos exiliados en Argentina, de hecho tenía pensado ir a Europa, pero algo, de repente, pasó en su cabeza: en 1864 la guerra era innegable y quizás un poco por el fulgor nacionalista o por la defensa de un pueblo recientemente delimitado o por la necesidad de tener una experiencia trascendente decidió enrolarse en el Batallón de Guardias Nacionales de San Nicolás. Sabía leer y escribir entonces lo pusieron como Teniente 1° y le asignaron un pelotón, pero como aún no sabía manejar un arma prefirió el cargo de Teniente 2°.
Ahí estaba Cándido López, un pintor en expansión y lleno de inquietudes, con una bayoneta en la mano, traje militar, a las órdenes del coronel Juan Carlos Boerr, de la división del general Wenceslao Paunero, marchando hacia la muerte. Dos años estuvo en el campo de batalla. Regresó a Buenos Aires en condiciones lamentables. Una granada había estallado a su lado y con la explosión perdió el brazo derecho —aunque hay historiadores que dicen que fueron las esquirlas de una metralla y, tras estar vendado en vano, debieron amputarlo—. Era derecho, en esa mano se alojaban los engranajes de su arte. “Es una historia terrible: él va como voluntario a la guerra siendo un daguerrotipista y un artista y pierde la mano en la Batalla de Curupaytí, por lo tanto no puede pintar más, de hecho la pasa bastante mal. Pero reeducó su mano izquierdo y pudo hacer esos cuadros tan particulares siguiendo los bocetos que había tomado durante el conflicto”, cuenta Di Meglio.
Estando en combate, en sus tiempos libres, se dedicaba a hacer bocetos. En la película Cándido López y los campos de batalla (2006), el director y narrador José Luis García visitó esos lugares donde se sentaba a dibujar, puso una escalera alta e imitó su perspectiva. “Todas sus pinturas —dice García en el film— tienen un punto de vista de altura desde el cual se pueden ver muchas acciones al mismo tiempo: todos los hombres son igual de pequeños frente a la naturaleza”. Pero en 1866, en los días previos a regresar a Buenos Aires, herido y amputado, siente que ya no hay futuro posible. No es difícil imaginarlo en la trinchera, envuelto en un clima húmedo, cientos de soldados muertos alrededor, otros tantos siendo atendidos por los médicos, el calor del Paraguay mezclado con el dolor insoportable, sosteniendo su muñón vendado, agonizando, mirando al cielo anaranjado, sabiéndose ahora un hombre común, exageradamente común, al que le acaban de arrebatar su don.
La novela de Germán Padinger publicada en 2016, Retrato de Marte. Una historia de soldados en la Guerra del Paraguay, da ese pantallazo: un soldado común y corriente, un tal Daneri, vive sin demasiada empatía ni fanatismos nacionalistas la desazón de una masacre cruenta y asfixiante; el día a día en convivencia con el calor, los tiros, la sangre, la muerte. Detrás de los coloridos cuadros de Cándido López, de sus horizontes chispeantes, esa desesperación se percibe. Pero todo eso lo pinta a posteriori, porque sobrevive, aunque no fue fácil: al volver de la guerra, la miseria. Puso un atril y, con su mano izquierda, comenzó a ejecutar lo que su cabeza le pedía. Tenía 26 años y una voluntad de hierro. La obsesión por la guerra funcionó como motor. Necesitaba dinero y le escribió a Mitre —quien mostraba orgulloso el retrato que le había hecho— pidiéndole ayuda. Finalmente recibió un subsidio a cambio de una serie de cuadros que documenten la guerra. Un trato inmejorable.
“Antes de hacer esto no era un pintor interesante y era fotógrafo —dice el artista Lux Lindner en el cortometraje Cándido López, episodios de la guerra—, así que posiblemente si no le hubiera pasado nada, si hubiera vuelto de la guerra incólume, quizás se hubiera dedicado a hacer cuadros olvidables, como retratos chupamedias de las jerarquías del momento y nos hubiéramos olvidado de él”. “La pintura fue su herramienta de reclamo, equiparable a la acción pública de los veteranos, al pedido de los sueldos y pensiones”, escribió el historiador del arte Roberto Amigo. De alguna manera, la crueldad de la guerra y el suspiro constante de la muerte en el cuerpo fueron determinantes para que, al volver a su casa, repensando el terror atravesándolo, lanzarse de lleno hacia él, vivirlo, más nunca negarlo, narrar una experiencia genuina e intransferible y hacer del horror, belleza. Quizás por eso, cuando alguien ve un cuadro de Cándido López, jamás lo olvida.
“Lo interesante —dice Di Meglio— es que, por un lado, su pintura sigue la lógica del siglo XIX de los combates impactantes, pero también pintó mucho sobre otros aspectos menos épicos de la vida militar: la vida en el campamento, las marchas de los ejércitos, los pequeños detalles de la vida diaria en una campaña. En general las batallas llevaban muy poco tiempo y el resto del tiempo se dedicaban a otras cosas, y me parece que incluso es lo más rico de su obra. En la muestra están las obras agrupadas en función de la vida en el campamento, por un lado, por otro los pasajes de ríos y los movimientos de tropas, y por otro lado los combates, además de una pared de varios cuadros que son los que no encajan en ninguna de esas categorías. La verdad que verla toda junta es muy apabullante, realmente impacta. Si uno va a la muestra encuentra una historia de la Guerra de la Triple Alianza, que es una guerra terrible, y de varios de sus protagonistas, como Cándido, que es el centro de la narración”.
Tras el sangriento conflicto que duró siete años, Cándido López no trató de olvidar ese horror, sino que lo expuso en sus obras. Ya con su mano izquierda entrenada y la voracidad pictórica renovada, pintó y pintó, sin parar. De esa etapa son sus principales cuadros, esos que hoy están en el Museo Histórico Nacional pero también aquellos que se exponen en el Museo Nacional de Bellas Artes. Murió el último día del año 1902, en un campo que había alquilado en la ciudad bonaerense de Baradero. Está enterrado en el Panteón de los Guerreros del Paraguay en el Cementerio de la Recoleta. Dejó una obra intensa en valor estético pero también importante en valor documental: es una ventana a la Guerra de la Triple Alianza. ”Lo que permite entrar en la vida militar de hombres y algunas mujeres también son sus cuadros en los cuales no hay héroes sino que están aplanados oficiales y soldados y por lo tanto son como miradas panorámicas de la cotidianeidad de un ejército”, dice Di Meglio.
“En ese sentido, recupera personajes que muchas veces la historia no logra: básicamente la gente de las clases populares de donde sale el grueso de las tropas de un ejército. Efectivamente la Guerra de la Triple Alianza tuvo varias resistencias. Hubo mucha gente que fue voluntaria y que quiso ir a pelear, sobre todo de Argentina después de la invasión paraguaya de Corrientes, pero también hubo mucha resistencia de los paisanos en general de ir a la guerra en malas condiciones; de hecho algunos fueron atados al frente. Y hubo en algunos casos, por ejemplo en Entre Ríos, directamente desbandes masivos de tropas que no quisieron ir a pelear. Fue una guerra muy dura y después hubo a lo largo del proceso, y eso está en la muestra con otros objetos y otras imágenes, distintas resistencias: conflictos de periodistas y de intelectuales y también una gran rebelión federal en 1866 que fue vencida con tropas que volvieron desde Paraguay”, concluye. Curiosamente, el mejor cronista fue un pintor.
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